domingo, 7 de febrero de 2010

Albert Camus: un solitario solidario


I

Hace cincuenta años, el lunes 4 de enero de 1960, cerca de las dos de la tarde y en la ruta de Sens a París, un automóvil zumbante en velocidad excesiva chocó contra un árbol de la orilla de la carretera y se partió en dos. Al lado del vehículo la policía de caminos encontró tres cuerpos aún vivos: dos mujeres ligeramente heridas, un hombre moribundo, Michel Gallimard y, entre las láminas aplastadas de la carrocería, otro más, ya muerto, que sería reconocido gracias al documento de identidad. Muy poco después los atareados teletipos difundían al mundo la sensacional noticia: el cuerpo inmediatamente muerto en el choque del vehículo Facel-Vega era el de un francoargelino de 46 años de edad, casado, padre de dos niños, residente en París, que era simultánea y famosamente el escritor, el novelista, el dramaturgo, el ensayista Albert Camus, poseedor del premio Nobel de Literatura desde apenas tres años antes y mundialmente acreditado en el mundo como una de las voces morales de su tiempo.

Albert Camus había nacido el 4 de enero de 1913 en Mondovi, departamento de Constantine, Argelia. Su padre, Lucien Camus, era un modesto artesano originario de Alsacia que en1914, el año inicial de la Primera Guerra Mundial, murió como flamante soldado suavo en la primera batalla del Marne y dejó en el infortunio a la señora Catherine Sintes de Camus, argelina de origen español, y dos hijos: Albert y su hermano un poco mayor. Desde 1919, gracias a una beca, Albert ingresa en la escuela pública de la ciudad de Argel, y después en un instituto de educación secundaria donde encuentra un maestro, Louis Germain, un santo laico que lo instruye en las letras, en las virtudes intelectuales y morales que debe tener “un buen pobre” y en la práctica del futbol amateur, que, como dirá más tarde, es también una buena disciplina intelectual y moral.

En la juventud Albert lee ávidamente a filósofos y novelistas, detiene o encaja goles como heroico guardameta del equipo de futbol de la Universidad argelina y desde 1930 sufre los síntomas de la tuberculosis, por la que debe renunciar a sus recién iniciados estudios formales de Filosofía, que, por lo visto, no resultan particularmente fortalecedores de los pulmones aunque sí de la mente, y entra de oficinista menor en la Prefectura de Argel, donde el poco trabajo y los extensos paréntesis de ocio le permiten ir sanando, fundar una compañía teatral con amigos y obreros franceses y musulmanes, practicar el futbol amateur, frecuentar las playas para nadar hasta la línea del mar abierto, broncearse tendido bajo el totalitario sol africano y galantear a las morenas bañistas, quienes lo encuentran apuesto a pesar de ser doblemente chato por tener breve la nariz y por apellidarse Camus (que en francés significa... chato, precisamente); y ha comenzado a escribir paginas de prosa narrativa y ensayística que publica entre sus trabajos de reportero en el periódico Alger républicain, dirigido por su amigo Pascal Pia.

Desde sus primeros reportajes acerca de la miseria de los trabajadores musulmanes de Argel, con los cuales, veinte años antes del estallido del conflicto argelino, fue de los primeros en lanzar la voz de alarma acerca de la condición proletaria en su país, Camus se gana una buena fama en los medios cultos de Argelia y de París y un destacado renglón en la lista negra de la policía argelina, que, sabiéndolo cercano al Partido Comunista, empieza a hostigarlo. Entonces ha llegado para el joven periodista el momento de salir hacia el mundo. Y el mundo entero, para un joven intelectual de cualquier país subdesarrollado, es la capital por excelencia de la cultura: París, la Ciudad Luz (¿cuál otra en aquel entonces?).

