jueves, 24 de julio de 2008

El Napoleón del crímen


Febrero 27th, 2008 Pertenece a Juntaletras, Visto y oído

El material del que nacen las leyendas es, a menudo, trivial. En la mente de casi cualquier aficionado al género policiaco la figura del profesor Moriarty se alza como el gran enemigo de Holmes, su némesis oscura, y uno tiene la sensación de que el detective de Baker Street y el malvado matemático pasaron media vida luchando el uno contra el otro.
Y sin embargo, si acudimos al canon holmesiano, vemos que Moriarty sólo aparece, y de forma fugaz, en una de las historias de Conan Doyle. Es mencionado, ya muerto, en un par de ellas más. Y en una de las últimas historias que su creador escribió sobre Holmes, el detective resuelve un misterio tras el que se adivina la mano del profesor.
Eso es todo. Un villano creado ex profeso para que Holmes y él se dieran muerte en las cataratas de Reichenbach y que, para Conan Doyle no tuvo la menor importancia: en aquel momento, cuando decide matar a su criatura en las páginas de «El problema final», necesitaba que Holmes se enfrentase a su mayor desafío, así que creó a ese temible profesor de matemáticas, poder en la sombra de una sobrecogedora conspiración criminal y enemigo juramentado de Sherlock Holmes.
Es probable que Conan Doyle no volviera a pensar en el personaje (salvo quizá en sus pesadillas, donde sin duda no podría evitar identificarse con él, visto el fallido intento que ambos habían llevado a cabo para hacer desaparecer a Holmes del mundo). En «La casa deshabitada», donde Holmes vuelve de entre los muertos, el profesor sigue fallecido y es con uno de sus lugartenientes, el coronel Sebastian Moran, con quien se las ve el detective. Más adelante, en otro relato, Holmes comenta de pasada que Londres se ha vuelto muy aburrido desde la muerte de Moriarty.
Eso, unido a su sombra en la tardía novela El valle del terror, es todo el rastro de Moriarty que hay en el canon holmesiano.
En realidad son los epígonos de Conan Doyle los que, encaprichados del temible profesor, hacen de él la criatura terrible y poderosa que hoy puebla la imaginación popular, y ellos son los verdaderos responsables de que el personaje alcance su verdadera estatura de “Napoleón del crimen”, tal y como Holmes lo describe la primera (y casi la última) vez que habla de él en el canon.
Y es curioso que buena parte de ellos sigan la tesis que nace al amparo de una frase de la espléndida biografía Sherlock Holmes de Baker Street escrita por W. S. Baring-Gould y donde se comenta que el joven Holmes sufrió lo indecible a manos de su preceptor de matemáticas, el profesor Moriarty. No sabemos cómo llegó Baring-Gould a esa conclusión (ese es uno de los aspectos más fascinantes y al tiempo más irritantes de su libro: lo poco que se molesta en explicar de dónde saca o en qué lugar ha documentado muchos aspectos de su biografía) pero los autores que se enfrentaron con Holmes después de la muerte de Conan Doyle parecen haberla encontrado terriblemente interesante.
Algo que podemos ver incluso en producciones cinematográficas como El secreto de la pirámide, donde se nos presenta a un Holmes adolescente cuyo primer villano es uno de sus profesores y que casi acabada la proyección (de hecho después de los créditos finales) se nos revela como Moriarty. La película, que contradice con alegría algunos de los más importantes hechos establecidos por el canon (la forma en que Holmes y Watson se conocieron, sin ir más lejos), es poco más que un agradable divertimento que, sin embargo, tiene en su haber el mérito de haberse anticipado en unos cuantos años a ese steam-punk que no hace mucho parecía de moda en las producciones cinematográficas de Hollywood y cuyo último ejemplo podría ser el fallido remake de La máquina del tiempo. También cuenta con el aliciente añadido de ser una de las primeras producciones cinematográficas donde uno de los personajes es creado digitalmente: el caballero medieval que se escapa de la vidriera de una iglesia.
En su primera novela, Nicholas Meyer ahonda en la tesis de Moriarty como profesor de matemáticas de un joven Holmes, y va unos cuantos pasos más allá, al hacerlo en parte responsable de la adicción a la cocaína del detective, adicción de la que se curará gracias a los esfuerzos del doctor Watson, su hermano Mycroft y el doctor Sigmund Freud. La novela fue editada en castellano como Elemental, doctor Freud (el mismo título que tuvo aquí la película basada en ella), con lo cual se perdía por completo la referencia canónica de su título original, ese The Seven-per-cent solution (La solución al siete por ciento) que hace alusión precisamente a la dosis de droga que Holmes se inyectaba tres veces al día.
