jueves, 19 de febrero de 2009

El diccionario de Norfolk

Una fina amalgama, mezcla de la más sólida erudición y la más sugerente prosa, nos presenta el (en aquella época) joven y principiante Norfolk con su opera prima El diccionario de Lempriére.

Con un lenguaje avasallador y dotado de las más excelsas cualidades narrativas, esta obra marcó el inicio de una carrera literaria prometedora, que desde ya se ha ido atestiguando exitosamente con el paso acumulativo de los años.

Pero como si el alto nivel lingüístico fuera poco, el autor nos sorprende aún más entretejiendo una historia fascinante que tiene como fondo a la famosa, pero poco explorada Compañía de las Indias Orientales, y un siniestro complot ideado por unos personajes ambiciosos, con el cual pretenden apoderarse de una vasta fortuna, mucho más grande que los tesoros de la cueva de Alí Baba. Rodeados de un hálito de locura, como si fueran afectados por fiebres tropicales, los personajes deambulan por sus seis centenares de páginas en medio de un trasfondo de violencia, intrigas, traiciones y asesinatos.

Tres generaciones de una misma familia son marcados por un sino trágico, orquestado por un enemigo descomunal, una bestia de varias cabezas, oculto en las catacumbas londinenses, y de donde emerge para llevar a cabo su abyecta maquinación, mediante ardides brutales y celadas fantasmagóricas. Norfolk nos lleva al siglo XVI para mostrarnos un mundo que creíamos conocer por las películas de cine, pero que surge transformado y revitalizado con su pluma. Un universo donde se conjugan la ilustración y el renacimiento con la escuela clásica griega.

Preparence para vivir la más grande experiencia literaria desde El nombre de la rosa. Un verdadero tributo a los libros de suspense, al mejor estilo de Conan-Doyle; con una técnica cinematográfica el autor nos conduce felizmente por una historia espléndida donde se aúnan forma y fondo de manera magistral a lo largo de una narración poderosa, que combina el romanticismo, el misterio y la fantasía.

Es posible que nos cueste al principio adentrarnos en el orbe creado por el autor, pero él no nos subestima y sabe que al final lograremos, si nos esforzamos, penetrar en los vericuetos de su narración y atenazar al minotauro, cual Teseo vagando por el laberinto insoslayable de la prosa norfolkiana.

martes, 17 de febrero de 2009

Stefan Zweig, en un café vienés

El Café Central, situado en la planta baja del palacio Ferstel, en la Herrengasse, es uno de los establecimientos más célebres de Viena. En el interior del café dominan la visión columnas pálidas, de retama mustia, que rodean al piano; al fondo, se aprecian dos retratos de los emperadores que llenaron la vida de la ciudad antes de la gran guerra. Es un recuerdo indulgente de la gloria y la miseria de la Viena imperial, donde había reinado durante medio siglo el emperador Franz Joseph, o Francisco José, un hombre inclinado a las tareas burocráticas, y de quien se afirmaba que el único libro que había leido en su vida era el que recogía la Lista de oficiales del ejército. Pero cada época es recordada de forma diferente por sus protagonistas: en los días amargos del exilio, cuando Stefan Zweig era un apátrida que había huido del nazismo, rememoraba la plácida Viena burguesa, llena de vida en sus calles y en sus teatros, repleta de tertulias en los cafés donde se discutían con pasión las noticias de los diarios y las nuevas ideas, aunque la ciudad tenía también otros escenarios, más sórdidos, llenos de pobreza. A este Café Central venía Zweig.

Todo el café tiene ese tono amarillento, como si el humo del tabaco se hubiera enganchado para siempre en sus paredes. Lámparas de grandes brazos y seis copas de luz rompen la oscuridad de las tardes tranquilas de invierno. Los sofás son circulares, tapizados en rojo. Cuando se entra en el establecimiento, a la derecha, se encuentra en los asientos del rincón número cuatro a Robert Musil, o, al menos, su fotografía y su memoria. Al fondo, se recuerda a Franz Werfel, justo al lado de la mesa donde se sentaba Hugo von Hofmannsthal, el poeta que fascinó a los jóvenes de la generación de Zweig. En el centro del café, bajo los retratos de los emperadores (ese Franz Joseph I, que nació en 1830 y reinó hasta su muerte en 1916, y la singular Sissi, que entretenía sus ocios escribiendo poemas espiritistas), reinaba Karl Kraus, dominando todo el espacio y la puerta de entrada, para ver a quienes llegaban. Los cuadros del Café Central que recuerdan al emperador y la emperatriz son copias, reducidas, de los originales del Hofburg que fueron pintados en 1865 por Franz Xaver Winterhalter, un retratista alemán de moda en el siglo XIX.

Desde la entrada, hacia la izquierda, se ven los lugares donde se sentaban Adolf Loos, Leo Perutz, y un escritor olvidado, oportunista y miserable, llamado Franz Carl Heimito Ritter von Doderer, que llegó a ingresar en el partido nazi para promocionar su obra entre los alemanes. Sin embargo, no se indica donde se sentaba Stefan Zweig: tal vez los propietarios no consideren relevante su nombre, ni su obra. Tampoco aparece ninguna referencia a Trotski, que también frecuentó el establecimiento, y que, según Claudio Magris, se pasaba todo el día en el café. Los cafés vieneses, con su servicio gratuito de prensa diaria, austriaca y de otros países europeos, eran para Zweig una institución única en el mundo: ¡proporcionaban a los clientes hasta revistas literarias y artísticas! Allí charlaba Zweig con sus amigos, discutía con Rilke, con Hofmannsthal, con Wassermann. Otros, como Robert Musil, Franz Werfel, Milena Jesenská, Hermann Broch y Joseph Roth, frecuentaban también el Herrenhof, y aún Freud, Klimt, Kokoschka, Otto Wagner, pasaban largas horas en el Café Museum.

Puesto que no encontré a nuestro escritor en el Café Central, fui después hasta el número 14 de Schotteuring, para ver una placa. En ella, se indica que en ese edificio vino al mundo Stefan Zweig, el 28 de noviembre de 1881. El edificio es anodino, de color ocre claro, con cuatro plantas. En sus años de estudiante, Zweig vivió también en el número 4 de Frankeuberggasse. Era hijo de un rico empresario textil, judío, poseedor de una rigurosa ética burguesa, hasta el punto de que guardaba las distancias ante la alta aristocracia imperial, sabiéndose inferior en rango social, por mucho que coincidiesen en los mismos cafés. Pese a ser miembro de una familia judía, originaria de Moravia, Zweig no fue educado en la religión hebrea y, de hecho, no se preocupó de su condición hasta que la llegada de los nazis al poder marcó a fuego a los judíos.

