martes, 10 de febrero de 2009

Haga una pregunta estúpida

La preponderancia que suele tener la idea básica de un relato dentro de la ciencia ficción, y la continuidad natural que representa, como género, del relato maravilloso, la han convertido en espacio apto para la fábula o el cuento filosófico. En algunos casos hay un intento de creación de una filosofía o una lógica completamente nueva, como en El mundo de los No-A, novela de Van Vogt que intenta describir un mundo regido por una lógica no aristotélica. La forma del cuento, sin embargo, se adapta más a este tipo de textos, y entre los autores más destacados que la utilizaron para expresar ideas filosóficas o presentar fábulas que renuevan viejos temas, pueden citarse a Alfred Bester y Robert Sheckley.
Robert Scheckley nació en Nueva York, en 1928. Publicó su primer relato de ciencia ficción en 1951. Se convirtió rápidamente en uno de los puntales y más fieles representantes del estilo de la revista Galaxy. Su primer gran Impacto lo obtuvo con el cuento La séptima victoria (1953), más tarde llevado al cine y novelizado bajo el título de La décima víctima. En ese relato entran en juego sus mejores virtudes: la llaneza del estilo, la limpidez de la estructura, la economía de medios para describir la acción y desplegar la trama en línea recta. Dentro de ese tipo de cuentos que acentúan algún rasgo contemporáneo llevándolo a la exageración, pueden citarse otros clásicos como El precio del peligro y Amor S.A.. Cuando Sheckley se concentra más en lo filosófico o lo humorístico que en la crítica y la sátira social, a las virtudes ya mencionadas se agrega un notable poder de invención y la desprejuiciada utilización de elementos del music–hall, el teleteatro o el humor surrealista. Su influencia ha sido notable en muchos autores del género, sobre todo en el aspecto de la economía expresiva (que evita recargar el relato con largas explicaciones) y el humor. Entre sus recopilaciones de cuentos pueden citarse: Ciudadano del espacio (1955), Paraíso II (1960), Store of infinity (1960), The People Trap (1968).
En las novelas se muestra menos dueño de la forma. Las más eficaces emplean el modelo del viaje, la cadena de situaciones unitarias: Los viajes de Joenes (1962), Dimensión de milagros (1968). Menos logradas son: Mindswap (1966), Optlons (1975) y El matrimonio alquímico de Alistair Crompton (1978).
Luego de cumplir un papel discreto pero eficaz en la época más dinámica de la ciencia ficción estadounidense, en la década del 50, Sheckley se retiró a la isla de Ibiza, donde vivió en un relativo aislamiento ("si llegara el fin del mundo", declaró "nos enteraríamos un tiempo más tarde, cuando llegara la edición de Time"). En los últimos años su obra fue revalorizada por la corriente de autores ingleses de vanguardia, Moorcock y Brian Aldiss entre otros; este último lo definió como un "Voltaire con soda". Actualmente Sheckley se encarga de seleccionar los relatos de la revista estadounidense Omni.

Contestador fue construido para durar todo lo necesario: lo cual era mucho, según como algunas razas juzgan el tiempo, y bastante poco, para otras. Pero para Contestador, era el tiempo suficiente.
En cuanto al tamaño, Contestador era grande para algunos y pequeño para otros. Se lo podía considerar complejo, aunque algunos creían que en realidad era muy sencillo.
Contestador sabía que él era tal como debía ser. Por encima y más allá de todo, era El Contestador. El Sabía.
Acerca de la raza que lo construyó, cuanto menos se diga mejor.
Ellos también Sabían, y nunca dijeron si encontraban agradable el conocimiento.
Construyeron a Contestador como un servicio para razas menos sofisticadas, y se alejaron de un modo particular. Adónde fueron, sólo Contestador lo sabe.
Porque Contestador sabe todo.
Sobre aquel planeta, que gira alrededor de su sol, estaba emplazado Contestador. La duración proseguía, larga según algunos juzgan la duración, breve según la juzgan otros. Pero tal como debla ser, para Contestador.
Dentro de él estaban las Respuestas. El conocía la naturaleza de las cosas, y por qué las cosas son como son, y qué son, y qué significa todo.
Contestador podía contestar cualquier cosa, siempre que se tratara de una pregunta legítima. ¡Y deseaba hacerlo! ¡Estaba ansioso por hacerlo!
¡De qué otro modo podía ser un Contestador.
¿Qué otra cosa podía hacer un Contestador? .
Así que esperaba que las criaturas llegaran y preguntaran.

