miércoles, 31 de marzo de 2010

LAS BENEVOLAS de Jonathan Littell


La obra del escritor norteamericano nacionalizado francés (2007), residente en Barcelona, Jonathan Littell (Nueva York, 1967), irrumpió en el escenario internacional hace un año largo, y antes de que concluyéramos la lectura del libro, las más de novecientas páginas compactas del original francés, gozaba ya del estatus de superventas. El camino hacia la publicación le produjo decepciones hasta llegar a la prestigiosa Gallimard, bajo cuya tutela recibió diversos premios en un tiempo record, como el Goncourt (2006) y el de novela de la Academia Francesa (2007). El comercialismo permeó la salida del libro; ni los premios reputados ni las vetustas instituciones poseen la suficiente fuerza para resistir el empuje de un ganador. Si el Goncourt se otorga a “la mejor obra de imaginación en prosa”, la verdad es que en este potente texto la imaginación precisamente de-sempeña un papel menor. El argumento y el propio narrador, bosquejado sobre una persona histórica, fueron inspirados por hechos probados. Los jurados del Goncourt premiaron un volumen que figuraba en las listas de los mejor vendidos y a un ganador anunciado.


Littell resulta un autor original. Sus maneras artísticas difieren de las de novelistas literarios clásicos, quienes empañan el material ficticio con su sensibilidad (Proust) o dramatizan vivencias personales (Kafka). Su proceder se asemeja más, en principio, al narrador tradicional del siglo XIX, como Dostoyeski o Tolstoi, según opina Jorge Semprún. En principio, Littell trabaja como los autores de la novela histórica actual, quienes buscan un material desconocido, lo investigan a conciencia y luego lo ordenan para el lector con la eficiencia de un relator fiel. La ficción les concede una generosa libertad de acción. El franco-norteamericano investigó con rigor su tema, las atrocidades nazis en el frente del este de Europa durante la segunda guerra mundial, pero a diferencia de los novelistas históricos usuales, transmitió todo a través de un singular narrador, un nazi, homosexual, asesino, engañador y con una conciencia repugnante. Littell ganará al lector no por valerse para contar el argumento de este ser deleznable, sino por el relato de las abrumadoras atrocidades cometidas por los nazis en su marcha hacia Rusia.


De hecho, Claude Lanzmann, el director de la película Shoah, desaprueba que los crímenes de guerra cometidos contra los judíos sean narrados por un ser frío e inmoral, y calificó la novela de “flor envenenada”. Maximilien Aue, el protagonista narrador, antiguo miembro de las SS, aparece al comienzo del texto casado y con hijos, viviendo confortablemente en Francia, donde dirige una fábrica de encajes y nadie sabe de su pasado nazi. Treinta años después de haber participado en el holocausto decide contar sus experiencias de guerra como SS, relatando con morosidad su participación en las limpiezas étnicas realizadas por su unidad militar. Por ser hijo de alemán y de madre francesa Aue pudo, tras la contienda, usar su pasaporte francés, ocultando así su pasado criminal. Este personaje educado y cerebral, doctor en derecho, aparece como un ser frío y calculador, quien tuvo cariño hacia su hermana, en parte morboso también, pues él hubiera deseado nacer mujer.


Todo lector resulta colocado por el narrador en una situación moral imposible desde el mero comienzo de la obra, cuando Maximilien nos confía que escribe “para activar la sangre, para ver si puedo aún sentir algo, si todavía sé sufrir un poco. Curioso ejercicio” (pág. 20). Se dirige al lector con actitud desafiante, “Adivino lo que estáis pensando: pero qué hombre más malo, os decís, un hombre perverso, un sinvergüenza” (pág. 25), y pasa a justificar sus actos diciendo que matar en combate supone lo mismo que matar a un civil desarmado durante la guerra. Las confesiones producen una cierta arcada; se atreve por encima a terminar con un desafío, con un ataque ad hominem al posible lector: “soy un hombre como todos los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!” (pág. 32). A partir de ese momento experimentamos una verdadera desazón, pues no somos como él, un asesino confesado: hemos sido emplazados a mirarnos en el espejo moral propio, el de la memoria histórica de nuestra propia cultura de la posguerra. A continuación, en los largos capítulos la narración de Aue transmite puntualmente los horrores cometidos por los rusos y por las SS durante la contienda, información desenterrada por Littell en las bibliotecas de Polonia, Ucrania y Rusia, en más de doscientos libros, y su recuento conforma el grueso del volumen. El joven Littell se había preparado para tal labor en Yale University y trabajando posteriormente para diversas ONGs en Chechenia y Afganistán, entre otros lugares.