Entre 1892 y 1900, Zweig estudió durante ocho años en el Wasa-Gymnasium, un liceo situado en el número 10 de Wasagasse, muy cerca de la Universidad y del Rathaus-Park, y donde, años después, colocaron una placa para recordar a su pupilo, pese a que el escritor lo calificó de “odiado instituto”. Todavía era un niño cuando el movimientro obrero vienés empezó a dar muestras de fortaleza: los socialistas, que horrorizaban a los buenos burgueses, eran señalados y denunciados como si fueran una partida de malhechores y terroristas sedientos de sangre, “como antes los jacobinos y después los bolcheviques”, según escribió Zweig al final de su vida. Viena empezaba a ser una de las capitales del movimiento obrero europeo, frecuentada antes de la gran guerra por revolucionarios y exiliados de todos los países. Junto a la libertad que se respiraba en los cafés vieneses convivía el miedo burgués y una moralidad timorata que llamaba a los burdeles “casas de tolerancia”, y creía pornográficas las novelas de Zola mientras prohibía tajantemente que las mujeres pronunciasen la palabra pantalones. Zweig recordaba, como ejemplo de esa actitud burguesa, el escándalo organizado por una tía suya que, en la noche de su boda, huyó a casa de sus padres horrorizada porque su marido había pretendido desnudarla, jurando que no quería volver a ver nunca más a semejante monstruo.

Zweig se doctoró en filosofía en la universidad de Viena. Después, viajó por Europa, y más tarde, entre 1909 y 1912, por la India (donde le causaron una gran impresión la miseria y la división de castas), Ceylán, las colonias francesas de Indochina, África; visitó Estados Unidos y Canadá: en Nueva York, para combatir el aburrimiento que le produjo la ciudad, Zweig jugó consigo mismo como si fuera un inmigrante desesperado en busca de trabajo. Incluso llegó hasta el canal de Panamá. Ya había publicado ensayos, poesía, algunas novelas y colaboraba en los periódicos.

Durante los años de la I Guerra Mundial, Zweig se vio obligado a exiliarse en Suiza, desde donde intervino con sus artículos en la vida cultural y política austríaca. La gran guerra trastornó su vida y la de todo el continente con el inflamado nacionalismo que se extendió por Europa, y, después, con la gran inflación en Alemania y Austria que llevaron años de miseria y estrecheces, incluso de hambre, para millones de personas. Hasta el burgués Zweig vio el fantasma del hambre. Los tres primeros años de la posguerra los pasó “enterrado en Salzburgo”, aunque pudo hacer algún viaje a Italia. En esa ciudad se casó con Friderike Maria Burger von Winternitz. En 1938 se divorció de ella y, poco después, se casó con Charlotte Elisabeth Altmann. Vivió en Salzburgo hasta la llegada de Hitler al poder en Alemania. Era ya un autor célebre, y de sus libros se vendían centenares de miles de ejemplares, como ocurrió con Momentos estelares de la humanidad.

Fui también a ver el número 17 de la Rathausstrasse, la casa donde vivió Zweig. Es un severo edificio burgués con cuatro columnas en la fachada y dos figuras sobre la entrada. Ocupa toda la manzana, aunque hay otra entrada en la misma calle. En las esquinas, dos atlantes soportan el peso de las galerías acristaladas, las tribunas desde donde hoy observan la vida inexistente de ese gris barrio de Viena. El interior, de blanco inmaculado, alberga en nuestros días un hotel, y en el hueco de la escalera puede verse el ascensor negro, con rejillas. Apenas unos cuadros abstractos, con frases del escritor, recuerdan a Stefan Zweig. Más tarde, entré en el café Schwarzenberg, uno de los más clásicos de Viena, para observar la entrada del hotel Imperial, donde se alojó Hitler, el causante de la desgracia de Zweig. Hoy, el archivo Zweig se encuentra en el Bezirksmuseum Josefstadt, en el número 18 de la Schmidgasse, aunque en el palacio Lobkowitz, muy cerca del Hofburg, se encuentran los manuscritos de poetas y escritores que Zweig coleccionó durante toda su vida y que donó cuando abandonó Austria para siempre.
En esa ciudad donde murieron Beethoven y Kafka (en el sanatorio de Kierling, donde todavía guardan algunos recuerdos del escritor), en que podía verse a Mahler dando un paseo; donde Wittgenstein empezó a pensar en los límites del mundo y Lukács se exilió después de haber sido ministro del gobierno comunista de Béla Kun; donde Hermann Broch fue encarcelado por su militancia contra el nazismo, Zweig encontró el gusto por la cultura que un intelectual burgués como él no podía dejar de apreciar. Los cafés bulliciosos, llenos de escritores y artistas; las lujosas casas del Ring, donde habían recalado Beethoven, Haydn y Mozart; la alegría de los teatros, el brillo de las mansiones burguesas y los palacios de la vieja nobleza, y, más lejos, fuera ya del círculo dorado del Ring y de la Viena medieval, las barriadas proletarias donde creció el movimiento obrero, todo iba a cambiar; la vida alegre de una ciudad a la que habían empezado a amordazar con la dictadura de Dollfuss, quedaría convertida definitivamente en un recuerdo cuando las tropas nazis entraron en Viena, pese a que la burguesía creyó que los buenos tiempos iban a seguir marcando su vida. Pero Viena ya era otra ciudad: buena parte de su población aclamó a la Wehrmacht, y, cuando se celebró el referéndum para sancionar la anexión a la Alemania nazi, apenas dos mil vieneses votaron en contra.

