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sábado, 28 de febrero de 2009
El extraño caso de Benjamín Button
Para Francis Scott Fitzgerald fue difícil vender El extraño caso de Benjamin Button (aparecido en la revista Collier el 21 de mayo de 1922). Fitzgerald le escribiría más tarde a su agente Harold Ober: « Ya seque las revistas sólo quieren mis relatos sobre chicas a la moda; los problemas que has tenido para vender Benjamin Button y Un diamante tan grande como el Ritz lo demuestran».
Benjamin Button fue su segundo relato (le había precedido The Cut-Glass BowL en 1920) de corte fantástico o superreal, un estilo en el que escribió algunos de sus cuentos más brillantes y que quizá le atraía por su tensión entre romanticismo y realismo, por el desafío que la fantasía plantea: convertir lo imposible en verosímil. Fitzgerald explicó la génesis de Benjamín Button cuando lo incluyó en sus Cuentos de la era del jazz: «Me inspiró el cuento un comentario de Mark Twain: era una lástima que el mejor tramo de nuestra vida estuviera al principio y el peor al final. He intentado demostrar su tesis, haciendo un experimento con un hombre inserto en un ambiente absolutamente normal. Semanas después de terminar el relato, descubrí un argumento casi idéntico en los cuadernos de Samuel Butler.»
I.
Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.
Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.
La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.
A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.
El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué...?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo... en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina... la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio.
El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfueFZo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.
Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy... Soy el señor Button.
Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi...
¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.
¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de...
—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button. Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las pareces había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.
—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante ios ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese... a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos...
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas.
Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han
preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.
II.
—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué edad tiene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos
veces.
—La sección de bebés está en la parte de atrás. —Bueno, no creo... No estoy seguro de lo que busco. Es... es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente... excepcionalmente grande.
—Allí puede encontrar tallas grandes para bebés. —¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto. —Aquí mismo.
—Bueno... —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.
Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está... En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.
—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.
—Tiene... dieciséis años.
—Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.
El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.
—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
El dependiente lo miró asombrado.
—Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría
poner usted!
—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El sorprendido dependiente obedeció.
De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.
—Aquí tienes la ropa —le espetó.
El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.
—Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de...
—¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa... o... o te pegaré.
Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba
que era lo que debía decir.
—De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.
Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.
—Me estoy dando prisa, padre.
Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.
—¡Espera!
El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.
—¡Vamos! —dijo con severidad.
Su hijo le cogió de la mano confiadamente.
—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?
El señor Button gruñó.
—No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.
III.
Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamín Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.
Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamín no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamín, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.
El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamín nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamín se sintió terriblemente ofendido.
Benjamín, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamín se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamín se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.
Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
—¿Será que...? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.
No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.
IV.
No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.
Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado.
Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
—Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.
—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.
—Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.
—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea usted, claro.
—En absoluto.
El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.
—Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.
—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
El secretario lo miró con un gesto de fastidio.
—No esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín sonrió con un gesto de fastidio.
—Tengo dieciocho años —repitió.
El secretario señaló con determinación la puerta.
—Fuera —dijo—. Vayase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor Hart abrió la puerta.
—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.
Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
—Tengo dieciocho años.
Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió.
Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button.
—¡Debe ser el Judío Errante!
—¡A su edad debería ir al instituto!
—¡Mirad al niño prodigio!
—¡Creería que esto era un asilo de ancianos!
—¡Que se vaya a Harvard!
Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!
A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Os arrepentiréis! —gritó.
—Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!
Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.
V.
En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.
—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.
Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.
Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.
La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.
Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.
—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
Benjamin asintió con frialdad.
—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.
Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamín le dio las gracias y se alejó Se alejó tambaleándose.
La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión.
Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.
—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.
Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos... Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.
—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta... Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.
Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.
—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.
Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.
Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.
—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces...
VI.
Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamín Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamín fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado... y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.
Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.
Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.
Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez... y se casó.
VII.
En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.
No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.
Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.
Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.
—Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.
Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.
En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamín había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamín a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.
La insatisfacción de Benjamín se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famoso carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.
Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.
VIII.
Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. HÜdelgarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.
Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.
—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.
Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.
—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y te parece algo de lo que presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguiras siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas... ¿Cómo sería el mundo?
Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamín no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamín se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.
Y, para ahondar la brecha, Benjamín se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.
Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papas y mamas también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.
Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamín. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.
Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.
Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamín con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamín, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.
IX.
Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.
Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.
Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor... —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú... ¡Ya es hora de que te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.
X.
Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.
Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.
Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, Hos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sans uniforme, de vuelta a casa.
XI.
En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.
A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo... no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.
Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamín bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamín descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.
Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamín siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.
Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada.
Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamín debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.
Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas.
No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos... Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.
El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street... Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.
No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días... Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad.
Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.
Benjamin Button fue su segundo relato (le había precedido The Cut-Glass BowL en 1920) de corte fantástico o superreal, un estilo en el que escribió algunos de sus cuentos más brillantes y que quizá le atraía por su tensión entre romanticismo y realismo, por el desafío que la fantasía plantea: convertir lo imposible en verosímil. Fitzgerald explicó la génesis de Benjamín Button cuando lo incluyó en sus Cuentos de la era del jazz: «Me inspiró el cuento un comentario de Mark Twain: era una lástima que el mejor tramo de nuestra vida estuviera al principio y el peor al final. He intentado demostrar su tesis, haciendo un experimento con un hombre inserto en un ambiente absolutamente normal. Semanas después de terminar el relato, descubrí un argumento casi idéntico en los cuadernos de Samuel Butler.»
I.
Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.
Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.
La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.
A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.
El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué...?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo... en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina... la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio.
El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfueFZo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.
Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy... Soy el señor Button.
Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi...
¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.
¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de...
—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button. Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las pareces había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.
—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante ios ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese... a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos...
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas.
Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han
preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.
II.
—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué edad tiene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos
veces.
—La sección de bebés está en la parte de atrás. —Bueno, no creo... No estoy seguro de lo que busco. Es... es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente... excepcionalmente grande.
—Allí puede encontrar tallas grandes para bebés. —¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto. —Aquí mismo.
—Bueno... —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.
Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está... En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.
—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.
—Tiene... dieciséis años.
—Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.
El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.
—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
El dependiente lo miró asombrado.
—Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría
poner usted!
—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El sorprendido dependiente obedeció.
De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.
—Aquí tienes la ropa —le espetó.
El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.
—Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de...
—¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa... o... o te pegaré.
Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba
que era lo que debía decir.
—De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.
Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.
—Me estoy dando prisa, padre.
Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.
—¡Espera!
El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.