–¿Cómo se siente, señor? –preguntó Morran, flotando suavemente hacia el anciano.
–Mejor –dijo Lingman, tratando de sonreír. La falta de peso era un alivio enorme. Aunque Morran había gastado una gran cantidad de combustible para salir al espacio con aceleración mínima, al débil corazón de Lingman aquello no le había gustado nada. El corazón de Lingman se había empacado y refunfuñado, había golpeado furioso contra la quebradiza caja torácica, había vacilado y acelerado. Por un momento pareció como si el corazón de Lingman fuera a detenerse, por puro resentimiento.
Pero la falta de peso era un alivio enorme, y el débil corazón funcionaba otra vez.
Morran no había tenido tales problemas. Su cuerpo fuerte estaba hecho para soportar la tensión y el esfuerzo. No los experimentaría en este viaje, no si esperaba que el viejo Lingman viviese.
–Voy a vivir –murmuró Lingman, en respuesta a la pregunta inexpresada–. Lo suficiente como para saber.
Morran tocó los controles, y la nave se deslizó dentro del sub-espacio como una anguila dentro del aceite.
–Sabremos –murmuró Morran. Ayudó al anciano a quitarse los correajes–. ¡Vamos a encontrar al Contestador!
Lingman hizo un movimiento afirmativo con la cabeza hacia su joven compañero. Hacía años que se lo aseguraban el uno al otro. En un principio había sido un proyecto de Lingman. Después Morran, al graduarse en Cal Tech, se había unido a él. Habían rastreado juntos los rumores que recorrían el sistema solar. Las leyendas sobre una antigua raza humanoide que había conocido la respuesta a todas las cosas, y que había construido a Contestador y había partido.
–Imagínese –dijo Morran–. ¡La respuesta a todo!
Como físico, Morran tenía muchas preguntas que hacer a Contestador. El universo en expansión; la fuerza que cohesiona los núcleos atómicos; las novas y un millar de preguntas más.
–Sí –dijo Lingman. Se impulsó hacia la placa de visión y se asomó a la lúgubre pradera del sub-espacio ilusorio. Era biólogo y anciano. Tenía dos preguntas.
¿Qué es la vida?
¿Qué es la muerte?

Después de un período especialmente largo de buscar púrpura, Lek y sus amigos se reunieron a hablar. La púrpura siempre escaseaba en las cercanías de los racimos múltiples estelares: por qué, nadie lo sabía, así que conversar era decididamente indicado
–Saben –dijo Lek–. Creo que buscaré a este Contestador. –Ahora Lek hablaba en el lenguaje Ollgrat, el lenguaje de la decisión inminente.
–¿Por qué? –preguntó Ilm, en el idioma Huest de la burla. leve–. ¿Por qué quieres saber las cosas? ¿Acaso el trabajo de recoger púrpura no te basta?
–No –dijo Lek, hablando aún el lenguaje de la decisión inminente–. No me basta.
El trabajo principal de Lek y los de su raza era recoger púrpura. Encontraban la púrpura incrustada en muchas partes de la trama del espacio, en cantidades minúsculas. Lentamente iban haciendo un montón enorme de púrpura. Para qué era el montón, nadie lo sabía.
–Supongo que le preguntarás qué es la púrpura, ¿verdad? –preguntó Ilm, apartando una estrella y recostándose.
Lo haré –dijo Lek–. Hemos vivido demasiado tiempo en la ignorancia. Tenemos que conocer la verdadera naturaleza de la púrpura, y su significado en el plan de las cosas. Tenemos que saber porqué gobierna nuestras vidas –para decir esto Lek pasó a Ilgret, el lenguaje del conocimiento inminente.
Ilm y los demás no trataron de discutir, ni siquiera en el idioma de las discusiones. Sabían que el conocimiento era importante. Desde el principio del tiempo, Lek, Ilm, y los demás habían recogido púrpura. Ya era hora de conocer las respuestas definitivas al universo: qué era la púrpura, y para qué era el montón.
Y desde luego, allí estaba el Contestador para decírselos. Todos habían oído hablar del Contestador, construido por una raza parecida a la de ellos, que había partido hacía ahora mucho tiempo.
–¿Le preguntarás algo más? –le preguntó Ilm a Lek.
–No sé –dijo Lek–. Tal vez le preguntaré por las estrellas. En realidad no hay nada más importante.
Como Lek y sus hermanos habían vivido desde el principio del tiempo, no tenían en cuenta la muerte. Y como su cantidad era siempre la misma, no tenían en cuenta la cuestión de la vida.
¿Pero la púrpura? ¿Y el montón?
–¡Voy! –gritó Lek, en el dialecto de la decisión tomada.
–¡Buena suerte! –le gritaron sus hermanos, en la jerga de la mayor amistad.
Lek se alejó, saltando de estrella en estrella.