Su pasión por conocer el mundo llevó a Zweig a viajar por cuatro continentes; incluso visitó en 1928 la Unión Soviética, tan odiada por la burguesía, invitado a participar en la celebración del nacimiento de Tolstói. Allí, entre los sóviets, se apoderó de Zweig la admiración por la fiebre revolucionaria que estaba cambiado el país, el asombro por la mezcla de la vieja Rusia de los campesinos y la nueva potencia proletaria que quería llevar la modernidad a las ciudades, al campo, a la condición humana. Hizo amistad con Gorki, pudo ver los palacios de Leningrado, el Ermitage atestado de campesinos, obreros y soldados, que admiraban la riqueza artística que habían atesorado los zares y que ahora sabían suya, y que pisaban con sus viejas botas los antaño exclusivos salones de la nobleza zarista. Zweig estaba lejos de simpatizar con los comunistas, pero no pudo por menos que emocionarse con la fraternidad que mostraba el pueblo ruso, embarcado en una revolución de la que se mostraba orgulloso. Pese a una denuncia anónima que alguien le hizo llegar, y que le llevó a preguntarse sobre el excesivo control bolchevique y a dudar sobre la realidad que intentaba interpretar, Zweig no dudó en afirmar que fue en la Unión Soviética “donde sentí y experimenté, como en ningún otro momento de mi vida, la fuerza de la corriente de nuestra época.”
En los años treinta su vida cambió. No hace mucho se hicieron públicas las cartas que Zweig envió a Alfredo Cahn, un judío suizo que se había establecido en Argentina y que se convirtió en su agente literario. Se relacionaron durante los últimos diecisiete años de la vida del escritor: su última carta se la escribió a Cahn el día anterior a su suicidio. En ellas puede verse la evolución de Zweig, su sufrimiento, su desconfianza ante el futuro que se cernía sobre Europa. Porque Zweig fue consciente desde el primer momento de lo que el fascismo representaba. A partir de 1933, empezó a manifestar su rechazo al nazismo, aunque prefirió recluirse en su trabajo; desconfiaba de las intenciones de Hitler y del nazismo, cuando aún los nazis no habían proclamado todos sus objetivos, aunque su inquietud fue motivo de sarcásticos comentarios de otros intelectuales vieneses, como si Zweig fuera un alarmista que se preocupaba por asuntos que no tenían relevancia. Sin embargo, pese a su preocupación, el escritor creía que no había que pronunciarse públicamente, ni escribir al respecto: estimaba que llegaría el momento oportuno para hacerlo. Trabajaba entonces en su libro sobre Erasmo, a quien consideraba un símbolo humanista de todo lo que el nazismo quería destruir. Con esa obra, quiso hablar de la persecución de la justicia, de las costumbres civilizadas, de la razón y el pensamiento, que, pese a su destrucción, creyó que seguirían siendo una guía para el espíritu humano.
Ya en marzo de 1933 escribió a su corresponsal Alfredo Cahn que “ahora incluso debo evitar viajar a Alemania, porque la libertad de uno no está totalmente asegurada. Qué más necesito decirle cuando hoy a Bruno Walter ya no se le permite dar un concierto en Alemania, y se ha hecho un registro en casa de Albert Einstein para averiguar si ocultaba un arsenal. Ahora es preciso estar presente, y por eso he tenido que anular telegráficamente las conferencias que debía dar en Suecia y Noruega en marzo y abril.” En ese mismo 1933, Zweig envió una misiva a Thomas Mann (quien, en la gran guerra, había defendido la postura alemana), definiendo la sombra siniestra que se estaba apoderando de Alemania y amenazaba a Austria: “La mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido proscripta; las cloacas están abiertas y los hombres respiran su pestilencia como un perfume”. Pero las malas épocas a veces confunden a muchos: Zweig se dio cuenta de que la fuerza que adquirían Hitler y los nazis era una catástrofe, pero no pudo dejar de constatar que “los socialdemócratas no vieron su llegada al poder con tan malos ojos como habría sido de esperar, porque confiaban en que eliminaría a sus enemigos mortales, los comunistas, que tan enojosamente les pisaban los talones.”

En octubre de 1933, Zweig abandonó su casa de Salzburgo, preocupado por la evolución política. Austria no era Alemania, pero Berlín ya extendía sus garras hacia el pequeño país. Cuando volvió, al año siguiente, su casa fue registrada por la policía —que ya temía las consecuencias que tendrían para ella las exigencias y amenazas de los nazis austriacos y actuaba de forma parecida; una policía que en esos años ya obedecía, primero a Dollfuss, que fue asesinado por agentes nazis, y, después, al nuevo dictador fascista Schuschnigg, aunque la oposición de éste al Anschluss le costase ser encarcelado por Hitler cuando Austria fue ocupada por el Reich alemán— y Zweig se alarmó tanto por la deriva política que sufría su país que, dos días después del registro, abandonó Salzburgo para instalarse de forma permanente en Londres, aunque volvió a su país en viajes ocasionales, para visitar a su madre en Viena, por ejemplo.

Toda su vida, al menos como la había entendido hasta entonces, estaba a punto de terminar. Ya no regresó a su casa de Salzburgo, por donde habían recalado muchos de los más relevantes intelectuales de la Europa de entreguerras: desde Thomas Mann hasta Hofmannstahl, pasando por Ravel, Romain Rolland, H. G. Wells, Richard Strauss (que, para horror de Zweig, colaboraría después con los nazis hasta el punto de aceptar ser presidente de la Cámara de Música del Reich), Toscanini, Jakob Wassermann, Bela Bartók, James Joyce, Alban Berg, Paul Valéry, Franz Werfel, y desde donde mantuvo amistad con muchos otros, como André Gide y Roger Martin du Gard.
Dejó atrás Salzburgo y Viena, de donde, como dejó anotado en sus memorias, tuvo “que huir como un criminal”. Sus obras fueron prohibidas en Alemania y en Austria y se convirtió en un autor proscrito. En febrero de 1934, Dollfuss reprimió la huelga general y la revuelta obrera que había estallado en Viena: las calles que rodean las viviendas obreras de Karl-Marx-Hof se llenaron de sangre. Ese mismo año, Zweig se instaló en Londres, donde vivió hasta 1940, y, después, en París, Nueva York e incluso en América del sur, para finalmente establecerse en Petrópolis, cerca de Río de Janeiro.

Zweig desdeñaba la política, aunque fue ella la que marcó su destino, circunstancia que compartió con muchos otros intelectuales burgueses, para quienes no había otro camino que separar la literatura de la vida, de la política, del acontecer histórico, como si eso fuera posible. La firme crítica de Zweig contra los nacionalismos está presente en toda su obra, y, en esos años amargos, constata la persecución política que el nazismo emprende contra la izquierda, contra los hebreos, aunque ello no le llevará a identificarse con los círculos sionistas y nacionalistas judíos.