—¡Vamos! —dijo con severidad.
Su hijo le cogió de la mano confiadamente.
—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?
El señor Button gruñó.
—No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.
III.
Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamín Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.
Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamín no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamín, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.
El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamín nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamín se sintió terriblemente ofendido.
Benjamín, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamín se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamín se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.
Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
—¿Será que...? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.
No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.
IV.
No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.
Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado.
Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
—Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.
—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.
—Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.
—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea usted, claro.
—En absoluto.
El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.
—Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.
—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
El secretario lo miró con un gesto de fastidio.
—No esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín sonrió con un gesto de fastidio.
—Tengo dieciocho años —repitió.
El secretario señaló con determinación la puerta.
—Fuera —dijo—. Vayase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor Hart abrió la puerta.
—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.
Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
—Tengo dieciocho años.
Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió.
Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button.
—¡Debe ser el Judío Errante!
—¡A su edad debería ir al instituto!
—¡Mirad al niño prodigio!
—¡Creería que esto era un asilo de ancianos!
—¡Que se vaya a Harvard!
Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!
A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Os arrepentiréis! —gritó.
—Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!
Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.
V.
En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.
—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.
Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.
Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.
La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.
Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.
—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
Benjamin asintió con frialdad.
—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.
Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamín le dio las gracias y se alejó Se alejó tambaleándose.
La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión.
Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.
—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.
Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos... Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.
—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta... Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.
Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.
—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.
Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.
Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.
—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces...
VI.
Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamín Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamín fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado... y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.
Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.
Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.
Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez... y se casó.
VII.
En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.
No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.
Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.
Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.
—Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.
Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.
En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamín había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamín a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.
La insatisfacción de Benjamín se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famoso carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.
Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.
VIII.
Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. HÜdelgarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.
Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.
—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.
Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.
—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y te parece algo de lo que presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguiras siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas... ¿Cómo sería el mundo?
Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamín no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamín se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.
Y, para ahondar la brecha, Benjamín se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.
Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papas y mamas también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.
Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamín. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.
Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.
Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamín con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamín, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.
IX.
Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.
Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.
Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor... —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú... ¡Ya es hora de que te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.
X.
Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.
Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.
Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, Hos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sans uniforme, de vuelta a casa.
XI.
En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.
A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo... no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.
Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamín bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamín descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.
Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamín siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.
Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada.
Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamín debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.
Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas.
No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos... Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.
El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street... Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.
No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días... Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad.
Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.
martes, 10 de febrero de 2009
Haga una pregunta estúpida
La preponderancia que suele tener la idea básica de un relato dentro de la ciencia ficción, y la continuidad natural que representa, como género, del relato maravilloso, la han convertido en espacio apto para la fábula o el cuento filosófico. En algunos casos hay un intento de creación de una filosofía o una lógica completamente nueva, como en El mundo de los No-A, novela de Van Vogt que intenta describir un mundo regido por una lógica no aristotélica. La forma del cuento, sin embargo, se adapta más a este tipo de textos, y entre los autores más destacados que la utilizaron para expresar ideas filosóficas o presentar fábulas que renuevan viejos temas, pueden citarse a Alfred Bester y Robert Sheckley.
Robert Scheckley nació en Nueva York, en 1928. Publicó su primer relato de ciencia ficción en 1951. Se convirtió rápidamente en uno de los puntales y más fieles representantes del estilo de la revista Galaxy. Su primer gran Impacto lo obtuvo con el cuento La séptima victoria (1953), más tarde llevado al cine y novelizado bajo el título de La décima víctima. En ese relato entran en juego sus mejores virtudes: la llaneza del estilo, la limpidez de la estructura, la economía de medios para describir la acción y desplegar la trama en línea recta. Dentro de ese tipo de cuentos que acentúan algún rasgo contemporáneo llevándolo a la exageración, pueden citarse otros clásicos como El precio del peligro y Amor S.A.. Cuando Sheckley se concentra más en lo filosófico o lo humorístico que en la crítica y la sátira social, a las virtudes ya mencionadas se agrega un notable poder de invención y la desprejuiciada utilización de elementos del music–hall, el teleteatro o el humor surrealista. Su influencia ha sido notable en muchos autores del género, sobre todo en el aspecto de la economía expresiva (que evita recargar el relato con largas explicaciones) y el humor. Entre sus recopilaciones de cuentos pueden citarse: Ciudadano del espacio (1955), Paraíso II (1960), Store of infinity (1960), The People Trap (1968).
En las novelas se muestra menos dueño de la forma. Las más eficaces emplean el modelo del viaje, la cadena de situaciones unitarias: Los viajes de Joenes (1962), Dimensión de milagros (1968). Menos logradas son: Mindswap (1966), Optlons (1975) y El matrimonio alquímico de Alistair Crompton (1978).
Luego de cumplir un papel discreto pero eficaz en la época más dinámica de la ciencia ficción estadounidense, en la década del 50, Sheckley se retiró a la isla de Ibiza, donde vivió en un relativo aislamiento ("si llegara el fin del mundo", declaró "nos enteraríamos un tiempo más tarde, cuando llegara la edición de Time"). En los últimos años su obra fue revalorizada por la corriente de autores ingleses de vanguardia, Moorcock y Brian Aldiss entre otros; este último lo definió como un "Voltaire con soda". Actualmente Sheckley se encarga de seleccionar los relatos de la revista estadounidense Omni.
Contestador fue construido para durar todo lo necesario: lo cual era mucho, según como algunas razas juzgan el tiempo, y bastante poco, para otras. Pero para Contestador, era el tiempo suficiente.
En cuanto al tamaño, Contestador era grande para algunos y pequeño para otros. Se lo podía considerar complejo, aunque algunos creían que en realidad era muy sencillo.
Contestador sabía que él era tal como debía ser. Por encima y más allá de todo, era El Contestador. El Sabía.
Acerca de la raza que lo construyó, cuanto menos se diga mejor.
Ellos también Sabían, y nunca dijeron si encontraban agradable el conocimiento.
Construyeron a Contestador como un servicio para razas menos sofisticadas, y se alejaron de un modo particular. Adónde fueron, sólo Contestador lo sabe.
Porque Contestador sabe todo.
Sobre aquel planeta, que gira alrededor de su sol, estaba emplazado Contestador. La duración proseguía, larga según algunos juzgan la duración, breve según la juzgan otros. Pero tal como debla ser, para Contestador.
Dentro de él estaban las Respuestas. El conocía la naturaleza de las cosas, y por qué las cosas son como son, y qué son, y qué significa todo.
Contestador podía contestar cualquier cosa, siempre que se tratara de una pregunta legítima. ¡Y deseaba hacerlo! ¡Estaba ansioso por hacerlo!