Meyer es más conocido como director de cine y guionista que como novelista, especialmente entre los aficionados a Star Trek al haber sido director de la segunda y sexta películas de la serie y co-guionista de la cuarta, lo que no nos debe hacer olvidar su Los pasajeros del tiempo (Time after time) donde un H. G. Wells encarnado por un convincente Malcolm McDowell viajaba al siglo XX en persecución de Jack el Destripador -interpretado por ese secundario de lujo que es David Warner- para enamorarse, ya en nuestra época, de una Mary Steenburgen que parece condenada a tener romances con viajeros en el tiempo (véase si no Regreso al Futuro. Parte III).
En general, Meyer no ha tenido demasiada fortuna con los títulos en castellano de sus novelas. Su obra The Canary Trainer -El amaestrador de canarios, que de nuevo es una alusión a una frase de los relatos canónicos holmesianos-, donde enfrentaba a Holmes con nada menos que El fantasma de la Ópera de Gaston Lerroux, fue traducida en nuestro país como El ángel de la música. Por no mencionar que el traductor de Elemental, doctor Freud decide que “air guns” (fusiles de aire comprimido, como el que usa Sebastian Moran para intentar matar a Holmes) son en realidad “cañones antiaereos”.
Los giros de tuerca que los distintos autores han ido dando a la relación entre Holmes y Moriarty van de lo sorprendente a lo descabellado, con ocasionales incursiones en lo estúpido y alguna que otra idea brillante. En La última aventura de Sherlock Holmes, Michael Dibbin entrecruza los destinos de Holmes, Moriarty y Jack el Destripador en una historia que, aunque empieza a volverse previsible hacia la mitad, funciona sin problemas y aprovecha los puntos oscuros de las historias canónicas para meter de rondón entre ellos su propia teoría. Es una buena novela y quizá una de las historias donde la relación entre Holmes y Watson está explorada con más cariño e inteligencia. Algunas de sus páginas son desgarradoras, sin duda.
En la antología Sherlock Holmes a través del tiempo y del espacio, el temible profesor asoma unas cuantas veces y en algunos casos lo hace con cierta gracia. Reconozco que mi favorita de entre todas las historias de esa antología es la narración del Club de los Viudos Negros, de Isaac Asimov, donde Henry, el sagaz camarero del club, desvela el terrible contenido de La dinámica de un asteroide, el tratado de matemáticas que escribió Moriarty y que asombró y horrorizó a los científicos de su tiempo.
En Star Trek, la nueva generación, una recreación virtual de Moriarty (producto de Data, obsesionado por el detective victoriano y sus procesos mentales) pone en apuros en más de una ocasión a la tripulación del Enterprise. Ese Moriarty es un personaje fascinante y atractivo cuya historia, por desgracia, terminará resolviéndose de forma apurada y poco satisfactoria en un episodio de la séptima temporada (que estuvo dedicada, fundamentalmente, a ir atando cabos sueltos argumentales).
Pero quizá el autor que ha sabido dar un giro más sorprendente a la relación entre Holmes y Moriarty haya sido Robert Lee Hall, en cuyo Adiós, Sherlock Holmes explora la lucha entre ambos desde la perspectiva de la ciencia ficción. Estamos ante una novela que usa los elementos más intrigantes del canon (la reserva de Holmes a hablar de sí mismo, lo poco que se sabe de su juventud, el excéntrico carácter de su hermano) precisamente para contradecirlo y mostrarnos la verdadera historia que yace detrás. Cuenta con la virtud añadida de hacer que sea Watson el verdadero protagonista de la obra, un Watson que se ve obligado a investigar el pasado de su amigo sólo para descubrir que gran parte de lo que sabía de éste no era más que una cortina de humo. A medida que Watson va descubriendo el pasado oculto de su amigo podríamos sospechar que los derroteros que va la historia no serán muy distintos que los de La última aventura de Sherlock Holmes.
Afortunadamente no es así.
