jueves, 24 de julio de 2008

El Napoleón del crímen


Febrero 27th, 2008 Pertenece a Juntaletras, Visto y oído

El material del que nacen las leyendas es, a menudo, trivial. En la mente de casi cualquier aficionado al género policiaco la figura del profesor Moriarty se alza como el gran enemigo de Holmes, su némesis oscura, y uno tiene la sensación de que el detective de Baker Street y el malvado matemático pasaron media vida luchando el uno contra el otro.
Y sin embargo, si acudimos al canon holmesiano, vemos que Moriarty sólo aparece, y de forma fugaz, en una de las historias de Conan Doyle. Es mencionado, ya muerto, en un par de ellas más. Y en una de las últimas historias que su creador escribió sobre Holmes, el detective resuelve un misterio tras el que se adivina la mano del profesor.
Eso es todo. Un villano creado ex profeso para que Holmes y él se dieran muerte en las cataratas de Reichenbach y que, para Conan Doyle no tuvo la menor importancia: en aquel momento, cuando decide matar a su criatura en las páginas de «El problema final», necesitaba que Holmes se enfrentase a su mayor desafío, así que creó a ese temible profesor de matemáticas, poder en la sombra de una sobrecogedora conspiración criminal y enemigo juramentado de Sherlock Holmes.
Es probable que Conan Doyle no volviera a pensar en el personaje (salvo quizá en sus pesadillas, donde sin duda no podría evitar identificarse con él, visto el fallido intento que ambos habían llevado a cabo para hacer desaparecer a Holmes del mundo). En «La casa deshabitada», donde Holmes vuelve de entre los muertos, el profesor sigue fallecido y es con uno de sus lugartenientes, el coronel Sebastian Moran, con quien se las ve el detective. Más adelante, en otro relato, Holmes comenta de pasada que Londres se ha vuelto muy aburrido desde la muerte de Moriarty.
Eso, unido a su sombra en la tardía novela El valle del terror, es todo el rastro de Moriarty que hay en el canon holmesiano.
En realidad son los epígonos de Conan Doyle los que, encaprichados del temible profesor, hacen de él la criatura terrible y poderosa que hoy puebla la imaginación popular, y ellos son los verdaderos responsables de que el personaje alcance su verdadera estatura de “Napoleón del crimen”, tal y como Holmes lo describe la primera (y casi la última) vez que habla de él en el canon.
Y es curioso que buena parte de ellos sigan la tesis que nace al amparo de una frase de la espléndida biografía Sherlock Holmes de Baker Street escrita por W. S. Baring-Gould y donde se comenta que el joven Holmes sufrió lo indecible a manos de su preceptor de matemáticas, el profesor Moriarty. No sabemos cómo llegó Baring-Gould a esa conclusión (ese es uno de los aspectos más fascinantes y al tiempo más irritantes de su libro: lo poco que se molesta en explicar de dónde saca o en qué lugar ha documentado muchos aspectos de su biografía) pero los autores que se enfrentaron con Holmes después de la muerte de Conan Doyle parecen haberla encontrado terriblemente interesante.
Algo que podemos ver incluso en producciones cinematográficas como El secreto de la pirámide, donde se nos presenta a un Holmes adolescente cuyo primer villano es uno de sus profesores y que casi acabada la proyección (de hecho después de los créditos finales) se nos revela como Moriarty. La película, que contradice con alegría algunos de los más importantes hechos establecidos por el canon (la forma en que Holmes y Watson se conocieron, sin ir más lejos), es poco más que un agradable divertimento que, sin embargo, tiene en su haber el mérito de haberse anticipado en unos cuantos años a ese steam-punk que no hace mucho parecía de moda en las producciones cinematográficas de Hollywood y cuyo último ejemplo podría ser el fallido remake de La máquina del tiempo. También cuenta con el aliciente añadido de ser una de las primeras producciones cinematográficas donde uno de los personajes es creado digitalmente: el caballero medieval que se escapa de la vidriera de una iglesia.
En su primera novela, Nicholas Meyer ahonda en la tesis de Moriarty como profesor de matemáticas de un joven Holmes, y va unos cuantos pasos más allá, al hacerlo en parte responsable de la adicción a la cocaína del detective, adicción de la que se curará gracias a los esfuerzos del doctor Watson, su hermano Mycroft y el doctor Sigmund Freud. La novela fue editada en castellano como Elemental, doctor Freud (el mismo título que tuvo aquí la película basada en ella), con lo cual se perdía por completo la referencia canónica de su título original, ese The Seven-per-cent solution (La solución al siete por ciento) que hace alusión precisamente a la dosis de droga que Holmes se inyectaba tres veces al día.
Meyer es más conocido como director de cine y guionista que como novelista, especialmente entre los aficionados a Star Trek al haber sido director de la segunda y sexta películas de la serie y co-guionista de la cuarta, lo que no nos debe hacer olvidar su Los pasajeros del tiempo (Time after time) donde un H. G. Wells encarnado por un convincente Malcolm McDowell viajaba al siglo XX en persecución de Jack el Destripador -interpretado por ese secundario de lujo que es David Warner- para enamorarse, ya en nuestra época, de una Mary Steenburgen que parece condenada a tener romances con viajeros en el tiempo (véase si no Regreso al Futuro. Parte III).