¡De qué otro modo podía ser un Contestador.
¿Qué otra cosa podía hacer un Contestador? .
Así que esperaba que las criaturas llegaran y preguntaran.
–¿Cómo se siente, señor? –preguntó Morran, flotando suavemente hacia el anciano.
–Mejor –dijo Lingman, tratando de sonreír. La falta de peso era un alivio enorme. Aunque Morran había gastado una gran cantidad de combustible para salir al espacio con aceleración mínima, al débil corazón de Lingman aquello no le había gustado nada. El corazón de Lingman se había empacado y refunfuñado, había golpeado furioso contra la quebradiza caja torácica, había vacilado y acelerado. Por un momento pareció como si el corazón de Lingman fuera a detenerse, por puro resentimiento.
Pero la falta de peso era un alivio enorme, y el débil corazón funcionaba otra vez.
Morran no había tenido tales problemas. Su cuerpo fuerte estaba hecho para soportar la tensión y el esfuerzo. No los experimentaría en este viaje, no si esperaba que el viejo Lingman viviese.
–Voy a vivir –murmuró Lingman, en respuesta a la pregunta inexpresada–. Lo suficiente como para saber.
Morran tocó los controles, y la nave se deslizó dentro del sub-espacio como una anguila dentro del aceite.
–Sabremos –murmuró Morran. Ayudó al anciano a quitarse los correajes–. ¡Vamos a encontrar al Contestador!
Lingman hizo un movimiento afirmativo con la cabeza hacia su joven compañero. Hacía años que se lo aseguraban el uno al otro. En un principio había sido un proyecto de Lingman. Después Morran, al graduarse en Cal Tech, se había unido a él. Habían rastreado juntos los rumores que recorrían el sistema solar. Las leyendas sobre una antigua raza humanoide que había conocido la respuesta a todas las cosas, y que había construido a Contestador y había partido.
–Imagínese –dijo Morran–. ¡La respuesta a todo!
Como físico, Morran tenía muchas preguntas que hacer a Contestador. El universo en expansión; la fuerza que cohesiona los núcleos atómicos; las novas y un millar de preguntas más.
–Sí –dijo Lingman. Se impulsó hacia la placa de visión y se asomó a la lúgubre pradera del sub-espacio ilusorio. Era biólogo y anciano. Tenía dos preguntas.
¿Qué es la vida?
¿Qué es la muerte?
Después de un período especialmente largo de buscar púrpura, Lek y sus amigos se reunieron a hablar. La púrpura siempre escaseaba en las cercanías de los racimos múltiples estelares: por qué, nadie lo sabía, así que conversar era decididamente indicado
–Saben –dijo Lek–. Creo que buscaré a este Contestador. –Ahora Lek hablaba en el lenguaje Ollgrat, el lenguaje de la decisión inminente.
–¿Por qué? –preguntó Ilm, en el idioma Huest de la burla. leve–. ¿Por qué quieres saber las cosas? ¿Acaso el trabajo de recoger púrpura no te basta?
–No –dijo Lek, hablando aún el lenguaje de la decisión inminente–. No me basta.
El trabajo principal de Lek y los de su raza era recoger púrpura. Encontraban la púrpura incrustada en muchas partes de la trama del espacio, en cantidades minúsculas. Lentamente iban haciendo un montón enorme de púrpura. Para qué era el montón, nadie lo sabía.
–Supongo que le preguntarás qué es la púrpura, ¿verdad? –preguntó Ilm, apartando una estrella y recostándose.
Lo haré –dijo Lek–. Hemos vivido demasiado tiempo en la ignorancia. Tenemos que conocer la verdadera naturaleza de la púrpura, y su significado en el plan de las cosas. Tenemos que saber porqué gobierna nuestras vidas –para decir esto Lek pasó a Ilgret, el lenguaje del conocimiento inminente.
Ilm y los demás no trataron de discutir, ni siquiera en el idioma de las discusiones. Sabían que el conocimiento era importante. Desde el principio del tiempo, Lek, Ilm, y los demás habían recogido púrpura. Ya era hora de conocer las respuestas definitivas al universo: qué era la púrpura, y para qué era el montón.
Y desde luego, allí estaba el Contestador para decírselos. Todos habían oído hablar del Contestador, construido por una raza parecida a la de ellos, que había partido hacía ahora mucho tiempo.
–¿Le preguntarás algo más? –le preguntó Ilm a Lek.
–No sé –dijo Lek–. Tal vez le preguntaré por las estrellas. En realidad no hay nada más importante.
Como Lek y sus hermanos habían vivido desde el principio del tiempo, no tenían en cuenta la muerte. Y como su cantidad era siempre la misma, no tenían en cuenta la cuestión de la vida.
¿Pero la púrpura? ¿Y el montón?
–¡Voy! –gritó Lek, en el dialecto de la decisión tomada.
–¡Buena suerte! –le gritaron sus hermanos, en la jerga de la mayor amistad.
Lek se alejó, saltando de estrella en estrella.
A solas en su pequeño planeta, estaba emplazado Contestador, esperando a los Interrogadores. De vez en cuando murmuraba las respuestas para sí. Era su privilegio. El Sabía.
Pero esperaba, y el tiempo no era ni demasiado prolongado ni demasiado breve, para que cualquier criatura del espacio se acercara y preguntara.
Eran dieciocho, reunidos en un sitio.
–Invoco la regla de los dieciocho –exclamó uno. Y apareció otro, que nunca había existido, nacido por la regla de los dieciocho.
–Tenemos que dirigirnos a Contestador –exclamó uno–. Nuestras vidas son gobernadas por la regla de los dieciocho. Donde hay dieciocho, habrá diecinueve. ¿Por qué es así?
Nadie pudo contestar.
–¿Dónde estoy? –preguntó el recién nacido décimonoveno. Alguien lo llevó aparte para instruirlo.
Quedaban diecisiete. Un número estable.
–Y tenemos que averiguar –exclamó otro–, por qué todos los lugares son distintos, aunque no exista la distancia.
Ese era el problema. Uno está aquí. Después uno está allá. Así no más, sin movimiento, ni motivo. Y sin embargo, sin moverse, uno está en otro lugar.
–Las estrellas son frías –exclamó uno.
–¿Por qué?
–Debemos dirigirnos a Contestador.
Porque habían oído las leyendas, conocían los cuentos. "En una época hubo una raza, muy parecida a nosotros, y ellos sabían: y se lo contaron a Contestador. Después se fueron adonde no hay lugar, sino mucha distancia."