Zweig se hizo célebre con sus biografías, de María Antonieta, María Estuardo, Fouché, y otras. Conferenciante, ensayista, dramaturgo, trabajó con Richard Strauss, y pese a su notoriedad, no aceptó nunca galardones ni distinciones oficiales: estaba escindido entre su condición de escritor famoso y su gusto por la discreción, casi el anonimato. Pese a ello, mantuvo una estrecha amistad con otras celebridades de su época, como Romain Rolland, Sigmund Freud y Émile Verhaeren. Zweig consideró siempre a Rolland (el escritor que había conmovido las conciencias en 1914 con su “Au-dessus de la mêlée”, y a quien Lenin había pedido, sin éxito, que le acompañase en el tren precintado que iba a llevarlo a la Rusia prerevolucionaria) como un ejemplo de compromiso ético, como la voz que clamó contra la guerra y contra los nacionalismos que ensangrentaron Europa.
Zweig era un escritor burgués, aunque en nuestros días no se utilice esa definición, tan precisa; un hombre que vivió en una ciudad que, por un momento, pareció un espejismo en medio de los conflictos europeos. Viena era una capital imperial, católica, majestuosa y lasciva, amante del orden y de la precisión de los funcionarios imperiales, tan puntillosos que hasta organizaban la prostitución de niñas para que los hijos de la burguesía se iniciasen en la sexualidad. Los vieneses, enamorados del teatro, aclamaban a sus autores, frecuentaban los salones de música y la ópera, en ese mundo de ayer que terminó con el estallido de la gran guerra y que, aunque pareció recuperarse tras la desaparición del Imperio austrohúngaro, enseguida cayó en las garras del austrofascismo de Dollfuss y de Schuschnigg, para finalmente aclamar a Hitler. La Viena imperial fue el escenario de la juventud de Zwig: cuando se consumó el atentado de Sarajevo, Zweig tenía poco más de treinta años, y en el cuarto de siglo que le restaba por vivir vería la destrucción del imperio, la marcha Radetzky sonando en la Rembrandtstrasse, la creación de un pequeño país austríaco alrededor de una Viena que había perdido ya la batalla para siempre frente a Berlín, y el nacimiento de la pesadilla nazi.
Huyó de Austria, marchándose a Londres; después, a Estados Unidos y, finalmente, a Brasil. La propaganda que embotaba las conciencias —que pretendía hacer creer que Hitler apenas quería reunir bajo la bandera del Reich a los alemanes de algunos países fronterizos y que, cuando sus deseos fueran satisfechos, en muestra de gratitud, se dedicaría a exterminar a los comunistas— influyó en muchos gobiernos y en una parte significativa de la burguesía británica, francesa y de otros países europeos. Las malas noticias perseguían al escritor. Cuando llegó a Pernambuco, leyó en los diarios los cables que daban cuenta de los bombardeos fascistas sobre Barcelona, durante la guerra civil española. Zweig vio el “peligro que amenazaba desde China hasta más allá del Ebro y del Manzanares” y estaba alarmado por Austria, porque pensaba que de su destino dependía el futuro de Europa. De hecho, la última vez que visitó Viena, la ciudad donde había nacido, se despidió para siempre, en silencio, de sus calles, de sus cafés, de sus recuerdos perdidos en ella, seguro de que no volvería nunca más. Sabía que el odio se había apoderado de la vida de sus compatriotas, forzados a padecer a los nazis, a soportar la crueldad de los esbirros de las SA, y, no mucho después, le llegó la capitulación de Francia y Gran Bretaña ante Hitler, en Munich; la ignominia, como la calificó Zweig, de la entrega de Checoslovaquia a los nazis. Todavía, mientras estaba en Bath, no lejos de Londres, oyó, en 1939, la noticia de que Hitler había invadido Polonia. Creyó que era el final. Y, para él, casi lo era.
Quedaban lejos los días en que frecuentaba los cafés vieneses, esos “clubs democráticos” como él mismo los denominaba en los años en que podía leer en ellos los periódicos de media Europa por el precio de una taza de café. En 1940, Zweig había visto triunfar al nazismo y llegar “la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”. Su mundo ya no existía; aquel territorio en que Franz Werfel había cantado por la fraternidad humana y contra los “charlatanes de la guerra”, y donde Berta von Suttner había extendido el ideal irenista, se estaba convirtiendo en un desolado páramo donde la paz y la libertad estaban siendo sacrificadas. En sus últimos años Zweig sufría con su condición de exiliado, aunque no por ello cayó en la nostalgia del nacionalismo: “es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre”, escribió poco antes de morir, lejanos ya los días en que discutía con sus amigos en un café vienés. En 1942, se suicidó junto con su mujer, inyectándose veronal, cuando parecía que Hitler iba a apoderarse del mundo: la Wehrmacht había llegado hasta las puertas de Moscú. Nada había afectado tanto a Zweig como ver a las tropas nazis desfilando por París, vencedoras del mundo. Había visto “la más terrible derrota de la razón”, y no tuvo fuerzas para seguir adelante, sin sospechar que, apenas unos meses después, la victoria de Stalingrado iniciaría el camino para derrotar al nazismo, para recuperar la razón y la libertad.


Higinio Polo
Barriodelcarmen.net

Higinio Polo
Licenciado en Geografía e Historia, y Doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Barcelona. Ha publicado numerosos trabajos y ensayos sobre cuestiones políticas y culturales, y colabora habitualmente en medios como la revista El Viejo Topo, los periódicos Mundo Obrero, Rebelión y otros, tanto convencionales como digitales.Entre sus libros se cuentan la investigación Los últimos días de la Barcelona republicana, las novelas Al acabar la tarde, en Singapur; Vientre de nácar, y El caso Blondstein, así como los ensayos Irán: memorias del paraíso; USA: el Estado delincuente, y Retratos (de interior). Su obra más reciente es Dashiell Hammett. Novela negra y caza de brujas en Hollywood.
Otros enlaces con magníficos datos interesantes y complementarios que incluyen fotos:

jueves, 12 de febrero de 2009

Walking in Memphis - Marc Cohn

Marc Cohn con su exquisita canción:

martes, 10 de febrero de 2009

Haga una pregunta estúpida

La preponderancia que suele tener la idea básica de un relato dentro de la ciencia ficción, y la continuidad natural que representa, como género, del relato maravilloso, la han convertido en espacio apto para la fábula o el cuento filosófico. En algunos casos hay un intento de creación de una filosofía o una lógica completamente nueva, como en El mundo de los No-A, novela de Van Vogt que intenta describir un mundo regido por una lógica no aristotélica. La forma del cuento, sin embargo, se adapta más a este tipo de textos, y entre los autores más destacados que la utilizaron para expresar ideas filosóficas o presentar fábulas que renuevan viejos temas, pueden citarse a Alfred Bester y Robert Sheckley.
Robert Scheckley nació en Nueva York, en 1928. Publicó su primer relato de ciencia ficción en 1951. Se convirtió rápidamente en uno de los puntales y más fieles representantes del estilo de la revista Galaxy. Su primer gran Impacto lo obtuvo con el cuento La séptima victoria (1953), más tarde llevado al cine y novelizado bajo el título de La décima víctima. En ese relato entran en juego sus mejores virtudes: la llaneza del estilo, la limpidez de la estructura, la economía de medios para describir la acción y desplegar la trama en línea recta. Dentro de ese tipo de cuentos que acentúan algún rasgo contemporáneo llevándolo a la exageración, pueden citarse otros clásicos como El precio del peligro y Amor S.A.. Cuando Sheckley se concentra más en lo filosófico o lo humorístico que en la crítica y la sátira social, a las virtudes ya mencionadas se agrega un notable poder de invención y la desprejuiciada utilización de elementos del music–hall, el teleteatro o el humor surrealista. Su influencia ha sido notable en muchos autores del género, sobre todo en el aspecto de la economía expresiva (que evita recargar el relato con largas explicaciones) y el humor. Entre sus recopilaciones de cuentos pueden citarse: Ciudadano del espacio (1955), Paraíso II (1960), Store of infinity (1960), The People Trap (1968).
En las novelas se muestra menos dueño de la forma. Las más eficaces emplean el modelo del viaje, la cadena de situaciones unitarias: Los viajes de Joenes (1962), Dimensión de milagros (1968). Menos logradas son: Mindswap (1966), Optlons (1975) y El matrimonio alquímico de Alistair Crompton (1978).
Luego de cumplir un papel discreto pero eficaz en la época más dinámica de la ciencia ficción estadounidense, en la década del 50, Sheckley se retiró a la isla de Ibiza, donde vivió en un relativo aislamiento ("si llegara el fin del mundo", declaró "nos enteraríamos un tiempo más tarde, cuando llegara la edición de Time"). En los últimos años su obra fue revalorizada por la corriente de autores ingleses de vanguardia, Moorcock y Brian Aldiss entre otros; este último lo definió como un "Voltaire con soda". Actualmente Sheckley se encarga de seleccionar los relatos de la revista estadounidense Omni.

Contestador fue construido para durar todo lo necesario: lo cual era mucho, según como algunas razas juzgan el tiempo, y bastante poco, para otras. Pero para Contestador, era el tiempo suficiente.
En cuanto al tamaño, Contestador era grande para algunos y pequeño para otros. Se lo podía considerar complejo, aunque algunos creían que en realidad era muy sencillo.
Contestador sabía que él era tal como debía ser. Por encima y más allá de todo, era El Contestador. El Sabía.
Acerca de la raza que lo construyó, cuanto menos se diga mejor.
Ellos también Sabían, y nunca dijeron si encontraban agradable el conocimiento.
Construyeron a Contestador como un servicio para razas menos sofisticadas, y se alejaron de un modo particular. Adónde fueron, sólo Contestador lo sabe.
Porque Contestador sabe todo.
Sobre aquel planeta, que gira alrededor de su sol, estaba emplazado Contestador. La duración proseguía, larga según algunos juzgan la duración, breve según la juzgan otros. Pero tal como debla ser, para Contestador.
Dentro de él estaban las Respuestas. El conocía la naturaleza de las cosas, y por qué las cosas son como son, y qué son, y qué significa todo.
Contestador podía contestar cualquier cosa, siempre que se tratara de una pregunta legítima. ¡Y deseaba hacerlo! ¡Estaba ansioso por hacerlo!
¡De qué otro modo podía ser un Contestador.
¿Qué otra cosa podía hacer un Contestador? .
Así que esperaba que las criaturas llegaran y preguntaran.

–¿Cómo se siente, señor? –preguntó Morran, flotando suavemente hacia el anciano.
–Mejor –dijo Lingman, tratando de sonreír. La falta de peso era un alivio enorme. Aunque Morran había gastado una gran cantidad de combustible para salir al espacio con aceleración mínima, al débil corazón de Lingman aquello no le había gustado nada. El corazón de Lingman se había empacado y refunfuñado, había golpeado furioso contra la quebradiza caja torácica, había vacilado y acelerado. Por un momento pareció como si el corazón de Lingman fuera a detenerse, por puro resentimiento.
Pero la falta de peso era un alivio enorme, y el débil corazón funcionaba otra vez.
Morran no había tenido tales problemas. Su cuerpo fuerte estaba hecho para soportar la tensión y el esfuerzo. No los experimentaría en este viaje, no si esperaba que el viejo Lingman viviese.
–Voy a vivir –murmuró Lingman, en respuesta a la pregunta inexpresada–. Lo suficiente como para saber.
Morran tocó los controles, y la nave se deslizó dentro del sub-espacio como una anguila dentro del aceite.
–Sabremos –murmuró Morran. Ayudó al anciano a quitarse los correajes–. ¡Vamos a encontrar al Contestador!
Lingman hizo un movimiento afirmativo con la cabeza hacia su joven compañero. Hacía años que se lo aseguraban el uno al otro. En un principio había sido un proyecto de Lingman. Después Morran, al graduarse en Cal Tech, se había unido a él. Habían rastreado juntos los rumores que recorrían el sistema solar. Las leyendas sobre una antigua raza humanoide que había conocido la respuesta a todas las cosas, y que había construido a Contestador y había partido.
–Imagínese –dijo Morran–. ¡La respuesta a todo!
Como físico, Morran tenía muchas preguntas que hacer a Contestador. El universo en expansión; la fuerza que cohesiona los núcleos atómicos; las novas y un millar de preguntas más.
–Sí –dijo Lingman. Se impulsó hacia la placa de visión y se asomó a la lúgubre pradera del sub-espacio ilusorio. Era biólogo y anciano. Tenía dos preguntas.
¿Qué es la vida?
¿Qué es la muerte?