A solas en su pequeño planeta, estaba emplazado Contestador, esperando a los Interrogadores. De vez en cuando murmuraba las respuestas para sí. Era su privilegio. El Sabía.
Pero esperaba, y el tiempo no era ni demasiado prolongado ni demasiado breve, para que cualquier criatura del espacio se acercara y preguntara.

Eran dieciocho, reunidos en un sitio.
–Invoco la regla de los dieciocho –exclamó uno. Y apareció otro, que nunca había existido, nacido por la regla de los dieciocho.
–Tenemos que dirigirnos a Contestador –exclamó uno–. Nuestras vidas son gobernadas por la regla de los dieciocho. Donde hay dieciocho, habrá diecinueve. ¿Por qué es así?
Nadie pudo contestar.
–¿Dónde estoy? –preguntó el recién nacido décimonoveno. Alguien lo llevó aparte para instruirlo.
Quedaban diecisiete. Un número estable.
–Y tenemos que averiguar –exclamó otro–, por qué todos los lugares son distintos, aunque no exista la distancia.
Ese era el problema. Uno está aquí. Después uno está allá. Así no más, sin movimiento, ni motivo. Y sin embargo, sin moverse, uno está en otro lugar.
–Las estrellas son frías –exclamó uno.
–¿Por qué?
–Debemos dirigirnos a Contestador.
Porque habían oído las leyendas, conocían los cuentos. "En una época hubo una raza, muy parecida a nosotros, y ellos sabían: y se lo contaron a Contestador. Después se fueron adonde no hay lugar, sino mucha distancia."
–¿Cómo llegamos allí? –exclamó el recién nacido décimonoveno, ahora saturado de conocimiento.
–Vamos –y los dieciocho se esfumaron. Quedó uno. Miró con tristeza la extensión enorme de una estrella helada, después también se esfumó.

–Las antiguas leyendas son ciertas –jadeó Morran–. Allí está.
Habían salido del sub-espacio en el lugar del que hablaban las leyendas, y ante ellos se encontraba una estrella distinta a cualquier otra estrella. Morran inventó una clasificación para ella, pero no importaba. No había otra semejante.
Moviéndose alrededor de la estrella había un planeta, y también éste era distinto a cualquier otro planeta. Morran inventó motivos, pero no importaban. Aquel planeta era el único.
–Ajústese las correas, señor –dijo Morran–. Aterrizaré con la mayor suavidad posible.

Lek llegó ante Contestador, moviéndose rápidamente de estrella en estrella. Alzó a Contestador en su mano y lo miró.
–Así que tú eres Contestador –dijo.
–Sí –dijo Contestador.
–Entonces dime –dijo Lek, instalándose cómodamente en una brecha entre las estrellas–. Dime qué soy.
–Una parcialidad –dijo Contestador–. Un indicio.
–Vamos, vamos –murmuró Lek, herido en su orgullo–. Puedes contestar algo mejor que eso. Escucha. El propósito de mi pueblo es juntar púrpura, y hacer un montón con ella. ¿Puedes decirme el verdadero significado de esto?
–Tu pregunta no tiene sentido –dijo Contestador.
Sabía qué era en realidad la púrpura, y para qué era el montón. Pero la explicación quedaba oculta dentro de una explicación más amplia. Sin ésta, la pregunta de Lek era inexplicable, y Lek no había logrado plantear la pregunta verdadera.
Lek hizo otras preguntas, y Contestador no pudo contestarlas. Lek consideraba las cosas a través de sus ojos especializados, extraía una parte de la verdad y se negaba a ver más. ¿Cómo comunicarle a un hombre ciego la sensación del verde?
Contestador no lo intentó. No se suponía que debiese hacerlo.
Por último, Lek dejó escapar una risa desdeñosa. Uno de sus pequeños puntos de apoyo llameó ante el sonido, después se apagó otra vez, hasta llegar a su intensidad normal.
Lek partió, dando rápidos trancos de estrella a estrella.