–¿Cómo llegamos allí? –exclamó el recién nacido décimonoveno, ahora saturado de conocimiento.
–Vamos –y los dieciocho se esfumaron. Quedó uno. Miró con tristeza la extensión enorme de una estrella helada, después también se esfumó.
–Las antiguas leyendas son ciertas –jadeó Morran–. Allí está.
Habían salido del sub-espacio en el lugar del que hablaban las leyendas, y ante ellos se encontraba una estrella distinta a cualquier otra estrella. Morran inventó una clasificación para ella, pero no importaba. No había otra semejante.
Moviéndose alrededor de la estrella había un planeta, y también éste era distinto a cualquier otro planeta. Morran inventó motivos, pero no importaban. Aquel planeta era el único.
–Ajústese las correas, señor –dijo Morran–. Aterrizaré con la mayor suavidad posible.
Lek llegó ante Contestador, moviéndose rápidamente de estrella en estrella. Alzó a Contestador en su mano y lo miró.
–Así que tú eres Contestador –dijo.
–Sí –dijo Contestador.
–Entonces dime –dijo Lek, instalándose cómodamente en una brecha entre las estrellas–. Dime qué soy.
–Una parcialidad –dijo Contestador–. Un indicio.
–Vamos, vamos –murmuró Lek, herido en su orgullo–. Puedes contestar algo mejor que eso. Escucha. El propósito de mi pueblo es juntar púrpura, y hacer un montón con ella. ¿Puedes decirme el verdadero significado de esto?
–Tu pregunta no tiene sentido –dijo Contestador.
Sabía qué era en realidad la púrpura, y para qué era el montón. Pero la explicación quedaba oculta dentro de una explicación más amplia. Sin ésta, la pregunta de Lek era inexplicable, y Lek no había logrado plantear la pregunta verdadera.
Lek hizo otras preguntas, y Contestador no pudo contestarlas. Lek consideraba las cosas a través de sus ojos especializados, extraía una parte de la verdad y se negaba a ver más. ¿Cómo comunicarle a un hombre ciego la sensación del verde?
Contestador no lo intentó. No se suponía que debiese hacerlo.
Por último, Lek dejó escapar una risa desdeñosa. Uno de sus pequeños puntos de apoyo llameó ante el sonido, después se apagó otra vez, hasta llegar a su intensidad normal.
Lek partió, dando rápidos trancos de estrella a estrella.
Contestador sabía. Pero tenían que hacerle las preguntas correctas ante todo. Meditó en esta limitación, mirando las estrellas que no eran grandes ni pequeñas, sino exactamente del tamaño adecuado.
Las preguntas correctas. La raza que construyó a Contestador tendría que haber tomado esto en cuenta, pensó Contestador. Tendrían que haber pensado en el sinsentido semántico, haberle permitido intentar una revelación.
Contestador se contentaba con murmurar las respuestas para sí.
Dieciocho criaturas llegaron ante Contestador, ni caminando ni volando, sencillamente aparecieron. Temblorosas en el frío resplandor de las estrellas, alzaron los ojos hacia la maciza forma de Contestador.
–Si no hay distancia –preguntó una–, ¿entonces cómo pueden las cosas estar en otros lugares?
Contestador sabía qué era la distancia, y qué eran los lugares. Pero no podía contestar la pregunta. Existía la distancia, pero no como la veían estas criaturas. y existían los lugares, pero de un modo distinto al que esperaban las criaturas.
–Replanteen la pregunta –dijo Contestador, esperanzado.
–¿Por qué somos cortos aquí –preguntó uno– y largos allí? ¿Por qué somos gordos allá, y cortos aquí? ¿Por qué son frías las estrellas?
Contestador sabía todas las cosas. Sabía por qué eran frías las estrellas, pero no podía explicarlo en términos de estrellas o frialdad.
–¿Por qué existe una regla de los dieciocho? –preguntó otro–. ¿Por qué cuando nos juntamos dieciocho, surge otro?
Pero como es lógico la respuesta era parte de una pregunta distinta, más amplia, que nos había sido planteada.
Surgió otro por la regla de los dieciocho, y las diecinueve criaturas desaparecieron.
Contestador murmuraba las preguntas correctas para sí, y las contestaba.
–Lo logramos –dijo Morran–. Bueno, bueno.
Palmeó a Lingman en el hombro, levemente, porque Lingman podía hacerse pedazos.
El viejo biólogo estaba cansado. Tenía el rostro hundido, amarillo, arrugado. Ya se le veía el cráneo en los prominentes dientes amarillos, en la nariz pequeña y chata, en los pómulos salientes. Era como si el esqueleto se le viera a través de la piel.
–Sigamos adelante –dijo Lingman. No quería perder tiempo. No le quedaba tiempo que perder.
Cubiertos los dos con cascos, recorrieron el pequeño sendero.
–No tan rápido –murmuró Lingman.
–De acuerdo –dijo Morran.
Avanzaron juntos, a lo largo del obscuro sendero del planeta que era distinto a todos los demás planetas, que volaba solo alrededor de un sol distinto a todos los otros soles.
–Por aquí –dijo Morran.
Las leyendas eran explícitas. Un sendero, que llevaba a escalones de piedra. Escalones de piedra que daban a un patio. Y entonces... ¡El Contestador!
Para ellos, Contestador parecía una pantalla blanca instalada en un muro. Ante sus ojos, Contestador era muy sencillo.
Lingman entrelazó las manos temblorosas. Aquello era la culminación de una vida de trabajo, de financiación, discusiones, desenterramiento de trozos de leyendas, que terminaba allí, en ese momento.
–Recuerda –le dijo a Morran–. Nos escandalizará. La verdad será distinta a todo lo que hayamos imaginado.
–Estoy preparado –dijo Morran, con los ojos llenos de éxtasis.
–Muy bien, Contestador –dijo Lingman, con su vocecita delgada–. ¿Qué es la vida?
Una voz habló en el interior de sus cráneos.
–La pregunta no tiene sentido. Por "vida", el Interrogador entiende un fenómeno parcial, inexplicable excepto en términos del todo al que pertenece.
–¿De qué es parte la vida? –preguntó Lingman.
–Esa pregunta, en su forma presente, no admite respuesta. El Interrogador sigue considerando la "vida" desde su ángulo personal, limitado.
–Entonces conteste en sus propios términos –dijo Morran.
–El Contestador sólo puede contestar preguntas –Contestador pensó una vez más en la triste limitación impuesta por sus constructores.