En París y después de meses de hambre y de dormir a veces bajo algún puente del Sena (río culto que fluye entre orillas de libros, según Apollinaire), Camus obtiene trabajo en el diario Paris-Soir, donde no tardará en ser nombrado redactor jefe. En 1933, habiendo, como decía, “aprendido el socialismo no en Marx, sino en la vida”, ingresa en el Partido Comunista, pero no tarda en abandonarlo, hastiado del dogmatismo marxista-leninista y decepcionado por algunas noticias acerca de la atroz dictadura de Stalin, quien ya ha comenzado a encerrar a campesinos y obreros en campos de concentración y a aniquilar, mediante tribunales y juicios ad hoc, a intelectuales y líderes de la vieja guardia comunista. De ahí en adelante será un hombre de izquierda sin militar en ningún partido, será un solitario solidario, que, pasada la medianoche, al salir de la imprenta del periódico, va con algunos obreros, redactores, correctores y linotipistas, hombres puros de pensamiento libertario, de una feroz intransigencia moral, a beber las copas de la convivialidad y de la discusión sobre la actualidad política en un pequeño bar de suburbio en cuya estantería el bartender tiene, entre las botellas de licor, una pequeña biblioteca ácrata (Proudhon, Bakunin, Kropotkin, el primer Max Stirner, acaso el Tolstoi filolibertario, etc.). Con algunos de esos camaradas Camus alquila un apartamento amueblado de la calle Jaude, donde se forma una especie de falansterio alrededor de la “caja del “fondo comunitario”: la lata en la que mujeres y hombres depositan el dinero de sus pagas.

Allí, Albert, desde las dos de la madrugada, con un eterno cigarrillo Gitane entre los labios, con un vaso de vino tinto cerca de las cuartillas, ha empezado a escribir, a mano, pues aún carece de máquina de escribir propia, su primera novela:L’étranger.

II

En 1942, en Francia ocupada por las fuerzas de Hitler, un libro titulado L’étranger (El extranjero), primera novela de un autor hasta entonces casi desconocido, salvo de algunos lectores por sus artículos periodísticos en Paris Soir y del público que lee el furtivo Combat (el periódico de la Resistencia), sacudió los círculos intelectuales y literarios de París y no tardaría en hacerlo en los del mundo. Albert Camus, robando horas al cansancio de su doble actividad periodística, la había escrito acaso paralelamente a su libro-ensayo Le mythe de Sisiphe (El mito de Sísifo). Su protagonista y al mismo tiempo el narrador de su “caso” es un hombre común, pero será célebre como uno de los grandes personajes de la narrativa del absurdo, inscrita en la filosofía existencialista que Heidegger había iniciado en Alemania y que famosamente Jean-Paul Sartre, el maestro de pensar del joven novelista argelino, había ya importado a la literatura francesa con el plúmbeo ensayo El ser y la nada y la angustiosa y no menos plúmbea novela La náusea.

El argumento de El extranjero se inicia narrando la cotidianidad mediocre de Mersault, un pied-noir de Argel, un ciudadano blanco, oficinista menor de la burocracia estatal. Ese hombre común, de carácter apático pero entusiasta del goce sensual (el sexo, el sol, el mar), es llamado un sábado al asilo de ancianos donde ha fallecido su madre, y después de cumplir sin dolor manifiesto con los ritos comunes de la velada fúnebre, de la ceremonia religiosa y del entierro, reemprende inmediatamente su monótona vida habitual: esa misma tarde sabatina va al cine con su amante, Marie Cardona, a ver una película cómica. Al día siguiente, domingo, va con su amigo Raymond a una playa común aledaña de un barrio árabe. Allí, y en el único momento violento de la novela, los amigos tienen una reyerta con dos árabes que perseguían a Raymond por un lío con una mujer. Apuñalado en un brazo, Raymond trata de disparar un revólver, Mersault se lo arrebata para impedir asesinato, y, agobiado por el insoportable calor canicular, vaga por la playa, reencuentra por casualidad al árabe heridor de su amigo, y desapasionadamente, como cediendo a un abotagamiento bajo la conspiración del sol cegador, el calor, el revólver inconscientemente empuñado y el propio hastío, dispara contra el árabe. “Y el disparo fue como un aldabonazo en la puerta de la desdicha”.

Así termina la primera parte de la novela, que aunque desarrollada desde la voz narrativa del protagonista, tiene un tono en apariencia “objetivo”, en el que algunos críticos creyeron detectar la influencia del roman noir norteamericano: la novela detectivesca de Hammet, Chandler y otros. Esa influencia la negaría el mismo Camus, y por lo demás, si alguna hubiera, ya no es visible en la segunda parte de la novela, ahora narrada desde la subjetividad de Mersault, que asiste, pasivo y a veces divertido, a su proceso criminal y va desarrollando la conciencia del absurdo de su existencia como de cualquier existencia humana. Objeto de la justicia, no asumiéndose como un criminal, se siente extranjero en la realidad común, un hombre desligado de los valores morales que pretenden dar sentido a la vida. Ahora es un (no profesional) pensador del absurdo: indiferente al bien y al mal: para él lo que llamamos vida es sólo existencia pura y simple, el mundo no tiene ni acata una significación, es impasible ante el goce o el dolor de los hombres. En Mersault ha nacido una suerte de conscientemente inútil revuelta interior: la vida es absurda y sólo consentir lúcidamente (¿e irónicamente?) en ello le da un sentido.