No desvelaré el final de la obra salvo para comentar que es, posiblemente, uno de los pastiches holmesianos más brillantes que he leído y con un giro de tuerca final tan bien fundamentado en elementos del canon que, después de leerla, uno casi podría pensar que Conan Doyle tenía algo parecido en mente pero nunca se decidió a escribirlo. Es cierto que resulta difícil de encontrar (sus dos ediciones en castellano, la de Planeta y la de Valdemar, hace tiempo que están fuera de circulación) pero pese a todo recomiendo a cualquier aficionado a la literatura holmesiana que intente buscarla. No quedará defraudado.
Una de las últimas apariciones públicas del profesor Moriarty ha sido en la serie de cómics (y en la mediocre película basada en ella) The League of Straordinary Gentlemen, obra de Alan Moore y Kevin O’Neill y donde el guionista de Watchmen y From Hell construye una deliciosa historia steam-punk al tiempo que narra la fundación del servicio secreto inglés, cuyos primeros agentes son nada menos que Mina Harker, el Doctor Hyde, Allan Quatermain, el capitán Nemo y Hawley Griffin, enfrentados a un anónimo (aunque fácilmente reconocible) doctor oriental por la posesión de la cavorita del profesor Cavor. En su aparición en el cómic, Moriarty no se muerde la lengua al calificar a Holmes de “drogadicto sodomita” y otras lindezas por el estilo y Moore y O’Neill nos los presentan como un hombrecillo encorvado cuya apariencia y ademanes parecen una mezcla del Shylock de Shakespeare y el señor Scrooge de Dickens.
Es precisamente en los comics (concretamente en los de las dos grandes compañías editoras norteamericanas, Marvel y DC) donde Moriarty ha encontrado a dos de sus más destacados hijos espirituales. Tanto el Kingpin de los tebeos de Spider-man y Daredevil como, y especialmente, el Lex Luthor que John Byrne y Marv Wolfman diseñaron tras las Crisis en Tierras Infinitas, deben mucho a ese “Napoleón del crimen”, respetable ciudadano en apariencia y cabeza en la sombra de una todopoderosa organización criminal, cuyos planes por la dominación del mundo se ven frustrados una y otra vez por la intervención del héroe de turno, quien podrá poner coto a sus maquinaciones, pero nunca detenerlas por completo.
Tiene sentido. Al fin y al cabo, si un héroe sobrevive y tiene descendencia espiritual también deben hacerlo sus enemigos, o el héroe perdería todo sentido como tal. Así, mientras Sherlock Holmes siga vivo en la imaginación popular, Moriarty no terminará de morir jamás.

Publicado originalmente en Cosecha Roja (Bibliópolis, crítica en la red)
© 2002, 2008, Rodolfo Martíne

Hold On - Wilson Phillips

Con una mano escribo y con la otra me sostengo

Roberto Rubiano Vargas (Bogotá, 1952). Narrador, fotógrafo y realizador de documentales y videos. Ha publicado, entre otros, Gentecita del montón, El informe de Galves, Una aventura en el papel, En la ciudad de los monstruos, Alquimia de escritor y Vamos a matar al dragoneante Peláez.

El vino, el licor, el trago, o sea todos esos fermentos de frutos y cereales que alteran la percepción, son parte de una amplia farmacopea que el hombre ha utilizado -desde que vive en sociedad- para celebrar sus alegrías o calmar sus ansiedades. Por lo menos así lo registran los vestigios de vida cotidiana que reposan en los museos del mundo. Copas del más variado diseño, botellas y alambiques testimonian que desde hace miles de años la humanidad se emborracha con lo que puede. En Dinamarca, proveniente de la edad de bronce, se encontró un recipiente que contenía los restos de una bebida hecha de la fermentación de cereales. «Para obtener una tosca cerveza -menciona Antonio Escohotado- basta masticar algún fruto y luego escupirlo; la fermentación espontánea de la saliva y el vegetal producirá alcohol de baja graduación». Las leyendas orales, los primeros versos conocidos, la Biblia y otros libros de origen sagrado y ritual mencionan una y otra vez la presencia de productos embriagantes