Silencio.
–¿El universo se expande? –preguntó Morran con confianza.
–"Expansión" es un término inaplicable a la situación. El universo, tal como lo ve el Interrogador, es un concepto ilusorio.
–¿Puede usted decirnos algo? –preguntó Morran.
–Puedo contestar cualquier pregunta válida que tenga que ver con la naturaleza de las cosas.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
–Creo que entiendo lo que quiere decir –dijo Lingman con tristeza–. Nuestros supuestos básicos están equivocados. Todos.
–No puede ser –dijo Morran–. La física, la biología...
–Verdades parciales –dijo Lingman, con un gran cansancio en la voz–. Al menos hemos determinado eso. Hemos descubierto que nuestras deducciones concernientes a los fenómenos observados están equivocadas.
–¿Pero y la regla de la hipótesis más simple?
–Es sólo una teoría –dijo Lingman.
–Pero la vida... seguramente él puede contestar qué es la vida.
–Mírelo desde este punto de vista –dijo Lingman–. Suponga que usted preguntara "¿Por qué nací bajo la constelación de Escorpio, en conjunción con Saturno?" Yo no podría contestar su pregunta en términos del zodiaco, porque el zodíaco no tiene nada que ver con ello.
–Entiendo –dijo Morran lentamente–. El no puede contestar preguntas en términos de nuestros supuestos.
–Así parece. y no puede alterar nuestros supuestos. Está limitado a preguntas válidas: lo que implica, al parecer, un conocimiento que nosotros no tenemos.
–¿Ni siquiera podemos hacer una pregunta válida? –preguntó Morran–. No puedo creerlo. Tenemos que conocer algún supuesto básico –se volvió hacia Contestador–. ¿Qué es la muerte?
–No puedo explicar un antropomorfismo.
–¡La muerte un antropomorfismo! –dijo Morran, y Lingman se volvió con rapidez–. ¡Ahora estamos llegando a alguna parte!
–¿Los antropomorfismos son irreales? –preguntó.
–En principio, los antropomorfismos pueden ser clasificados como: A, verdades falsas, o B, verdades parciales en términos de una situación parcial.
–¿Cuál de los dos tipos es aplicable aquí?
–Ambos.
Fue todo lo que consiguieron. Morran no pudo sacarle nada más a Contestador. Los dos hombres se esforzaron por horas, pero la verdad se alejaba cada vez más.
–Es enloquecedor –dijo Morran, rato después–. Esta cosa tiene la respuesta para el universo entero, y no puede decírnosla a menos que hagamos la pregunta correcta. ¿Pero cómo se supone que podemos llegar a saber la pregunta correcta?
Lingman se sentó en el suelo, apoyándose contra un muro de piedra. Cerró los ojos.
–Salvajes, eso es lo que somos –dijo Morran, paseándose ante Contestador–. Imagine a un bosquimano que se acerca a un físico y le pregunta por qué no puede disparar su flecha y clavarla en el sol. El científico sólo puede explicarlo en sus ,propios términos. ¿Qué pasaría?
–El científico ni siquiera lo intentaría –dijo Lingman, con voz apagada–. Conocería las limitaciones del interrogador.
–Espléndido –dijo Morran con furia–. ¿Cómo explicar la rotación de la tierra a un bosquimano? O mejor aún, ¿cómo explicarle la relatividad... manteniendo sin cesar el rigor científico en la explicación, desde luego?
Lingman, con los ojos cerrados, no contestó.
–Somos bosquimanos. Pero aquí la brecha es mucho mayor. Entre el gusano y el superhombre, tal vez. El gusano desea conocer la naturaleza de la basura, y por qué hay tanta. Oh, demonios.
–¿Nos vamos, señor? –preguntó Morran.
Los ojos de Lingman seguían cerrados. Los dedos huesudos estaban entrelazados, las mejillas más huecas. El cráneo emergía.
–¡Señor! ¡Señor!
Y Contestador sabía que ésa no era la respuesta.
A solas en su planeta, que no es grande ni pequeño, sino exactamente del tamaño indicado, Contestador espera. No puede ayudar a la gente que va a verlo, porque incluso Contestador tiene restricciones.
Sólo puede contestar preguntas válidas.
¿Universo? ¿Vida? ¿Muerte? ¿Púrpura? ¿Dieciocho?
Verdades parciales, semiverdades, pequeños fragmentos de la gran pregunta. :
Pero Contestador, a solas, murmura las preguntas para sí, las verdaderas preguntas, que nadie puede comprender.
¿Cómo podrían comprender las verdaderas respuestas?
Las preguntas nunca serán planteadas, y Contestador recuerda algo que sus constructores supieron y olvidaron.
Para plantear una pregunta uno ya debe conocer la mayor parte de la respuesta.
Por: Robert Sheckley
Robert Scheckley nació en Nueva York, en 1928. Publicó su primer relato de ciencia ficción en 1951. Se convirtió rápidamente en uno de los puntales y más fieles representantes del estilo de la revista Galaxy. Su primer gran Impacto lo obtuvo con el cuento La séptima victoria (1953), más tarde llevado al cine y novelizado bajo el título de La décima víctima. En ese relato entran en juego sus mejores virtudes: la llaneza del estilo, la limpidez de la estructura, la economía de medios para describir la acción y desplegar la trama en línea recta. Dentro de ese tipo de cuentos que acentúan algún rasgo contemporáneo llevándolo a la exageración, pueden citarse otros clásicos como El precio del peligro y Amor S.A.. Cuando Sheckley se concentra más en lo filosófico o lo humorístico que en la crítica y la sátira social, a las virtudes ya mencionadas se agrega un notable poder de invención y la desprejuiciada utilización de elementos del music–hall, el teleteatro o el humor surrealista. Su influencia ha sido notable en muchos autores del género, sobre todo en el aspecto de la economía expresiva (que evita recargar el relato con largas explicaciones) y el humor. Entre sus recopilaciones de cuentos pueden citarse: Ciudadano del espacio (1955), Paraíso II (1960), Store of infinity (1960), The People Trap (1968).
En las novelas se muestra menos dueño de la forma. Las más eficaces emplean el modelo del viaje, la cadena de situaciones unitarias: Los viajes de Joenes (1962), Dimensión de milagros (1968). Menos logradas son: Mindswap (1966), Optlons (1975) y El matrimonio alquímico de Alistair Crompton (1978).