Después de un período especialmente largo de buscar púrpura, Lek y sus amigos se reunieron a hablar. La púrpura siempre escaseaba en las cercanías de los racimos múltiples estelares: por qué, nadie lo sabía, así que conversar era decididamente indicado
–Saben –dijo Lek–. Creo que buscaré a este Contestador. –Ahora Lek hablaba en el lenguaje Ollgrat, el lenguaje de la decisión inminente.
–¿Por qué? –preguntó Ilm, en el idioma Huest de la burla. leve–. ¿Por qué quieres saber las cosas? ¿Acaso el trabajo de recoger púrpura no te basta?
–No –dijo Lek, hablando aún el lenguaje de la decisión inminente–. No me basta.
El trabajo principal de Lek y los de su raza era recoger púrpura. Encontraban la púrpura incrustada en muchas partes de la trama del espacio, en cantidades minúsculas. Lentamente iban haciendo un montón enorme de púrpura. Para qué era el montón, nadie lo sabía.
–Supongo que le preguntarás qué es la púrpura, ¿verdad? –preguntó Ilm, apartando una estrella y recostándose.
Lo haré –dijo Lek–. Hemos vivido demasiado tiempo en la ignorancia. Tenemos que conocer la verdadera naturaleza de la púrpura, y su significado en el plan de las cosas. Tenemos que saber porqué gobierna nuestras vidas –para decir esto Lek pasó a Ilgret, el lenguaje del conocimiento inminente.
Ilm y los demás no trataron de discutir, ni siquiera en el idioma de las discusiones. Sabían que el conocimiento era importante. Desde el principio del tiempo, Lek, Ilm, y los demás habían recogido púrpura. Ya era hora de conocer las respuestas definitivas al universo: qué era la púrpura, y para qué era el montón.
Y desde luego, allí estaba el Contestador para decírselos. Todos habían oído hablar del Contestador, construido por una raza parecida a la de ellos, que había partido hacía ahora mucho tiempo.
–¿Le preguntarás algo más? –le preguntó Ilm a Lek.
–No sé –dijo Lek–. Tal vez le preguntaré por las estrellas. En realidad no hay nada más importante.
Como Lek y sus hermanos habían vivido desde el principio del tiempo, no tenían en cuenta la muerte. Y como su cantidad era siempre la misma, no tenían en cuenta la cuestión de la vida.
¿Pero la púrpura? ¿Y el montón?
–¡Voy! –gritó Lek, en el dialecto de la decisión tomada.
–¡Buena suerte! –le gritaron sus hermanos, en la jerga de la mayor amistad.
Lek se alejó, saltando de estrella en estrella.

A solas en su pequeño planeta, estaba emplazado Contestador, esperando a los Interrogadores. De vez en cuando murmuraba las respuestas para sí. Era su privilegio. El Sabía.
Pero esperaba, y el tiempo no era ni demasiado prolongado ni demasiado breve, para que cualquier criatura del espacio se acercara y preguntara.

Eran dieciocho, reunidos en un sitio.
–Invoco la regla de los dieciocho –exclamó uno. Y apareció otro, que nunca había existido, nacido por la regla de los dieciocho.
–Tenemos que dirigirnos a Contestador –exclamó uno–. Nuestras vidas son gobernadas por la regla de los dieciocho. Donde hay dieciocho, habrá diecinueve. ¿Por qué es así?
Nadie pudo contestar.
–¿Dónde estoy? –preguntó el recién nacido décimonoveno. Alguien lo llevó aparte para instruirlo.
Quedaban diecisiete. Un número estable.
–Y tenemos que averiguar –exclamó otro–, por qué todos los lugares son distintos, aunque no exista la distancia.
Ese era el problema. Uno está aquí. Después uno está allá. Así no más, sin movimiento, ni motivo. Y sin embargo, sin moverse, uno está en otro lugar.
–Las estrellas son frías –exclamó uno.
–¿Por qué?
–Debemos dirigirnos a Contestador.
Porque habían oído las leyendas, conocían los cuentos. "En una época hubo una raza, muy parecida a nosotros, y ellos sabían: y se lo contaron a Contestador. Después se fueron adonde no hay lugar, sino mucha distancia."
–¿Cómo llegamos allí? –exclamó el recién nacido décimonoveno, ahora saturado de conocimiento.
–Vamos –y los dieciocho se esfumaron. Quedó uno. Miró con tristeza la extensión enorme de una estrella helada, después también se esfumó.

–Las antiguas leyendas son ciertas –jadeó Morran–. Allí está.
Habían salido del sub-espacio en el lugar del que hablaban las leyendas, y ante ellos se encontraba una estrella distinta a cualquier otra estrella. Morran inventó una clasificación para ella, pero no importaba. No había otra semejante.
Moviéndose alrededor de la estrella había un planeta, y también éste era distinto a cualquier otro planeta. Morran inventó motivos, pero no importaban. Aquel planeta era el único.
–Ajústese las correas, señor –dijo Morran–. Aterrizaré con la mayor suavidad posible.

Lek llegó ante Contestador, moviéndose rápidamente de estrella en estrella. Alzó a Contestador en su mano y lo miró.
–Así que tú eres Contestador –dijo.
–Sí –dijo Contestador.
–Entonces dime –dijo Lek, instalándose cómodamente en una brecha entre las estrellas–. Dime qué soy.
–Una parcialidad –dijo Contestador–. Un indicio.
–Vamos, vamos –murmuró Lek, herido en su orgullo–. Puedes contestar algo mejor que eso. Escucha. El propósito de mi pueblo es juntar púrpura, y hacer un montón con ella. ¿Puedes decirme el verdadero significado de esto?
–Tu pregunta no tiene sentido –dijo Contestador.
Sabía qué era en realidad la púrpura, y para qué era el montón. Pero la explicación quedaba oculta dentro de una explicación más amplia. Sin ésta, la pregunta de Lek era inexplicable, y Lek no había logrado plantear la pregunta verdadera.
Lek hizo otras preguntas, y Contestador no pudo contestarlas. Lek consideraba las cosas a través de sus ojos especializados, extraía una parte de la verdad y se negaba a ver más. ¿Cómo comunicarle a un hombre ciego la sensación del verde?
Contestador no lo intentó. No se suponía que debiese hacerlo.
Por último, Lek dejó escapar una risa desdeñosa. Uno de sus pequeños puntos de apoyo llameó ante el sonido, después se apagó otra vez, hasta llegar a su intensidad normal.
Lek partió, dando rápidos trancos de estrella a estrella.