en la dieta cultural de la humanidad. «Ay de vosotros, los que os levantáis de mañana a beber vino y llegáis a la noche ebrios de vino» (Isaías, 5.11). Un cronista de América, Waman Poma de Ayala, recuerda en el siglo XVI: «De como avía borracheras y taquíes (danzas ceremoniales) y no se matavan ni reñían; todo era holganza y hazer fiesta». El alcohol como uso ritual, como diversión o como recurso de autoflagelación, tiene una larga lista de usos y costumbres. Hacia el año 1000, Snorri Sturlusson, en su Saga de los jefes del valle del Lago, se queja de que «los jóvenes desean quedarse en casa, sentados junto al fuego, llenándose la panza de hidromiel y cerveza. Por ello la valentía y el ardor se hallan en plena decadencia…». La religión católica, pese a condenar el consumo del alcohol, incluye el vino en su ceremonia principal para hacer a sus feligreses sangre y carne con el Mesías. En la tradición griega tiene a Dionisio, que en la latina pasa a llamarse Baco. Dos caras para la misma deidad de la borrachera. El licor como rito sagrado de transformación personal tiene una larga relación con la literatura. Malcolm Lowry, uno de los autores fulminados por el alcohol, considera que «la agonía del ebrio encuentra su más exacta analogía poética en la agonía del místico que ha abusado de sus poderes». En todo caso, sea como combustible de trabajo para algunos escritores o ingrediente químico para memorables personajes de novela, la lista de libros escritos bajo los vapores del alcohol o de ilustres escritores beodos es tan larga como la propia literatura. Aunque no cabe decir que literatura sea sinónimo de borrachera, sí puede creerse que sin el vino y sus celebraciones tal vez se habría perdido una buena parte del patrimonio literario de la humanidad. No todos los escritores son borrachos y muchos han llegado a cuestionar moralmente el licor. Catulo, poeta y borracho declarado, cantaba las glorias del vino pero también se burlaba del alcoholismo de sus contemporáneos, y de sí mismo, en el siglo I de nuestra era. Boccaccio describió con palabras precisas -«No hay nada que sea tan deshonesto que no pueda ser contado con palabras honestas»- los placeres de la cama y de la mesa así como la picaresca del siglo XIV en los cuentos de su Decamerón, antes de sufrir una transformación espiritual que lo llevó a renegar de esta obra. Tolstoi y Chejov despreciaron a los bebedores. Sin embargo, el proyecto de libelo antialcohólico más célebre puede ser el de Fedor Dostoievski (tahúr y bebedor él mismo, hijo de alcohólico), quien se propuso redactar un pequeño folleto en contra del alcoholismo titulado Los Borrachos y terminó escribiendo Crimen y castigo, una de las novelas esenciales de la literatura rusa del siglo XIX.
Cada literatura tiene su propia tradición alcohólica. El vino fue compañía inseparable del dramaturgo Lope de Vega, el poeta Francisco de Quevedo y, en general, del siglo de oro español. En su reciente saga sobre el Capitán Alatriste, Arturo Pérez-Reverte rinde homenaje al insigne poeta bizco, espadachín, burlón, borracho y mujeriego al dibujarlo en su ambiente natural de oscuros mesones y duelos a muerte con acero desnudo. Del mismo modo, la poesía francesa del XIX estaría incompleta sin Baudelaire y sin el licor de ajenjo. Sin el whisky habría sido imposible la existencia de Malcolm Lowry, quien en su relato Cruzando el canal de Panamá regaló las palabras que dan título a este escrito. El irlandés James Joyce también era adicto al whisky y Samuel Beckett, quien fue su secretario por un tiempo, heredó su gusto por las altas aguas escocesas. Sin el ron, a la obra de Ernest Hemingway le faltaría octanaje, y Robinson Crusoe habría sufrido mucho de no haber sido por los tres barriles de ron que Daniel Defoe le hizo salvar del naufragio. Hasta los escritores más insensibles a la botella se han interesado en algún borracho en cierto momento de su carrera, para incluirlo en sus obras como personaje.