Camus aclararía en el ensayo El mito de Sísifo esa filosofía, digamos “mersaultiana”, con la que se matiza su pensamiento existencialista heredado de Sartre (que lo heredó de Heidegger). Si el antihéroe camusiano se afirma en la revuelta inútil ello se debe a que, en los últimos momentos de condenado a muerte, su conciencia despierta y le revela “la indiferencia del mundo” ante los afanes, las pasiones y la gesticulación de los hombres. Pero, entre el sí y el no de la conciencia, el ensayo, tal vez escrito paralelamente a la novela, incide en una idea afirmativa: Sísifo, el hombre inmerso en el mundo absurdo, consciente de la inutilidad, del sinsentido de reiteradamente subir la enorme roca hasta la cima de la montaña, decide que con eso da un sentido y hasta un gozo a su existencia y a la condición humana. Sísifo es “más fuerte que la roca que carga”, y, en ese acto de pura voluntad, se asigna a sí mismo la esperanza de una razón de vivir.

Sartre, el inicial “maestro de pensar” del joven novelista de veintisiete años, elogióEl extranjero en un famoso ensayo. Camus conquistaba temprana celebridad como un brillante escritor aparentemente “amoralista”; pero durante sus años de la Resistencia contra la ocupación alemana, en los que escribía sus lúcidos editoriales en el furtivo Combat, fue teniendo una evolución filosófica y moral que se manifestará en su segunda novela, publicada en 1947: La peste.

III

Durante los años de su actividad en la Resistencia francesa como redactor-jefe del clandestino periódico Combat, Albert Camus había aprendido a desconfiar de cualquier pensamiento absurdo pero racionalizado y legitimador de los paladines del totalitarismo. En el drama Calígula (concebido en 1937 y representado, en 1945, unos meses antes de la liberación de París) había puesto en escena a una especie de alucinado héroe de la absurdidad, un tirano que, tras la muerte de la amada esposa, dedica su poder a vencer el absurdo por el exceso del absurdo y a imponer un reinado de la arbitrariedad, del capricho y el crimen. En el último acto, el tirano, comprobando que por haber “tomado partido contra los hombres” ha fracasado su quimera, se entrega a los puñales de los patricios conjurados gritando: “¡A la Historia, Calígula, a la Historia”, y profiere en un estertor: “¡Aún estoy vivo!”.

La pesadilla de la guerra mundial había terminado, pero no se habían acabado las diversas formas de poder total y las variantes del tirano Calígula. Hitler y Mussolini habían muerto, pero persistían dictadores como, por ejemplo, Franco y Stalin, quienes, basados en ideologías divergentes, ejercían el poder total en España y en la Unión Soviética. La pesadilla de la Historia (que decía James Joyce por boca de Stephen Dedalus en el Ulises) no había abandonado el mundo y combatirla seguía siendo una razón de ser, de actuar, de escribir que frente a un renaciente orden absurdo era una tranquila esperanza y una labor cotidiana: “Pesimista en cuanto a la condición humana, soy optimista en cuanto al hombre”, dice Camus y ese pensamiento subyace en La peste (1947), una novela alegórica que, inspirada por la invasión hitleriana, alude a cualquier orden totalitario.