La novela hay que entenderla dentro del contexto de la narrativa actual, cuando la novela de crimen y la histórica han desplazado a la puramente literaria en las preferencias del público lector. La peculiaridad del franco-estadounidense reside en que supo redactar un larguísimo texto de ficción histórica con un componente de verosimilitud del 95%, que resulta puro alcohol para la conciencia de los lectores. Apropiado para disolver la pereza con que los europeos y americanos abordamos la cuestión de la memoria histórica de, por ejemplo, los ucranianos, las primeras víctimas visitadas en el relato de Littell. El futuro escritor pasó varios años investigando las atrocidades relatadas, como adelanté, y luego dedicó un año a volcar toda esta información en la página. Aquí no hubo tiempo para la reescritura a lo Flaubert, uno de los autores preferidos del escritor, pues no le mueve el prurito de la perfección estilística, de la enunciación del tema mediante palabras bellas. Le mueven los datos descubiertos, los ejemplos de ciudades arrasadas primero por los rusos y luego por las SS en sus respectivos intentos de limpieza étnica, y transmitir la frialdad de los verdugos, como Aue y sus camaradas.


El lector de Las Benévolas sentirá la urgencia de aprender más del asunto, y se perderá interesado en este océano de páginas, otro capítulo de la infamia universal. El texto posee una belleza literaria de nuevo cuño, pues emana de una fuerza, originada en la biografía del autor de antepasados judíos polacos, que fructificó en el relato de las minuciosas investigaciones sobre los crímenes nazis. Littell mira en el ángulo oscuro de la realidad no para despertar nuestra sensibilidad individual, sino la conciencia humana del nosotros. La solidaridad parece ser el único horizonte posible para el siglo XXI, confiando siempre que las benévolas, las furias de Eurípides, alcanzarán a los culpables de crímenes contra la humanidad.


FIAT LUX"CRÍTICAS, PENSAMIENTOS, LITERATURA UNIVERSAL, CINE, REFLEXIONES, ANÁLISIS, NOTICIAS, COMENTARIOS, ARTE, CULTURA, ARTÍCULOS PROPIOS Y AJENOS."

sábado, octubre 27, 2007

Crítica a "Las Benévolas"


Sobre la memoria histórica -que es plural, egoísta y, sobre todo, personal- es muy difícil legislar. Conviene hacerlo sobre las consecuencias indeseables de la memoria sectaria del poder, pero, en lo que toca a las memorias personales o grupales, lo que procede es que se confronten, se rebatan y se repiensen. La novela contribuye poderosamente a ello porque es la manera más fértil de reducir la Historia a conciencia crítica del pasado. Y por eso, la narrativa prospera a favor de los periodos de transición, de las jornadas inciertas, cuando se está en el límite mismo de los olvidos. ¿Nos extrañará que todas las novelas británicas de los ochenta hablen en el fondo de la cercana catástrofe Thatcher? ¿O que muchas grandes novelas francesas recientes resuciten la lejana II Guerra Mundial, ya sea con la piedad crítica de Patrick Modiano, la sabiduría simbólica de Michel Tournier o la memoria en carne viva de Irène Némirovski (en la feliz recuperación de Suite francesa)?