EL BAR DE LOS ESCRITORES
Resulta obvio que el vino sea la bebida más relacionada con la literatura, porque después de la cerveza es una de las más antiguas formas de la ebriedad conocida por la humanidad. Lo probó Homero en el siglo I, bajo la forma de la retsina griega que también emborrachó a los amigos de Lawrence Durrell en Corfú, antes de la segunda guerra mundial, según lo contó su hermano Gerald, biólogo y humorista, quien hizo un amplio retrato de la familia Durrell en varios de sus libros. Se sirvió con abundancia bajo la forma de champaña en las fiestas en las cuales dilapidó su fortuna Alejandro Dumas y con moderación en las escasas visitas que recibió Marcel Proust, un autor que vivió de noche y durmió de día. La mayoría de escritores ha dejado una pequeña receta para el gran catálogo universal de la ebriedad. Raymond Chandler, el maestro de la novela negra y borracho profesional, dejó la receta del gimlet en su más acabada novela, El largo adiós. Escribió Chandler: «El verdadero gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al martini». A su vez Hemingway, en Islas en el golfo, incluyó su propia receta del daiquirí, que esencialmente consistía en eliminarle el azúcar. El maestro Faulkner, cuya afición a la botella se materializó en casi todos sus libros plagados de humo de tabaco y violencia, nunca dejó de destacar entre párrafo y párrafo el buen whisky de centeno, característico del sur de los Estados Unidos. Claro que la mayor parte correspondió a whisky destilado ilegalmente; como se nota en su relato Cuestión de leyes, «... no estaba dispuesto a permitir que ni George Wilkins ni nadie viniera a la región en la que él había vivido durante 45 años y se pusiera a hacerle la competencia en un negocio que, desde sus comienzos, venía trabajando cuidadosa y discretamente por espacio de 20 años; desde que montó su primer alambique (...) No tenía miedo de que George lograra robarle parte de su clientela de siempre con aquella especie de bazofia para cerdos que había empezado a fabricar hacía tres meses y a la que llamaba whisky». El ron, bebida de recios hombres de mar, pertenece con propiedad a la literatura del Caribe, aunque en el siglo XIX emborrachó a los piratas que acompañaron al tigre de la Malasia en su aventura libertadora narrada en muchas novelas de Emilio Salgari, a los marineros de Robert Louis Stevenson y a los aventureros de Jack London. Hemingway equipó al viejo Santiago que luchó durante tres días con el gigantesco pez devorado por los tiburones, en El viejo y el mar, con una pequeña dosis de buen ron cubano. También está presente, de manera discreta, en algunos pasajes de Alejo Carpentier y bajo la forma de daiquirís y mojitos en Tres tristes tigres, de Cabrera Infante. Fue cantado en la poesía de Nicolás Guillén y bebido por los jóvenes juerguistas de las últimas páginas de Cien años de soledad.
Existen bebidas muy regionales, como el pisco, que se encuentra en Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa. «¿Cuándo se jodió el Perú, Zabalita?», una de las más largas bebetas de la novela latinoamericana, pues está situada de principio a fin en un bar de Lima llamado La Catedral. El pisco está presente en la obra de otros escritores peruanos como José María Arguedas y en no pocos cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Aunque el cuento alcohólico esencial para este último, también bebedor y empedernido fumador (tanto que escribió un libro Sólo para fumadores), es Las botellas y los hombres, un encuentro entre un hijo arribista y su padre calavera durante el cual viven una larga borrachera de patético final que empieza con cerveza, sigue con pisco y termina con «champán». Otra bebida andina, la chicha, está presente en la obra de Jorge Icaza, de Arguedas y de Manuel Scorza. También acompañó las noches de bohemia pueblerina de Julio Flórez, el Jetón Ferro y otros poetas que escamparon de la guerra de los Mil Días en las chicherías donde se reunía la Gruta Simbólica a declamar los chispazos y versos festivos que caracterizaron la literatura bogotana de comienzos del siglo XX. Literatura de borrachos pueblerinos. En el caso del ecuatoriano Icaza, la chicha, el aguardiente y la cerveza son un recurso dramático para hundir a sus personajes, como el chulla Romero y Flórez, en el fondo de la desesperanza social donde habitan. A diferencia de Lowry, que considera la saga alcohólica una elección individual, Icaza recurre al alcohol como a un látigo para fustigar la miseria de la cultura andina. Horacio, en Rayuela, ofrece vino francés «de la casa» a los clochards junto a los puentes del Sena. Y con sus amigos del «club de la serpiente» lo consume con generosidad. Luego, en Buenos Aires, con Traveler y Talita, sigue bebiendo vino argentino para matizar tanto mate. Más al sur de los Andes, en El lugar sin límites, de José Donoso, la Japonesita y la Manuela le sirven vino chileno a don Alejo en un prostíbulo perdido en medio de los viñedos de la región vinatera austral. O más exacto sería decir en medio del infierno, el lugar sin límites. Cerca de este sitio, entre la tierra y el cielo, está Jorge Luis Borges, un autor cuya obra está llena de personajes que beben y sin embargo dejan la sensación de que no son un elemento de interés para el autor, sino tan sólo un recurso más de su juego literario. Son cuentos habitados por cuchilleros y borrachos que beben «copas», beben «ginebras», toman «cañas». Como los hermanos Nilsen, de La intrusa, borrachos, pendencieros y asesinos pasionales, que matan a la mujer que comparten para no dañar su relación filial. Es que en el amplio bar de los escritores todo cabe, todo vale.