Contestador sabía. Pero tenían que hacerle las preguntas correctas ante todo. Meditó en esta limitación, mirando las estrellas que no eran grandes ni pequeñas, sino exactamente del tamaño adecuado.
Las preguntas correctas. La raza que construyó a Contestador tendría que haber tomado esto en cuenta, pensó Contestador. Tendrían que haber pensado en el sinsentido semántico, haberle permitido intentar una revelación.
Contestador se contentaba con murmurar las respuestas para sí.

Dieciocho criaturas llegaron ante Contestador, ni caminando ni volando, sencillamente aparecieron. Temblorosas en el frío resplandor de las estrellas, alzaron los ojos hacia la maciza forma de Contestador.
–Si no hay distancia –preguntó una–, ¿entonces cómo pueden las cosas estar en otros lugares?
Contestador sabía qué era la distancia, y qué eran los lugares. Pero no podía contestar la pregunta. Existía la distancia, pero no como la veían estas criaturas. y existían los lugares, pero de un modo distinto al que esperaban las criaturas.
–Replanteen la pregunta –dijo Contestador, esperanzado.
–¿Por qué somos cortos aquí –preguntó uno– y largos allí? ¿Por qué somos gordos allá, y cortos aquí? ¿Por qué son frías las estrellas?
Contestador sabía todas las cosas. Sabía por qué eran frías las estrellas, pero no podía explicarlo en términos de estrellas o frialdad.
–¿Por qué existe una regla de los dieciocho? –preguntó otro–. ¿Por qué cuando nos juntamos dieciocho, surge otro?
Pero como es lógico la respuesta era parte de una pregunta distinta, más amplia, que nos había sido planteada.
Surgió otro por la regla de los dieciocho, y las diecinueve criaturas desaparecieron.

Contestador murmuraba las preguntas correctas para sí, y las contestaba.