Contestador sabía. Pero tenían que hacerle las preguntas correctas ante todo. Meditó en esta limitación, mirando las estrellas que no eran grandes ni pequeñas, sino exactamente del tamaño adecuado.
Las preguntas correctas. La raza que construyó a Contestador tendría que haber tomado esto en cuenta, pensó Contestador. Tendrían que haber pensado en el sinsentido semántico, haberle permitido intentar una revelación.
Contestador se contentaba con murmurar las respuestas para sí.

Dieciocho criaturas llegaron ante Contestador, ni caminando ni volando, sencillamente aparecieron. Temblorosas en el frío resplandor de las estrellas, alzaron los ojos hacia la maciza forma de Contestador.
–Si no hay distancia –preguntó una–, ¿entonces cómo pueden las cosas estar en otros lugares?
Contestador sabía qué era la distancia, y qué eran los lugares. Pero no podía contestar la pregunta. Existía la distancia, pero no como la veían estas criaturas. y existían los lugares, pero de un modo distinto al que esperaban las criaturas.
–Replanteen la pregunta –dijo Contestador, esperanzado.
–¿Por qué somos cortos aquí –preguntó uno– y largos allí? ¿Por qué somos gordos allá, y cortos aquí? ¿Por qué son frías las estrellas?
Contestador sabía todas las cosas. Sabía por qué eran frías las estrellas, pero no podía explicarlo en términos de estrellas o frialdad.
–¿Por qué existe una regla de los dieciocho? –preguntó otro–. ¿Por qué cuando nos juntamos dieciocho, surge otro?
Pero como es lógico la respuesta era parte de una pregunta distinta, más amplia, que nos había sido planteada.
Surgió otro por la regla de los dieciocho, y las diecinueve criaturas desaparecieron.

Contestador murmuraba las preguntas correctas para sí, y las contestaba.

–Lo logramos –dijo Morran–. Bueno, bueno.
Palmeó a Lingman en el hombro, levemente, porque Lingman podía hacerse pedazos.
El viejo biólogo estaba cansado. Tenía el rostro hundido, amarillo, arrugado. Ya se le veía el cráneo en los prominentes dientes amarillos, en la nariz pequeña y chata, en los pómulos salientes. Era como si el esqueleto se le viera a través de la piel.
–Sigamos adelante –dijo Lingman. No quería perder tiempo. No le quedaba tiempo que perder.
Cubiertos los dos con cascos, recorrieron el pequeño sendero.
–No tan rápido –murmuró Lingman.
–De acuerdo –dijo Morran.
Avanzaron juntos, a lo largo del obscuro sendero del planeta que era distinto a todos los demás planetas, que volaba solo alrededor de un sol distinto a todos los otros soles.
–Por aquí –dijo Morran.
Las leyendas eran explícitas. Un sendero, que llevaba a escalones de piedra. Escalones de piedra que daban a un patio. Y entonces... ¡El Contestador!
Para ellos, Contestador parecía una pantalla blanca instalada en un muro. Ante sus ojos, Contestador era muy sencillo.
Lingman entrelazó las manos temblorosas. Aquello era la culminación de una vida de trabajo, de financiación, discusiones, desenterramiento de trozos de leyendas, que terminaba allí, en ese momento.
–Recuerda –le dijo a Morran–. Nos escandalizará. La verdad será distinta a todo lo que hayamos imaginado.
–Estoy preparado –dijo Morran, con los ojos llenos de éxtasis.
–Muy bien, Contestador –dijo Lingman, con su vocecita delgada–. ¿Qué es la vida?
Una voz habló en el interior de sus cráneos.
–La pregunta no tiene sentido. Por "vida", el Interrogador entiende un fenómeno parcial, inexplicable excepto en términos del todo al que pertenece.
–¿De qué es parte la vida? –preguntó Lingman.
–Esa pregunta, en su forma presente, no admite respuesta. El Interrogador sigue considerando la "vida" desde su ángulo personal, limitado.
–Entonces conteste en sus propios términos –dijo Morran.
–El Contestador sólo puede contestar preguntas –Contestador pensó una vez más en la triste limitación impuesta por sus constructores.
Silencio.
–¿El universo se expande? –preguntó Morran con confianza.
–"Expansión" es un término inaplicable a la situación. El universo, tal como lo ve el Interrogador, es un concepto ilusorio.
–¿Puede usted decirnos algo? –preguntó Morran.
–Puedo contestar cualquier pregunta válida que tenga que ver con la naturaleza de las cosas.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
–Creo que entiendo lo que quiere decir –dijo Lingman con tristeza–. Nuestros supuestos básicos están equivocados. Todos.
–No puede ser –dijo Morran–. La física, la biología...
–Verdades parciales –dijo Lingman, con un gran cansancio en la voz–. Al menos hemos determinado eso. Hemos descubierto que nuestras deducciones concernientes a los fenómenos observados están equivocadas.
–¿Pero y la regla de la hipótesis más simple?
–Es sólo una teoría –dijo Lingman.
–Pero la vida... seguramente él puede contestar qué es la vida.
–Mírelo desde este punto de vista –dijo Lingman–. Suponga que usted preguntara "¿Por qué nací bajo la constelación de Escorpio, en conjunción con Saturno?" Yo no podría contestar su pregunta en términos del zodiaco, porque el zodíaco no tiene nada que ver con ello.
–Entiendo –dijo Morran lentamente–. El no puede contestar preguntas en términos de nuestros supuestos.
–Así parece. y no puede alterar nuestros supuestos. Está limitado a preguntas válidas: lo que implica, al parecer, un conocimiento que nosotros no tenemos.
–¿Ni siquiera podemos hacer una pregunta válida? –preguntó Morran–. No puedo creerlo. Tenemos que conocer algún supuesto básico –se volvió hacia Contestador–. ¿Qué es la muerte?
–No puedo explicar un antropomorfismo.
–¡La muerte un antropomorfismo! –dijo Morran, y Lingman se volvió con rapidez–. ¡Ahora estamos llegando a alguna parte!
–¿Los antropomorfismos son irreales? –preguntó.
–En principio, los antropomorfismos pueden ser clasificados como: A, verdades falsas, o B, verdades parciales en términos de una situación parcial.
–¿Cuál de los dos tipos es aplicable aquí?
–Ambos.
Fue todo lo que consiguieron. Morran no pudo sacarle nada más a Contestador. Los dos hombres se esforzaron por horas, pero la verdad se alejaba cada vez más.
–Es enloquecedor –dijo Morran, rato después–. Esta cosa tiene la respuesta para el universo entero, y no puede decírnosla a menos que hagamos la pregunta correcta. ¿Pero cómo se supone que podemos llegar a saber la pregunta correcta?
Lingman se sentó en el suelo, apoyándose contra un muro de piedra. Cerró los ojos.
–Salvajes, eso es lo que somos –dijo Morran, paseándose ante Contestador–. Imagine a un bosquimano que se acerca a un físico y le pregunta por qué no puede disparar su flecha y clavarla en el sol. El científico sólo puede explicarlo en sus ,propios términos. ¿Qué pasaría?
–El científico ni siquiera lo intentaría –dijo Lingman, con voz apagada–. Conocería las limitaciones del interrogador.
–Espléndido –dijo Morran con furia–. ¿Cómo explicar la rotación de la tierra a un bosquimano? O mejor aún, ¿cómo explicarle la relatividad... manteniendo sin cesar el rigor científico en la explicación, desde luego?
Lingman, con los ojos cerrados, no contestó.
–Somos bosquimanos. Pero aquí la brecha es mucho mayor. Entre el gusano y el superhombre, tal vez. El gusano desea conocer la naturaleza de la basura, y por qué hay tanta. Oh, demonios.
–¿Nos vamos, señor? –preguntó Morran.
Los ojos de Lingman seguían cerrados. Los dedos huesudos estaban entrelazados, las mejillas más huecas. El cráneo emergía.
–¡Señor! ¡Señor!
Y Contestador sabía que ésa no era la respuesta.