OTRAS VOCES, OTROS TRAGOS
De las bebidas de otras latitudes podemos mencionar el vodka, que inspiró a Dostoievski y produjo repulsa al médico y cuentista Antón Chejov: «El ruso es un cerdo -escribió éste en una carta de viaje, en 1890-: si le preguntan por qué no come carne ni pescado, lo achaca a la ausencia de transporte. Sin embargo se encuentra vodka hasta en los pueblos más apartados de Rusia, y en la cantidad que a usted le plazca...». La cerveza, la bebida alcohólica más antigua del mundo, tiene un amplio listado de escritores adictos a ella. Empezando por los japoneses, quienes beben una variante de la cerveza que no tiene gas ni hace burbujas: el sake. Mishima, Oe, Tanizaki o el medio británico Kazuo Ishiguro hacen brindar una y otra vez a sus personajes con sake. Obviamente entre los autores cerveceros hay que citar a Günter Grass, aunque éste en sus libros parece más inclinado al aguardiente alemán. Baudelaire la odiaba -«Se trata de una bebida extraída de los excrementos de la ciudad»-, pero en cambio a Ernst Jünger (alemán también) le gustaba recordar el lema de una embotelladora: «La cerveza vuelve la sed agradable». Y Rousseau en su Emilio le acreditó diversos beneficios para la salud: «Ese hombre nunca ha bebido otra cosa que cerveza corriente; siempre se ha alimentado con verduras y nunca ha comido carne, salvo en ciertos banquetes que ofrecía la familia. Al presente tiene 113 años, oye perfectamente, tiene buen aspecto y camina sin bastón». En la actualidad la cerveza se consigue en abundancia (y enlatada) en esos moteles baratos y bares de mala muerte frecuentados por los personajes de Raymond Carver y Richard Ford, los más destacados autores de la reciente «literatura de garaje». .
Entre la larga lista de tragos regionales cabe mencionar el aguardiente colombiano, cuyo más destacado proveedor literario es el antioqueño Manuel Mejía Vallejo. Sus personajes lo consumen con el mismo entusiasmo con que su creador solía hacerlo. Jairo, en Aire de tango, bebía un trago de aguardiente antes de lanzar sus certeros cuchillos directo al pecho del enemigo. Las puntas ecuatorianas, un destilado de caña (alcohol al 98%), junto con la chicha, son parte del Chulla Romero y Flórez de Icaza. El tequila tiene un amplio catálogo bibliográfico, que va desde Los de abajo de Mariano Azuela hasta Bajo el volcán, aunque como recuerda Vicente Quirarte, «La Revolución no bastó para que el tequila se impusiera como bebida nacional». Los amigos de Ramón López Velarde bautizaron el estreno del vate como cronista con una botella de coñac. En su novela La batalla en el desierto, ubicada en pleno despliegue alemanista, José Emilio Pacheco subraya la urgencia de la clase media por acudir a bebidas extranjeras y «blanquear el gusto de los mexicanos».

COMBUSTIBLE LITERARIO
Cada escritor tiene, o tuvo, el trago que se merece. El vaso que acompañó sus cuitas de amor, sus momentos de depresión ante la incapacidad de iniciar una nueva novela, o la celebración de un nuevo contrato o algún premio literario. Pues siempre, en una u otra forma, el licor está junto a los escritores: como inspiración, como evasión o como diversión. Entre aquellos con vocación para escribir bajo los vapores del alcohol se destaca John O'Brien, autor de Leaving Las Vegas, novela sobre un borracho que decide morir desocupando botella tras botella. O'Brien, en la vida real, ayudó al alcohol a cumplir su mortífera labor pegándose un tiro. Pero el más destacado, sin duda, es Malcolm Lowry, quien no sólo llevó a cabo su obra borracho sino que elevó a categoría estética la larga borrachera del cónsul de Cuernavaca, protagonista de Bajo el volcán, su novela más conocida. Incluso un acucioso investigador literario hizo una relación de la diversidad y el número de tragos consumidos en esta novela, que es una obra de culto entre lectores y escritores del mundo entero. En ella se consumen todos los tragos occidentales, vodka, gin y whisky. Abundantes cantidades de tequila -«sabe a agua oxigenada o gasolina», dice uno de los personajes que dialogan con el cónsul mientras lo toman acompañado de sal con chile anaranjado- y diversas variedades de mezcal, la brava bebida mexicana que puede producir entre bebedores poco expertos alucinaciones y otras variantes psicodélicas. Aunque la embriaguez, el equívoco y la vida maldita fueron expresión del romanticismo de Shelley, Byron y demás colegas de fines del siglo XVIII, en realidad el protagonismo de los escritores borrachos, alcohólicos y perdidos vino a darse con el proceso de industrialización del siglo XIX. Un ejemplo típico es el de Edgar Allan Poe, quien murió víctima del delirium tremens en la puerta de una taberna. Charles Dickens, el cronista de la miseria urbana, hizo un retrato más bien patético de esos desalmados personajes abusadores de niños en Oliver Twist. Emilio Zola, a su turno, presentó la brutalidad del proletariado víctima del vino y la explotación patronal en Germinal.