En general, Meyer no ha tenido demasiada fortuna con los títulos en castellano de sus novelas. Su obra The Canary Trainer -El amaestrador de canarios, que de nuevo es una alusión a una frase de los relatos canónicos holmesianos-, donde enfrentaba a Holmes con nada menos que El fantasma de la Ópera de Gaston Lerroux, fue traducida en nuestro país como El ángel de la música. Por no mencionar que el traductor de Elemental, doctor Freud decide que “air guns” (fusiles de aire comprimido, como el que usa Sebastian Moran para intentar matar a Holmes) son en realidad “cañones antiaereos”.
Los giros de tuerca que los distintos autores han ido dando a la relación entre Holmes y Moriarty van de lo sorprendente a lo descabellado, con ocasionales incursiones en lo estúpido y alguna que otra idea brillante. En La última aventura de Sherlock Holmes, Michael Dibbin entrecruza los destinos de Holmes, Moriarty y Jack el Destripador en una historia que, aunque empieza a volverse previsible hacia la mitad, funciona sin problemas y aprovecha los puntos oscuros de las historias canónicas para meter de rondón entre ellos su propia teoría. Es una buena novela y quizá una de las historias donde la relación entre Holmes y Watson está explorada con más cariño e inteligencia. Algunas de sus páginas son desgarradoras, sin duda.
En la antología Sherlock Holmes a través del tiempo y del espacio, el temible profesor asoma unas cuantas veces y en algunos casos lo hace con cierta gracia. Reconozco que mi favorita de entre todas las historias de esa antología es la narración del Club de los Viudos Negros, de Isaac Asimov, donde Henry, el sagaz camarero del club, desvela el terrible contenido de La dinámica de un asteroide, el tratado de matemáticas que escribió Moriarty y que asombró y horrorizó a los científicos de su tiempo.
En Star Trek, la nueva generación, una recreación virtual de Moriarty (producto de Data, obsesionado por el detective victoriano y sus procesos mentales) pone en apuros en más de una ocasión a la tripulación del Enterprise. Ese Moriarty es un personaje fascinante y atractivo cuya historia, por desgracia, terminará resolviéndose de forma apurada y poco satisfactoria en un episodio de la séptima temporada (que estuvo dedicada, fundamentalmente, a ir atando cabos sueltos argumentales).
Pero quizá el autor que ha sabido dar un giro más sorprendente a la relación entre Holmes y Moriarty haya sido Robert Lee Hall, en cuyo Adiós, Sherlock Holmes explora la lucha entre ambos desde la perspectiva de la ciencia ficción. Estamos ante una novela que usa los elementos más intrigantes del canon (la reserva de Holmes a hablar de sí mismo, lo poco que se sabe de su juventud, el excéntrico carácter de su hermano) precisamente para contradecirlo y mostrarnos la verdadera historia que yace detrás. Cuenta con la virtud añadida de hacer que sea Watson el verdadero protagonista de la obra, un Watson que se ve obligado a investigar el pasado de su amigo sólo para descubrir que gran parte de lo que sabía de éste no era más que una cortina de humo. A medida que Watson va descubriendo el pasado oculto de su amigo podríamos sospechar que los derroteros que va la historia no serán muy distintos que los de La última aventura de Sherlock Holmes.
Afortunadamente no es así.
No desvelaré el final de la obra salvo para comentar que es, posiblemente, uno de los pastiches holmesianos más brillantes que he leído y con un giro de tuerca final tan bien fundamentado en elementos del canon que, después de leerla, uno casi podría pensar que Conan Doyle tenía algo parecido en mente pero nunca se decidió a escribirlo. Es cierto que resulta difícil de encontrar (sus dos ediciones en castellano, la de Planeta y la de Valdemar, hace tiempo que están fuera de circulación) pero pese a todo recomiendo a cualquier aficionado a la literatura holmesiana que intente buscarla. No quedará defraudado.
Una de las últimas apariciones públicas del profesor Moriarty ha sido en la serie de cómics (y en la mediocre película basada en ella) The League of Straordinary Gentlemen, obra de Alan Moore y Kevin O’Neill y donde el guionista de Watchmen y From Hell construye una deliciosa historia steam-punk al tiempo que narra la fundación del servicio secreto inglés, cuyos primeros agentes son nada menos que Mina Harker, el Doctor Hyde, Allan Quatermain, el capitán Nemo y Hawley Griffin, enfrentados a un anónimo (aunque fácilmente reconocible) doctor oriental por la posesión de la cavorita del profesor Cavor. En su aparición en el cómic, Moriarty no se muerde la lengua al calificar a Holmes de “drogadicto sodomita” y otras lindezas por el estilo y Moore y O’Neill nos los presentan como un hombrecillo encorvado cuya apariencia y ademanes parecen una mezcla del Shylock de Shakespeare y el señor Scrooge de Dickens.
Es precisamente en los comics (concretamente en los de las dos grandes compañías editoras norteamericanas, Marvel y DC) donde Moriarty ha encontrado a dos de sus más destacados hijos espirituales. Tanto el Kingpin de los tebeos de Spider-man y Daredevil como, y especialmente, el Lex Luthor que John Byrne y Marv Wolfman diseñaron tras las Crisis en Tierras Infinitas, deben mucho a ese “Napoleón del crimen”, respetable ciudadano en apariencia y cabeza en la sombra de una todopoderosa organización criminal, cuyos planes por la dominación del mundo se ven frustrados una y otra vez por la intervención del héroe de turno, quien podrá poner coto a sus maquinaciones, pero nunca detenerlas por completo.
Tiene sentido. Al fin y al cabo, si un héroe sobrevive y tiene descendencia espiritual también deben hacerlo sus enemigos, o el héroe perdería todo sentido como tal. Así, mientras Sherlock Holmes siga vivo en la imaginación popular, Moriarty no terminará de morir jamás.

Publicado originalmente en Cosecha Roja (Bibliópolis, crítica en la red)
© 2002, 2008, Rodolfo Martíne

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