Luego de cumplir un papel discreto pero eficaz en la época más dinámica de la ciencia ficción estadounidense, en la década del 50, Sheckley se retiró a la isla de Ibiza, donde vivió en un relativo aislamiento ("si llegara el fin del mundo", declaró "nos enteraríamos un tiempo más tarde, cuando llegara la edición de Time"). En los últimos años su obra fue revalorizada por la corriente de autores ingleses de vanguardia, Moorcock y Brian Aldiss entre otros; este último lo definió como un "Voltaire con soda". Actualmente Sheckley se encarga de seleccionar los relatos de la revista estadounidense Omni.
Contestador fue construido para durar todo lo necesario: lo cual era mucho, según como algunas razas juzgan el tiempo, y bastante poco, para otras. Pero para Contestador, era el tiempo suficiente.
En cuanto al tamaño, Contestador era grande para algunos y pequeño para otros. Se lo podía considerar complejo, aunque algunos creían que en realidad era muy sencillo.
Contestador sabía que él era tal como debía ser. Por encima y más allá de todo, era El Contestador. El Sabía.
Acerca de la raza que lo construyó, cuanto menos se diga mejor.
Ellos también Sabían, y nunca dijeron si encontraban agradable el conocimiento.
Construyeron a Contestador como un servicio para razas menos sofisticadas, y se alejaron de un modo particular. Adónde fueron, sólo Contestador lo sabe.
Porque Contestador sabe todo.
Sobre aquel planeta, que gira alrededor de su sol, estaba emplazado Contestador. La duración proseguía, larga según algunos juzgan la duración, breve según la juzgan otros. Pero tal como debla ser, para Contestador.
Dentro de él estaban las Respuestas. El conocía la naturaleza de las cosas, y por qué las cosas son como son, y qué son, y qué significa todo.
Contestador podía contestar cualquier cosa, siempre que se tratara de una pregunta legítima. ¡Y deseaba hacerlo! ¡Estaba ansioso por hacerlo!
¡De qué otro modo podía ser un Contestador.
¿Qué otra cosa podía hacer un Contestador? .
Así que esperaba que las criaturas llegaran y preguntaran.
–¿Cómo se siente, señor? –preguntó Morran, flotando suavemente hacia el anciano.
–Mejor –dijo Lingman, tratando de sonreír. La falta de peso era un alivio enorme. Aunque Morran había gastado una gran cantidad de combustible para salir al espacio con aceleración mínima, al débil corazón de Lingman aquello no le había gustado nada. El corazón de Lingman se había empacado y refunfuñado, había golpeado furioso contra la quebradiza caja torácica, había vacilado y acelerado. Por un momento pareció como si el corazón de Lingman fuera a detenerse, por puro resentimiento.
Pero la falta de peso era un alivio enorme, y el débil corazón funcionaba otra vez.
Morran no había tenido tales problemas. Su cuerpo fuerte estaba hecho para soportar la tensión y el esfuerzo. No los experimentaría en este viaje, no si esperaba que el viejo Lingman viviese.
–Voy a vivir –murmuró Lingman, en respuesta a la pregunta inexpresada–. Lo suficiente como para saber.
Morran tocó los controles, y la nave se deslizó dentro del sub-espacio como una anguila dentro del aceite.
–Sabremos –murmuró Morran. Ayudó al anciano a quitarse los correajes–. ¡Vamos a encontrar al Contestador!
Lingman hizo un movimiento afirmativo con la cabeza hacia su joven compañero. Hacía años que se lo aseguraban el uno al otro. En un principio había sido un proyecto de Lingman. Después Morran, al graduarse en Cal Tech, se había unido a él. Habían rastreado juntos los rumores que recorrían el sistema solar. Las leyendas sobre una antigua raza humanoide que había conocido la respuesta a todas las cosas, y que había construido a Contestador y había partido.
–Imagínese –dijo Morran–. ¡La respuesta a todo!
Como físico, Morran tenía muchas preguntas que hacer a Contestador. El universo en expansión; la fuerza que cohesiona los núcleos atómicos; las novas y un millar de preguntas más.
–Sí –dijo Lingman. Se impulsó hacia la placa de visión y se asomó a la lúgubre pradera del sub-espacio ilusorio. Era biólogo y anciano. Tenía dos preguntas.
¿Qué es la vida?
¿Qué es la muerte?
Después de un período especialmente largo de buscar púrpura, Lek y sus amigos se reunieron a hablar. La púrpura siempre escaseaba en las cercanías de los racimos múltiples estelares: por qué, nadie lo sabía, así que conversar era decididamente indicado
–Saben –dijo Lek–. Creo que buscaré a este Contestador. –Ahora Lek hablaba en el lenguaje Ollgrat, el lenguaje de la decisión inminente.
–¿Por qué? –preguntó Ilm, en el idioma Huest de la burla. leve–. ¿Por qué quieres saber las cosas? ¿Acaso el trabajo de recoger púrpura no te basta?
–No –dijo Lek, hablando aún el lenguaje de la decisión inminente–. No me basta.
El trabajo principal de Lek y los de su raza era recoger púrpura. Encontraban la púrpura incrustada en muchas partes de la trama del espacio, en cantidades minúsculas. Lentamente iban haciendo un montón enorme de púrpura. Para qué era el montón, nadie lo sabía.
–Supongo que le preguntarás qué es la púrpura, ¿verdad? –preguntó Ilm, apartando una estrella y recostándose.
Lo haré –dijo Lek–. Hemos vivido demasiado tiempo en la ignorancia. Tenemos que conocer la verdadera naturaleza de la púrpura, y su significado en el plan de las cosas. Tenemos que saber porqué gobierna nuestras vidas –para decir esto Lek pasó a Ilgret, el lenguaje del conocimiento inminente.
Ilm y los demás no trataron de discutir, ni siquiera en el idioma de las discusiones. Sabían que el conocimiento era importante. Desde el principio del tiempo, Lek, Ilm, y los demás habían recogido púrpura. Ya era hora de conocer las respuestas definitivas al universo: qué era la púrpura, y para qué era el montón.
Y desde luego, allí estaba el Contestador para decírselos. Todos habían oído hablar del Contestador, construido por una raza parecida a la de ellos, que había partido hacía ahora mucho tiempo.
–¿Le preguntarás algo más? –le preguntó Ilm a Lek.
–No sé –dijo Lek–. Tal vez le preguntaré por las estrellas. En realidad no hay nada más importante.
Como Lek y sus hermanos habían vivido desde el principio del tiempo, no tenían en cuenta la muerte. Y como su cantidad era siempre la misma, no tenían en cuenta la cuestión de la vida.