–Lo logramos –dijo Morran–. Bueno, bueno.
Palmeó a Lingman en el hombro, levemente, porque Lingman podía hacerse pedazos.
El viejo biólogo estaba cansado. Tenía el rostro hundido, amarillo, arrugado. Ya se le veía el cráneo en los prominentes dientes amarillos, en la nariz pequeña y chata, en los pómulos salientes. Era como si el esqueleto se le viera a través de la piel.
–Sigamos adelante –dijo Lingman. No quería perder tiempo. No le quedaba tiempo que perder.
Cubiertos los dos con cascos, recorrieron el pequeño sendero.
–No tan rápido –murmuró Lingman.
–De acuerdo –dijo Morran.
Avanzaron juntos, a lo largo del obscuro sendero del planeta que era distinto a todos los demás planetas, que volaba solo alrededor de un sol distinto a todos los otros soles.
–Por aquí –dijo Morran.
Las leyendas eran explícitas. Un sendero, que llevaba a escalones de piedra. Escalones de piedra que daban a un patio. Y entonces... ¡El Contestador!
Para ellos, Contestador parecía una pantalla blanca instalada en un muro. Ante sus ojos, Contestador era muy sencillo.
Lingman entrelazó las manos temblorosas. Aquello era la culminación de una vida de trabajo, de financiación, discusiones, desenterramiento de trozos de leyendas, que terminaba allí, en ese momento.
–Recuerda –le dijo a Morran–. Nos escandalizará. La verdad será distinta a todo lo que hayamos imaginado.
–Estoy preparado –dijo Morran, con los ojos llenos de éxtasis.
–Muy bien, Contestador –dijo Lingman, con su vocecita delgada–. ¿Qué es la vida?
Una voz habló en el interior de sus cráneos.
–La pregunta no tiene sentido. Por "vida", el Interrogador entiende un fenómeno parcial, inexplicable excepto en términos del todo al que pertenece.
–¿De qué es parte la vida? –preguntó Lingman.
–Esa pregunta, en su forma presente, no admite respuesta. El Interrogador sigue considerando la "vida" desde su ángulo personal, limitado.
–Entonces conteste en sus propios términos –dijo Morran.
–El Contestador sólo puede contestar preguntas –Contestador pensó una vez más en la triste limitación impuesta por sus constructores.
Silencio.
–¿El universo se expande? –preguntó Morran con confianza.
–"Expansión" es un término inaplicable a la situación. El universo, tal como lo ve el Interrogador, es un concepto ilusorio.
–¿Puede usted decirnos algo? –preguntó Morran.
–Puedo contestar cualquier pregunta válida que tenga que ver con la naturaleza de las cosas.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
–Creo que entiendo lo que quiere decir –dijo Lingman con tristeza–. Nuestros supuestos básicos están equivocados. Todos.
–No puede ser –dijo Morran–. La física, la biología...
–Verdades parciales –dijo Lingman, con un gran cansancio en la voz–. Al menos hemos determinado eso. Hemos descubierto que nuestras deducciones concernientes a los fenómenos observados están equivocadas.
–¿Pero y la regla de la hipótesis más simple?
–Es sólo una teoría –dijo Lingman.
–Pero la vida... seguramente él puede contestar qué es la vida.
–Mírelo desde este punto de vista –dijo Lingman–. Suponga que usted preguntara "¿Por qué nací bajo la constelación de Escorpio, en conjunción con Saturno?" Yo no podría contestar su pregunta en términos del zodiaco, porque el zodíaco no tiene nada que ver con ello.
–Entiendo –dijo Morran lentamente–. El no puede contestar preguntas en términos de nuestros supuestos.
–Así parece. y no puede alterar nuestros supuestos. Está limitado a preguntas válidas: lo que implica, al parecer, un conocimiento que nosotros no tenemos.
–¿Ni siquiera podemos hacer una pregunta válida? –preguntó Morran–. No puedo creerlo. Tenemos que conocer algún supuesto básico –se volvió hacia Contestador–. ¿Qué es la muerte?
–No puedo explicar un antropomorfismo.
–¡La muerte un antropomorfismo! –dijo Morran, y Lingman se volvió con rapidez–. ¡Ahora estamos llegando a alguna parte!
–¿Los antropomorfismos son irreales? –preguntó.
–En principio, los antropomorfismos pueden ser clasificados como: A, verdades falsas, o B, verdades parciales en términos de una situación parcial.
–¿Cuál de los dos tipos es aplicable aquí?
–Ambos.
Fue todo lo que consiguieron. Morran no pudo sacarle nada más a Contestador. Los dos hombres se esforzaron por horas, pero la verdad se alejaba cada vez más.
–Es enloquecedor –dijo Morran, rato después–. Esta cosa tiene la respuesta para el universo entero, y no puede decírnosla a menos que hagamos la pregunta correcta. ¿Pero cómo se supone que podemos llegar a saber la pregunta correcta?
Lingman se sentó en el suelo, apoyándose contra un muro de piedra. Cerró los ojos.
–Salvajes, eso es lo que somos –dijo Morran, paseándose ante Contestador–. Imagine a un bosquimano que se acerca a un físico y le pregunta por qué no puede disparar su flecha y clavarla en el sol. El científico sólo puede explicarlo en sus ,propios términos. ¿Qué pasaría?
–El científico ni siquiera lo intentaría –dijo Lingman, con voz apagada–. Conocería las limitaciones del interrogador.
–Espléndido –dijo Morran con furia–. ¿Cómo explicar la rotación de la tierra a un bosquimano? O mejor aún, ¿cómo explicarle la relatividad... manteniendo sin cesar el rigor científico en la explicación, desde luego?
Lingman, con los ojos cerrados, no contestó.
–Somos bosquimanos. Pero aquí la brecha es mucho mayor. Entre el gusano y el superhombre, tal vez. El gusano desea conocer la naturaleza de la basura, y por qué hay tanta. Oh, demonios.
–¿Nos vamos, señor? –preguntó Morran.
Los ojos de Lingman seguían cerrados. Los dedos huesudos estaban entrelazados, las mejillas más huecas. El cráneo emergía.
–¡Señor! ¡Señor!
Y Contestador sabía que ésa no era la respuesta.

A solas en su planeta, que no es grande ni pequeño, sino exactamente del tamaño indicado, Contestador espera. No puede ayudar a la gente que va a verlo, porque incluso Contestador tiene restricciones.
Sólo puede contestar preguntas válidas.
¿Universo? ¿Vida? ¿Muerte? ¿Púrpura? ¿Dieciocho?
Verdades parciales, semiverdades, pequeños fragmentos de la gran pregunta. :
Pero Contestador, a solas, murmura las preguntas para sí, las verdaderas preguntas, que nadie puede comprender.
¿Cómo podrían comprender las verdaderas respuestas?
Las preguntas nunca serán planteadas, y Contestador recuerda algo que sus constructores supieron y olvidaron.
Para plantear una pregunta uno ya debe conocer la mayor parte de la respuesta.

Por: Robert Sheckley
 
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