Abierta desde este justificatorio epígrafe tomado del novelista inglés Daniel Defoe: “Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe”, la segunda novela de Camus —cuyo esquema alegórico es enriquecido con la narración y la descripción realistas de la ciudad argelina de Orán imaginariamente ocupada por la epidemia y aislada del resto del mundo— comienza cuando, al salir de su cuarto de baño en una mañana primaveral, el doctor Bernard Rieux tropieza en el pasillo con una rata muerta. Una invasión de ratas enfermas ha inaugurado la peste. A partir de la invasión de los roedores la epidemia avanza en progresión geométrica sobre la cotidianidad ciudadana sin que las autoridades sanitarias puedan contenerla, y va cobrando un cada vez mayor número de víctimas. Las autoridades municipales declaran el estado de epidemia y desde ese momento Orán cierra entradas y salidas fronterizas y, como una ciudad sitiada en estado de guerra, resulta desprovista de toda comunicación con el exterior. Muchos ciudadanos se adormecen en el miedo o buscan cualesquiera formas de consuelo o diversión, otros más lucran con la miseria general, pero algunos como el doctor Rieux y su amigo Tarrou, unos pocos, procurando no perderse esporádicas ocasiones de goce del mero existir (por ejemplo tomándose una tregua para gozar de la playa, del sol, de la natación en el mar), se enfrentan a la epidemia y la combaten como humildes y tenaces héroes civiles, se esfuerzan en las labores médicas y en cualquier forma de socorro a los enfermos. Y, tras los días infernales de la tan concreta como simbólica ocupación de Orán por las ratas, la ciudad queda liberada de la plaga.

Los trabajos de Rieux, Tarrou y otros valientes, en el modo de un heroísmo pacífico, humilde y cotidiano, han ayudado a que la ciudad se salve recobrando la salud. Pero en el final de la novela, publicada en los días en que el mundo se recupera de las invasiones nazis, descubrimos que el cronista del combate a la plaga, es decir, el “cronista” desde el interior de la novela, es el mismo doctor Rieux, que concluye su testimonio en un tono de advertencia:

“Escuchando, en efecto, el griterío alegre que ascendía de la ciudad, Rieux pensaba que esa alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía algo que aquella alegre muchedumbre ignoraba y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere, que puede permanecer durante decenas de años adormecido en los muebles y en las sábanas, que pacientemente espera en las habitaciones, en los sótanos, en las maletas y hasta en los pañuelos y en los viejos papeles, y que tal vez llegaría el día en que, para desgracia y para enseñanza de los hombres, la peste volviese a despertar a sus ratas y a enviarlas con la muerte a una ciudad dichosa.”

La segunda novela de Camus es una extensa, una intensa metáfora del Mal representado por la epidemia, la cual representa al orden nazi, el cual a su vez representa a cualquier orden totalitario… y simultáneamente a otra perpetua plaga: el terrorismo de grupo o de Estado y sus ideologías justificadoras. Y de esa plaga Camus tratará en 1951 en L’Homme revolté (“El hombre en revuelta”, mejor que “El hombre rebelde”), un perturbador ensayo sobre la violencia terrorista y revolucionaria “justificada” por alguna ideología fervorosa y sistemáticamente humanitaria.

IV

Publicado en 1951, cuando el totalitarismo fascista ha sido vencido y destruido, pero queda en gran parte del mundo el totalitarismo sovietico, L’hommme revolté (El hombre en revuelta, título que propongo en lugar de El hombre rebelde, adoptado generalmente para las ediciones del libro en español), es el libro en que Camus, prolongando sus reflexiones de El mito de Sisifo y llevándolas al plano de la historia política, se interroga sobre el problema central del siglo XX exponiendo cómo unos hombres, en nombre de de alguna ideología y justificando alguna razón de Estado, han legitimado los totalitarismos asesinos. “Heatcliff, en Cumbres borrascosasaniquilaría a la Tierra entera por poseer a Cathie—dice el autor en las primeras líneas de la introducción y refiriéndose a los protagonistas de la poderosa novela de Emily Brontë—, pero no se le ocurriría decir que ese crimen es razonable o que es justificable por un sistema. Lo cumpliría, y allí concluye toda su creencia. (...) Pero a partir del momento en que, por falta de carácter, uno asume una doctrina, desde el instante en que se razona el crimen, éste toma todas las formas del silogismo” y conduce a los sistemas totalitarios, a “los campos de esclavos bajo la bandera de la libertad, a las matanzas justificadas por el amor al hombre o por el gusto de la superhumanidad”.