Resulta curioso mencionar que la palabra «anarquía», que algunos comentaristas de libros relacionan con la vida de los escritores bohemios y borrachos, no tiene nada que ver con la realidad. Como nos recuerda Hans Magnus Ezemberger en El corto verano de la anarquía, los anarquistas eran personas de hábitos muy regulares, con compañeras o compañeros fijos y casi cero alcohol en su vida, el vino sólo era para cenar y poco más. Así que entre el anarquismo y la dipsomanía no existe relación alguna. Otra cosa es ir contra la corriente, o lo que hace unas décadas se llamó contracultura. El ajenjo, un licor que caracterizó la contracultura del siglo XIX, fue adoptado por poetas como Baudelaire, considerados malditos por la academia, que veía en sus aberrantes costumbres un delito contra la tradición cultural francesa: «Nada puede igualar, oh botella profunda, / el penetrante bálsamo que tu panza fecunda / guarda para el poeta de las piadosas voces». A esta generación de «flores del mal» pertenecen poetas como Verlaine y por supuesto el más maldito de todos, el joven Rimbaud que escribió, como se dice, su obra completa de un tirón y después se fue a traficar armas, marfil y toda clase de mercancías ilegales al África.Otra generación bañada en el alcohol industrial fue la que Gertrude Stein bautizó como la Generación Perdida. El grupo de Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Ford Maddox Ford y muchos otros que utilizaron el París de entreguerra para vivir de las ventajas del cambio de moneda y absorber el bagaje cultural que no existía en el provinciano Estados Unidos de la primera mitad del siglo XX. En uno de los cuentos de París era una fiesta, Hemingway refiere que cuando trabajaba en su hotel de Montmartre «guardaba una botella de kirsch que trajimos de la montaña y echaba un trago cuando se acercaba el fin de un cuento o el final de una jornada de trabajo». Sin embargo, Scott Fitzgerald fue el más destacado borracho de este grupo. Murió a los 46 años, en Hollywood, mientras trataba de reanudar su fallida carrera de guionista cinematográfico, víctima de un paro cardíaco. Estaba borracho al momento de morir. Después de esta generación siguió la generación Beat de la posguerra. Escritores que comenzaron a probar toda clase de embriagantes y estimulantes. Allen Ginsberg, Jack Kerouac o William Burroughs abrieron otra dimensión a la embriaguez y los estímulos a la percepción. Si bien se iniciaron con estimulantes bélicos como la benzedrina o la anfetamina, y fueron de los primeros experimentadores con el ácido lisérgico, siempre y sobre todas las cosas, se distinguieron por ser un grupo de ebrios militantes del alcohol en todas su variedades. El patrón supremo, Jack Kerouac, el más destacado narrador de la generación Beat, hizo una abundante obra literaria de tumbo en tumbo. Fue tan prolífico que escribió una novela, Del campo y la ciudad, en un largo rollo de papel para no perder tiempo con el cambio de hoja. Cuando mecanografiaron el rollo de manera normal dio una extensión de casi mil cuartillas. Su vida fue una larga borrachera ambientada por los sonidos originales de una música que influiría en todas las generaciones posteriores: el jazz interpretado por otro famoso borracho: Charlie Parker, sobre el cual -para completar la simetría- Cortázar escribió su conocido relato El perseguidor. Jack Kerouac falleció de una manera típica para un alcohólico: una hemorragia interna producto de la ruptura de las venas del esófago que no pudo ser controlada pese a las 17 transfusiones que le hicieron. Muerte parecida tuvo el irlandés Dylan Thomas, uno de los grandes poetas británicos de este siglo y conocido borracho. Murió en Nueva York, en el legendario Chelsea Hotel (habitación 206), antes de un recital, víctima de un ataque cardíaco. En este mismo hotel trabajó (borracho) O'Henry y murió (bebiendo) el poeta irlandés Brendan Behan. También bebieron (y escribieron) durante diversas épocas Tennessee Williams y Vladimir Nabokov. Por contradicción, el único que no se mató ni se drogó y casi ni bebió en él fue el padre de todos los vicios, don William Burroughs, quien opinaba que el Chelsea Hotel «Parecía haberse especializado en muertes de escritores célebres... (sin embargo) era un hotel sin problemas, aunque pasaban montones de cosas... asesinatos, suicidios, sobredosis...».