A solas en su planeta, que no es grande ni pequeño, sino exactamente del tamaño indicado, Contestador espera. No puede ayudar a la gente que va a verlo, porque incluso Contestador tiene restricciones.
Sólo puede contestar preguntas válidas.
¿Universo? ¿Vida? ¿Muerte? ¿Púrpura? ¿Dieciocho?
Verdades parciales, semiverdades, pequeños fragmentos de la gran pregunta. :
Pero Contestador, a solas, murmura las preguntas para sí, las verdaderas preguntas, que nadie puede comprender.
¿Cómo podrían comprender las verdaderas respuestas?
Las preguntas nunca serán planteadas, y Contestador recuerda algo que sus constructores supieron y olvidaron.
Para plantear una pregunta uno ya debe conocer la mayor parte de la respuesta.

Por: Robert Sheckley

miércoles, 4 de febrero de 2009

Los hijos de Rushdie

Leí esta profética obra aquí en mi ciudad… hace muy poco. No, no vale, no puedo dejar de decir cuando exactamente, la semana pasada. ¿Y la hora? La hora en que comencé también es importante, empecé a la medianoche con la primera página. (Permitidme esta licencia). El tic tac de mi reloj digital cantó alegremente cuando di inicio. Bueno, me explico, me explico: en el instante mismo en que supe que recuperaba mí tiempo perdido de lecturas atrazadas. Tuve suspiros de asombro. Y en el fondo de mi mente, alegría y respeto profundo.

Sir Salman Rushdie es el heredero por ontomasia de Zherezada, y lo mismo que en los interminables cuentos de Las mil y una noches, en su obra maestra Los hijos de la medianoche ha compuesto una larguísima sinfonía de recuerdos apologías acusaciones juicios, una diatriba inmensa sobre la historia de la India, del individuo y de la raza humana. Porque la historia de todos los países es la misma, todas las guerras son las mismas guerras, todo el dolor es el mismo dolor, los muertos de los otros son nuestros muertos.

A lo largo de un tremendo fresco, el autor nos relata minuciosa y fascinantemente toda la saga de una familia, de un país, de la humanidad; a través del retrato de toda una generación sometida a los designios del inexorable destino, o más bien a los dictámenes de las profecías que desde el nacimiento del protagonista (o antes, mucho antes) han atado a todos los personajes a su inevitable cumplimiento; cual si tratara de marionetas que no tienen otra alternativa distinta al de ser manejados por los hilos invisibles de la historia que ya esta pre-escrita.

Tal vez lo más sorprendente de la novela sea la misma prosa de Rushdie (a mi me dejó alhelado), cual profeta Tiresias lanzando sus oráculos, o como masoreta de la historia, que no hace más que recoger las cenizas de manuscritos quemados por la oficialidad, en donde yacen las verdades que la historia se niega a revelar, pero que el taumaturgo revela con implacable tenacidad y con un grado alto de compromiso histórico. Una prosa que lo ubica como el máximo representante de la escritura de dicho continente. El es en la prosa lo que Tagore en la poesía.

Dotado de una imaginación portentosa y de un exotismo sin límites, esta obra que a veces parece grandilocuente, nos hace parecer pequeños, indignos de recorrer sus páginas, de compartir o de ser testigos de los avatares de toda una genealogía marcada por el designio fatal. Después de leer esta obra cualquier otra nos va a parecer de inferior calidad.

No se encuentra esta novela exenta de humanismo, de una sensibilidad que nos conmueve, de unos acontecimientos extraordinarios que nos conducen de manera vertiginosa e inevitable hacia su ineludible destino; una narración bíblica que se niega a terminar, que se apodera de nosotros mediante un estilo único que nos hace quedar atrapados dentro de sus páginas y convertirnos en partícipes (ya no en meros espectadores) de un drama de connotaciones cósmicas; de una epopeya que trasciende más allá de un mero ejercicio escrito, ya que se trata de contar nuestro propio pasado y predecir nuestro futuro; pues como se ha dicho nuestra historia es la misma historia de todos, una historia plagada de derrota barbarie odio y genocidio; la cual heredarán nuestros hijos para cumplir a su vez su fatídico destino que será igual al nuestro, hasta que mil y una generaciones hayan pasado, y pueda por fin nacer una generación nueva que pueda saber y entender.

Por: Alec Luis

Aquí en este enlace una interesantísima semblanza sobre el recorrido de este reconocido escritor:

http://www.elmundo.es/larevista/num106/textos/sal1.html
 
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