L’homme revolté reflexiona sobre la historia de la revuelta. Desde la Biblia y el pensamiento y la mitología de los griegos hasta los revolucionarios de los siglos XIX y XX, Camus interroga a algunas figuras tomadas de la religión, la filosofía, la literatura y la historia y sus movimientos políticos. Para Camus la revuelta histórica y política, que opone los hombres a quien los oprimen, es la consecuencia lógica de la revuelta metafísica. La literatura, desde los pensadores libertinos del siglo XVIII y desde Sade ha reivindicado la “negación absoluta” en forma de egoísta, frenética e ilimitada libertad del individuo; algunos dandis intelectuales y literarios surgidos del romanticismo han erigido una justificación de diversos estilos de satanismo; Ivan Karamazov desde la visionaria novela de Dostoyevski, y en revuelta metafísica llevada hacia la revuelta traducida en acto criminal, no justifica a un Dios que permite el dolor de los niños; desde el siglo XIX los nihilistas y los líderes revolucionarios de finales del siglo legitiman la razón esencial de su revuelta: sustituir el reino de Dios por el de la Justicia social, y, en consecuencia, los líderes políticos erigen a su vez, bajo ese explícita o implícita razón de actuar, alguna manera de Estado totalitario: el régimen fascista y el régimen soviético. El terrorismo de Estado elige la irracionalidad como en el Estado nazi, o la racionalidad, como en el socialista Estado soviético, y los dos sistemas ideológicamente contrapuestos se materializan en el horror de los campos de concentración y del exterminio metódico de disidentes o de la masa de sirientes reacios. O de o meros resistentes o de seres racialemente “inferiores”. Los dos sistemas de feroz capitalismo estatal a final de cuentas, ejercen una misma opresión y un parecido terror sobre los hombres concretos…aunque lo hacen para bien de los hombres futuros, es decir abstractos. Y Sísifo, trastocado en Prometeo y razonando y justificando su revuelta, se levanta hacia el poder, se vuelve César y legitima otro poder, el cual, como los anteriores, esclaviza y aterroriza y mata a los hombres prometiéndoles un futuro luminoso constantemente pospuesto… porque antes hay que cumplir con los deberes exigidos por la Historia erguida como sustituto del Dios desechado.

La publicación en 1951 de L’homme revolté, obra filosófica apasionada pero serena, provocó violentas polémicas más políticas más que filosóficas, la principal de las cuales comenzó desde la revista de Jean-Paul Sartre, maestro del pensar, jefe de conciencia de la intelectualidad comunista y procomunista, director de los paladines del “socialismo real” en la revista Les temps modernes y líder intelectual del marxismo dizque puesto al día, y, en torno a ellos, los escritores engagés, los comprometidos con el marxismo-leninismo correcto, más las legiones de militantes y simpatizantes (los llamados “compañeros de ruta” y los que Lenin llamaba los “tontos necesarios”), no podían admitir que se condenara a la correcta ideología “científica” y su dizque realización histórica en la Unión Soviética y en los países satélites. Mientras Sartre servía a la ruta ineludible de la Historia hacia la meta delhappy end, Camus “irresponsablemente” decía No y se salía de esa ruta arguyendo que era demasiado dura para los hombres realmente existentes. Y la campaña de un tono militante y casi militar en contra del inquietante cuestionador de la razón de ser del paraíso “socialista”, es decir en contra del desmentidor de la esperanza radiante de la humanidad soñada, se desencadenó en un modo montonero y notoriamente innoble.

V

En L’homme revolté (El hombre en revuelta) mostraba Camus cómo los revolucionarios que seguían una lógica hasta el final acababan convertidos en opresores y criminales, y cómo tal línea conducía a los disidentes “al mismo dilema: o la policía o la locura”. Camus contradecía así el mito de la revolución ideal conducida hacia un redentor Estado: oponía la lucidez crítica a la ideología de la sistematizada Revolución, abrazada por los intelectuales de la izquierda doctrinaria (y se ha visto que Camus no se equivocaba: se ha visto cómo a lo largo del siglo XX y en tiempos en que vivía Camus, y luego, en tiempos que su muerte en 1960 le impidió conocer, el mito revolucionario, traducido en acción sistemática, ha derivado hacia los sistemas totalitarios).

La polémica Sartre-Camus prendió en la intelectualidad internacional. Mientras Sartre en aquel tiempo declaraba estar a favor de la Historia, esto es: de los sistemas que según él hacían avanzar a la humanidad hacia el horizontes luminoso del socialismo realizado en el Estado, el de Stalin, el de Mao, y después los de Pol Pot y Castro, en cambio Camus, “solitario solidario” (según consideraba al personaje de uno de sus cuentos de El revés y el derecho), se situaba de parte de las víctimas, de quienes sufren la Historia bajo bajo sistemas totalitarios que se llaman comunistas, pero ejercen un capitalismo de Estado aún más feroz que el del sistema manifiestamente capitalista.