Los hoteles son lugar favorito de los escritores para vivir, para beber y para escribir. La lista es muy amplia y no caben sino unos pocos ejemplos. En hoteles vivió Jean Genet y por supuesto un impenitente borracho llamado Charles Bukowski. Hemingway escribió en el Dos Mundos de La Habana y en el Crillon de París. En moteles pasó mucho tiempo Raymond Carver y en moteles se desarrolló gran parte de la obra de Kerouac. Después de este autor y de la generación Beat, se desencadenó una frenética utilización de fármacos, licores y productos para machacarse el coco. Entre los años sesenta y el presente, la humanidad conoció más variedad de formas químicas para disfrutar de la alteración de los sentidos, que todas las culturas humanas anteriores. Por eso hoy la perdición no tiene ese toque de genialidad que se le atribuyó en el pasado. Ahora ser periquero o borracho no garantiza la genialidad ni nada parecido. La creciente pasión por la obra de un poeta como Raúl Gómez Jattin afortunadamente debe más a su calidad que a la afición de su autor por la marihuana y el Tres Esquinas.

SERVIR A DOS SEÑORES
Para escribir bajo los efectos de la ebriedad se necesitan condiciones culturales específicas. Tal vez una de las muchas diferencias entre el sistema de trabajo de los anglosajones y los hispanoamericanos es que mientras los primeros escriben en medio de la resaca o en la turbulencia de la borrachera, los segundos parecen necesitar que la ebriedad y el trabajo estén separados. Lawrence Durrell, autor del Cuarteto de Alejandría, por ejemplo, pese a su conocida capacidad para absorber alcohol era capaz de componer y dejar lista para imprenta una novela en siete semanas de trabajo. La energía para el trabajo, en condiciones alcohólicas, es muy común en los escritores anglosajones, pues su educación calvinista les impulsa a cumplir responsablemente con su cuota diaria de palabras escritas sin importar el alto grado de alcohol que circule por su sangre. William Faulkner tenía una habitación pagada en un hospital de Memphis para recuperarse de sus periódicas crisis de alcohol y de esta manera no interrumpir su trabajo, que se hacía manteniendo la caldera a todo vapor mediante amplias dosis de whisky de centeno. Graham Greene es otro autor que podía recoger información para sus documentadas novelas sin apearse de la botella. «El alcohol es como el amor -le hace decir Raymond Chandler a Terry Lennox en El largo adiós-. El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo único que hacemos es desvestir a la muchacha». Sin embargo, Chandler mezclaba largas horas dedicado a desvestir a la muchacha con disciplinadas jornadas para cumplir sus obligaciones editoriales y cinematográficas. En Hispanoamérica la situación es más bien inversa. En los años del famoso boom era conocida la decisión de Mario Vargas Llosa, que hasta el cigarrillo dejó con el argumento de que no podía servirse al mismo tiempo a dos señores, el de la molicie y el del trabajo. Gabriel García Márquez también cambió su estilo de vida, entre borrachos, putas y chulos, como cuenta Dasso Saldívar en su documentada biografía, para poder desarrollar su obra en la sobriedad de la vida familiar. Curiosa actitud ésta en un oficio como el de la literatura, una de cuyas características es que necesita cierta holgazanería para realizarse. Holgazanería que permite echar globos al aire y así crear un mundo paralelo al aburrido mundo cotidiano. Por eso, a lo largo de la historia de la literatura, la ebriedad ha estado presente como complemento de este oficio que mantiene al hombre entre el sueño y la realidad. Entre la mentira y la verdad. El oficio del encantamiento a través de la palabra.
 
Suscribete y recibe lo último de Viajero del Reino Digital