¿Pero la púrpura? ¿Y el montón?
–¡Voy! –gritó Lek, en el dialecto de la decisión tomada.
–¡Buena suerte! –le gritaron sus hermanos, en la jerga de la mayor amistad.
Lek se alejó, saltando de estrella en estrella.
A solas en su pequeño planeta, estaba emplazado Contestador, esperando a los Interrogadores. De vez en cuando murmuraba las respuestas para sí. Era su privilegio. El Sabía.
Pero esperaba, y el tiempo no era ni demasiado prolongado ni demasiado breve, para que cualquier criatura del espacio se acercara y preguntara.
Eran dieciocho, reunidos en un sitio.
–Invoco la regla de los dieciocho –exclamó uno. Y apareció otro, que nunca había existido, nacido por la regla de los dieciocho.
–Tenemos que dirigirnos a Contestador –exclamó uno–. Nuestras vidas son gobernadas por la regla de los dieciocho. Donde hay dieciocho, habrá diecinueve. ¿Por qué es así?
Nadie pudo contestar.
–¿Dónde estoy? –preguntó el recién nacido décimonoveno. Alguien lo llevó aparte para instruirlo.
Quedaban diecisiete. Un número estable.
–Y tenemos que averiguar –exclamó otro–, por qué todos los lugares son distintos, aunque no exista la distancia.
Ese era el problema. Uno está aquí. Después uno está allá. Así no más, sin movimiento, ni motivo. Y sin embargo, sin moverse, uno está en otro lugar.
–Las estrellas son frías –exclamó uno.
–¿Por qué?
–Debemos dirigirnos a Contestador.
Porque habían oído las leyendas, conocían los cuentos. "En una época hubo una raza, muy parecida a nosotros, y ellos sabían: y se lo contaron a Contestador. Después se fueron adonde no hay lugar, sino mucha distancia."
–¿Cómo llegamos allí? –exclamó el recién nacido décimonoveno, ahora saturado de conocimiento.
–Vamos –y los dieciocho se esfumaron. Quedó uno. Miró con tristeza la extensión enorme de una estrella helada, después también se esfumó.
–Las antiguas leyendas son ciertas –jadeó Morran–. Allí está.
Habían salido del sub-espacio en el lugar del que hablaban las leyendas, y ante ellos se encontraba una estrella distinta a cualquier otra estrella. Morran inventó una clasificación para ella, pero no importaba. No había otra semejante.
Moviéndose alrededor de la estrella había un planeta, y también éste era distinto a cualquier otro planeta. Morran inventó motivos, pero no importaban. Aquel planeta era el único.
–Ajústese las correas, señor –dijo Morran–. Aterrizaré con la mayor suavidad posible.
Lek llegó ante Contestador, moviéndose rápidamente de estrella en estrella. Alzó a Contestador en su mano y lo miró.
–Así que tú eres Contestador –dijo.
–Sí –dijo Contestador.
–Entonces dime –dijo Lek, instalándose cómodamente en una brecha entre las estrellas–. Dime qué soy.
–Una parcialidad –dijo Contestador–. Un indicio.
–Vamos, vamos –murmuró Lek, herido en su orgullo–. Puedes contestar algo mejor que eso. Escucha. El propósito de mi pueblo es juntar púrpura, y hacer un montón con ella. ¿Puedes decirme el verdadero significado de esto?
–Tu pregunta no tiene sentido –dijo Contestador.
Sabía qué era en realidad la púrpura, y para qué era el montón. Pero la explicación quedaba oculta dentro de una explicación más amplia. Sin ésta, la pregunta de Lek era inexplicable, y Lek no había logrado plantear la pregunta verdadera.
Lek hizo otras preguntas, y Contestador no pudo contestarlas. Lek consideraba las cosas a través de sus ojos especializados, extraía una parte de la verdad y se negaba a ver más. ¿Cómo comunicarle a un hombre ciego la sensación del verde?
Contestador no lo intentó. No se suponía que debiese hacerlo.
Por último, Lek dejó escapar una risa desdeñosa. Uno de sus pequeños puntos de apoyo llameó ante el sonido, después se apagó otra vez, hasta llegar a su intensidad normal.
Lek partió, dando rápidos trancos de estrella a estrella.
Contestador sabía. Pero tenían que hacerle las preguntas correctas ante todo. Meditó en esta limitación, mirando las estrellas que no eran grandes ni pequeñas, sino exactamente del tamaño adecuado.
Las preguntas correctas. La raza que construyó a Contestador tendría que haber tomado esto en cuenta, pensó Contestador. Tendrían que haber pensado en el sinsentido semántico, haberle permitido intentar una revelación.
Contestador se contentaba con murmurar las respuestas para sí.
Dieciocho criaturas llegaron ante Contestador, ni caminando ni volando, sencillamente aparecieron. Temblorosas en el frío resplandor de las estrellas, alzaron los ojos hacia la maciza forma de Contestador.
–Si no hay distancia –preguntó una–, ¿entonces cómo pueden las cosas estar en otros lugares?
Contestador sabía qué era la distancia, y qué eran los lugares. Pero no podía contestar la pregunta. Existía la distancia, pero no como la veían estas criaturas. y existían los lugares, pero de un modo distinto al que esperaban las criaturas.
–Replanteen la pregunta –dijo Contestador, esperanzado.
–¿Por qué somos cortos aquí –preguntó uno– y largos allí? ¿Por qué somos gordos allá, y cortos aquí? ¿Por qué son frías las estrellas?
Contestador sabía todas las cosas. Sabía por qué eran frías las estrellas, pero no podía explicarlo en términos de estrellas o frialdad.
–¿Por qué existe una regla de los dieciocho? –preguntó otro–. ¿Por qué cuando nos juntamos dieciocho, surge otro?
Pero como es lógico la respuesta era parte de una pregunta distinta, más amplia, que nos había sido planteada.
Surgió otro por la regla de los dieciocho, y las diecinueve criaturas desaparecieron.
Contestador murmuraba las preguntas correctas para sí, y las contestaba.
–Lo logramos –dijo Morran–. Bueno, bueno.
Palmeó a Lingman en el hombro, levemente, porque Lingman podía hacerse pedazos.
El viejo biólogo estaba cansado. Tenía el rostro hundido, amarillo, arrugado. Ya se le veía el cráneo en los prominentes dientes amarillos, en la nariz pequeña y chata, en los pómulos salientes. Era como si el esqueleto se le viera a través de la piel.
–Sigamos adelante –dijo Lingman. No quería perder tiempo. No le quedaba tiempo que perder.