El tema originario de la discusión era el libro de Camus y particularmente sus críticas a la revolución erigida en Estado absoluto, pero muy pronto se hizo central un asunto específico: la existencia de los campos de concentración en la Unión Soviética. El encono y el anatema de Sartre y seguidores contra Camus, llevado hasta el punto de deformar su biografía (se llegaba a afirmar que Albert no había sido pobre en su infancia y su adolescencia), se debía a que el autor argelino denunciaba las injusticias de la razón de Estado en los países del socialismo autoritario.

En su respuesta, Sartre se asumía como paladín del sufriente proletariado y ocasional compañero de ruta de los comunistas defensores del Estado “socialista”; y decía, desde el pedestal de maestro del pensar: “Usted condena al proletariado europeo, porque no ha reprobado públicamente a los soviets, pero también condena a los gobiernos de Europa porque admitirán a España en la UNESCO; en este caso, sólo veo una solución para usted: las Galápagos. En cambio a mí, al contrario, me parece que la única manera de acudir en ayuda de los esclavos de allá es tomando el partido de los de aquí”.

Camus respondió lúcidamente al maquiavelismo sartriano, aunque ya sus respuestas estaban implícitas y explícitas, en L’homme revolté: “Acabando su historia a su manera, la revolución no se contenta con matar cualquier revuelta. Obliga a todo hombre, y hasta al más servil a ser responsable de que la revuelta haya existido y exista aún bajo el sol. En el universo de ese proceso, al fin conquistado y acabado, los pueblos de culpables caminarán sin tregua hacia una imposible inocencia bajo la mirada amarga de los Grandes Inquisidores”. Así “la contradicción última de la mayor revolución que haya conocido la Historia es que pretende la justicia a través de un ininterrumpido cortejo de injusticias y violencias”.

Octavio Paz, que estaba en París cuando se encendió la famosa polémica, y que había leído en publicaciones periódicas algunos adelantados capítulos de L’homme revolté, vivió los días fogosos del comienzo de la polémica, y daría su testimonio:

“En esos días Sartre estrenó Le Diable et le Bon Dieu. Fui a una representación y me impresionó la justificación jesuítica de la “eficacia” revolucionaria que contiene esa obra. A los pocos días comí con Camus y le dije: ‘Acabo de ver la pieza de Sartre y es una apología indirecta del estalinismo. Cuando aparezca el libro de usted, Sartre lo atacará’. Me miró con incredulidad y me respondió: ‘Tengo sólo tres amigos en el mundo literario de París. Uno de ellos es Malraux. Me he alejado de él por su posición política. A Sartre, me liga sobre todo una relación intelectual. El tercero, al que me une algo más que las ideas, es el poeta René Char —un amigo fraternal. Ninguno de los tres me atacará’. Me sorprendió su respuesta y le dije: ‘Sí, Malraux nunca lo atacará. Se lo prohíbe su estética heroica y teatral: sería un gesto indigno de su personaje. Char tampoco lo atacará: es un poeta y, esencialmente, coincide con usted —o usted con él. Pero Sartre es un intelectual y para él, a la inversa de Malraux, la vida de las ideas es la verdaderamente real (aunque en su filosofía pretenda lo contrario). Al hombre que ha escrito Le Diable et le Bon Dieu tiene que parecerle una herejía lo que usted dice en L’homme révolté y condenará a la herejía y al hereje en el Tribunal filosófico...’ No me creyó. Días después, la revista de Sartre desencadenó el ataque en su contra. Llamé por teléfono a María Casares: ‘¿Cómo está Alberto?’ Me contestó: ‘Se pasea por la casa como un toro herido’”.

Camus, añadía Paz, “no enfrentó una ideología a la historia y sus desastres, como Sartre y [Louis] Aragon, sino una lucidez. No fue un filósofo sino un artista, pero un artista que nunca renunció al pensamiento. Si la filosofía nos enseñaba a vivir y también a morir, si la filosofía no es sólo un saber, sino una sabiduría, hay más sabiduría en los ensayos no filosóficos de Camus que en las disquisiciones de muchos filósofos”.

Por: José de la Colina
 
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