Para confirmarlo, Jonathan Littell un escritor jovencísimo (nacido en 1967), norteamericano, ha escrito en un francés -peculiar pero espléndido- Les bienveillantes (Las benévolas), un relato de más de setecientas páginas que le granjeó los premios Goncourt (y de la Academia) de 2006 y la nacionalidad francesa. Gracias a la traductora María Teresa Gallego Urrutia, los lectores españoles tienen ahora la posibilidad de zambullirse en esta larga pesadilla que no ha brotado de la memoria, sino de la bibliografía, y que, a modo de rapsodia, enlaza ficciones e ideas previas acerca del mundo del nazismo. Me explico: la convicción del autor acerca de la "banalidad del mal" procede de Hannah Arendt (y le ha inspirado inolvidables perfiles novelescos de Eichmann y Himmler), pero Littell también ha visto El ocaso de los dioses, de Luchino Visconti, que asoció incesto, tragedia y suntuosidad al recuerdo del nazismo, igual que ha leído a Vassili Grossmann para evocar los días de Stalingrado y conoce muy bien las letras colaboracionistas de los olvidados Lucien Rebatet y Robert Brasillach, a los que ha hecho amigos de su protagonista.


Y se ha inventado, sobre todo, un diabólico personaje y narrador: Maximilien Aue es el hijo de una alsaciana y de un alemán, que combatió en las crueles tropas especiales en la Guerra Europea de 1914. También es homosexual, o mejor todavía, una suerte de hermafrodita que prefiere ser penetrado para no perderse el goce femenino. Es incestuoso, como ya he apuntado. Y es un criminal inaccesible a la idea de culpabilidad, aunque también es un joven cultísimo. Eligió ser alemán y, huyendo de una redada de la policía en medios homosexuales de Berlín, ha sido reclutado por las SS, donde llega a ser teniente coronel. Durante la guerra, vive sucesivamente la experiencia de la liquidación de judíos y comunistas en Ucrania, las pintorescas especulaciones étnicas de los científicos nazis en el Cáucaso, el espanto de Stalingrado, los lager de Polonia, y llega a dirigir el uso de mano de obra hebrea en Hungría, para concluir en el Berlín del hundimiento final. Y se ha salvado para poder contarnos -con una mezcla de probidad de funcionario, egoísmo de adolescente caprichoso y sentido poético- esta historia siniestra que esconde unos cuantos asesinatos a sangre fría. ¿Y la culpa? ¿Y el horror? En esta novela, la culpa y el horror se expelen. La repugnancia de Max por algunas servidumbres de su trabajo le lleva a padecer diarrea permanente, y esa dolencia se repite durante su idilio berlinés, aunque la complacencia en lo fecal también preside la caracterización de su mentor inválido, el pestilente Mandelbrod. Sangre y mierda: en pocas novelas se hacen tan físicamente evidentes estas dos respuestas y signos de la vida humana. Y porque está muy familiarizado con ambas, Aue puede reducir su testimonio a un estremecedor, meticuloso e imparcial relato, tocado de finos detalles de paisaje. Y puede justificarse, él y todos, gracias al venenoso concepto de Weltaschuung, visión personal del mundo. Precisamente por ella debe salvarse: porque sabe que todo ha debido ser así y hasta osa llamarnos "hermanos" a sus lectores.


Lo somos, por supuesto. No me parece casual que este Fausto perverso sea un refinado músico y helenista. Los largos capítulos del relato se titulan como las partes de un concierto barroco, su armonía predilecta: allemande, courante, sarabande, gigue... El título original, Les bienveillantes, traduce -como sabe cualquier lector francés de Esquilo- el nombre de las Euménides, los seres protectores y benévolos cuyo coro dio nombre a la última tragedia de La Orestíada, toda ella dedicada al horror y la venganza; pero las Euménides habían sido previamente las Erinias, el coro que hostigó a los personajes hacia el espanto. Y Aue ha sobrevivido indemne, para contárnoslo, bajo tan ambigua protección.


POR MARIO SALAZAR LAFOSSE
 
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