Cubiertos los dos con cascos, recorrieron el pequeño sendero.
–No tan rápido –murmuró Lingman.
–De acuerdo –dijo Morran.
Avanzaron juntos, a lo largo del obscuro sendero del planeta que era distinto a todos los demás planetas, que volaba solo alrededor de un sol distinto a todos los otros soles.
–Por aquí –dijo Morran.
Las leyendas eran explícitas. Un sendero, que llevaba a escalones de piedra. Escalones de piedra que daban a un patio. Y entonces... ¡El Contestador!
Para ellos, Contestador parecía una pantalla blanca instalada en un muro. Ante sus ojos, Contestador era muy sencillo.
Lingman entrelazó las manos temblorosas. Aquello era la culminación de una vida de trabajo, de financiación, discusiones, desenterramiento de trozos de leyendas, que terminaba allí, en ese momento.
–Recuerda –le dijo a Morran–. Nos escandalizará. La verdad será distinta a todo lo que hayamos imaginado.
–Estoy preparado –dijo Morran, con los ojos llenos de éxtasis.
–Muy bien, Contestador –dijo Lingman, con su vocecita delgada–. ¿Qué es la vida?
Una voz habló en el interior de sus cráneos.
–La pregunta no tiene sentido. Por "vida", el Interrogador entiende un fenómeno parcial, inexplicable excepto en términos del todo al que pertenece.
–¿De qué es parte la vida? –preguntó Lingman.
–Esa pregunta, en su forma presente, no admite respuesta. El Interrogador sigue considerando la "vida" desde su ángulo personal, limitado.
–Entonces conteste en sus propios términos –dijo Morran.
–El Contestador sólo puede contestar preguntas –Contestador pensó una vez más en la triste limitación impuesta por sus constructores.
Silencio.
–¿El universo se expande? –preguntó Morran con confianza.
–"Expansión" es un término inaplicable a la situación. El universo, tal como lo ve el Interrogador, es un concepto ilusorio.
–¿Puede usted decirnos algo? –preguntó Morran.
–Puedo contestar cualquier pregunta válida que tenga que ver con la naturaleza de las cosas.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
–Creo que entiendo lo que quiere decir –dijo Lingman con tristeza–. Nuestros supuestos básicos están equivocados. Todos.
–No puede ser –dijo Morran–. La física, la biología...
–Verdades parciales –dijo Lingman, con un gran cansancio en la voz–. Al menos hemos determinado eso. Hemos descubierto que nuestras deducciones concernientes a los fenómenos observados están equivocadas.
–¿Pero y la regla de la hipótesis más simple?
–Es sólo una teoría –dijo Lingman.
–Pero la vida... seguramente él puede contestar qué es la vida.
–Mírelo desde este punto de vista –dijo Lingman–. Suponga que usted preguntara "¿Por qué nací bajo la constelación de Escorpio, en conjunción con Saturno?" Yo no podría contestar su pregunta en términos del zodiaco, porque el zodíaco no tiene nada que ver con ello.
–Entiendo –dijo Morran lentamente–. El no puede contestar preguntas en términos de nuestros supuestos.
–Así parece. y no puede alterar nuestros supuestos. Está limitado a preguntas válidas: lo que implica, al parecer, un conocimiento que nosotros no tenemos.
–¿Ni siquiera podemos hacer una pregunta válida? –preguntó Morran–. No puedo creerlo. Tenemos que conocer algún supuesto básico –se volvió hacia Contestador–. ¿Qué es la muerte?
–No puedo explicar un antropomorfismo.
–¡La muerte un antropomorfismo! –dijo Morran, y Lingman se volvió con rapidez–. ¡Ahora estamos llegando a alguna parte!
–¿Los antropomorfismos son irreales? –preguntó.
–En principio, los antropomorfismos pueden ser clasificados como: A, verdades falsas, o B, verdades parciales en términos de una situación parcial.
–¿Cuál de los dos tipos es aplicable aquí?
–Ambos.
Fue todo lo que consiguieron. Morran no pudo sacarle nada más a Contestador. Los dos hombres se esforzaron por horas, pero la verdad se alejaba cada vez más.
–Es enloquecedor –dijo Morran, rato después–. Esta cosa tiene la respuesta para el universo entero, y no puede decírnosla a menos que hagamos la pregunta correcta. ¿Pero cómo se supone que podemos llegar a saber la pregunta correcta?
Lingman se sentó en el suelo, apoyándose contra un muro de piedra. Cerró los ojos.
–Salvajes, eso es lo que somos –dijo Morran, paseándose ante Contestador–. Imagine a un bosquimano que se acerca a un físico y le pregunta por qué no puede disparar su flecha y clavarla en el sol. El científico sólo puede explicarlo en sus ,propios términos. ¿Qué pasaría?
–El científico ni siquiera lo intentaría –dijo Lingman, con voz apagada–. Conocería las limitaciones del interrogador.
–Espléndido –dijo Morran con furia–. ¿Cómo explicar la rotación de la tierra a un bosquimano? O mejor aún, ¿cómo explicarle la relatividad... manteniendo sin cesar el rigor científico en la explicación, desde luego?
Lingman, con los ojos cerrados, no contestó.
–Somos bosquimanos. Pero aquí la brecha es mucho mayor. Entre el gusano y el superhombre, tal vez. El gusano desea conocer la naturaleza de la basura, y por qué hay tanta. Oh, demonios.
–¿Nos vamos, señor? –preguntó Morran.
Los ojos de Lingman seguían cerrados. Los dedos huesudos estaban entrelazados, las mejillas más huecas. El cráneo emergía.
–¡Señor! ¡Señor!
Y Contestador sabía que ésa no era la respuesta.
A solas en su planeta, que no es grande ni pequeño, sino exactamente del tamaño indicado, Contestador espera. No puede ayudar a la gente que va a verlo, porque incluso Contestador tiene restricciones.
Sólo puede contestar preguntas válidas.
¿Universo? ¿Vida? ¿Muerte? ¿Púrpura? ¿Dieciocho?
Verdades parciales, semiverdades, pequeños fragmentos de la gran pregunta. :
Pero Contestador, a solas, murmura las preguntas para sí, las verdaderas preguntas, que nadie puede comprender.
¿Cómo podrían comprender las verdaderas respuestas?
Las preguntas nunca serán planteadas, y Contestador recuerda algo que sus constructores supieron y olvidaron.
Para plantear una pregunta uno ya debe conocer la mayor parte de la respuesta.
Por: Robert Sheckley
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