
miércoles, 31 de marzo de 2010
LAS BENEVOLAS de Jonathan Littell

La obra del escritor norteamericano nacionalizado francés (2007), residente en Barcelona, Jonathan Littell (Nueva York, 1967), irrumpió en el escenario internacional hace un año largo, y antes de que concluyéramos la lectura del libro, las más de novecientas páginas compactas del original francés, gozaba ya del estatus de superventas. El camino hacia la publicación le produjo decepciones hasta llegar a la prestigiosa Gallimard, bajo cuya tutela recibió diversos premios en un tiempo record, como el Goncourt (2006) y el de novela de la Academia Francesa (2007). El comercialismo permeó la salida del libro; ni los premios reputados ni las vetustas instituciones poseen la suficiente fuerza para resistir el empuje de un ganador. Si el Goncourt se otorga a “la mejor obra de imaginación en prosa”, la verdad es que en este potente texto la imaginación precisamente de-sempeña un papel menor. El argumento y el propio narrador, bosquejado sobre una persona histórica, fueron inspirados por hechos probados. Los jurados del Goncourt premiaron un volumen que figuraba en las listas de los mejor vendidos y a un ganador anunciado.
Littell resulta un autor original. Sus maneras artísticas difieren de las de novelistas literarios clásicos, quienes empañan el material ficticio con su sensibilidad (Proust) o dramatizan vivencias personales (Kafka). Su proceder se asemeja más, en principio, al narrador tradicional del siglo XIX, como Dostoyeski o Tolstoi, según opina Jorge Semprún. En principio, Littell trabaja como los autores de la novela histórica actual, quienes buscan un material desconocido, lo investigan a conciencia y luego lo ordenan para el lector con la eficiencia de un relator fiel. La ficción les concede una generosa libertad de acción. El franco-norteamericano investigó con rigor su tema, las atrocidades nazis en el frente del este de Europa durante la segunda guerra mundial, pero a diferencia de los novelistas históricos usuales, transmitió todo a través de un singular narrador, un nazi, homosexual, asesino, engañador y con una conciencia repugnante. Littell ganará al lector no por valerse para contar el argumento de este ser deleznable, sino por el relato de las abrumadoras atrocidades cometidas por los nazis en su marcha hacia Rusia.
De hecho, Claude Lanzmann, el director de la película Shoah, desaprueba que los crímenes de guerra cometidos contra los judíos sean narrados por un ser frío e inmoral, y calificó la novela de “flor envenenada”. Maximilien Aue, el protagonista narrador, antiguo miembro de las SS, aparece al comienzo del texto casado y con hijos, viviendo confortablemente en Francia, donde dirige una fábrica de encajes y nadie sabe de su pasado nazi. Treinta años después de haber participado en el holocausto decide contar sus experiencias de guerra como SS, relatando con morosidad su participación en las limpiezas étnicas realizadas por su unidad militar. Por ser hijo de alemán y de madre francesa Aue pudo, tras la contienda, usar su pasaporte francés, ocultando así su pasado criminal. Este personaje educado y cerebral, doctor en derecho, aparece como un ser frío y calculador, quien tuvo cariño hacia su hermana, en parte morboso también, pues él hubiera deseado nacer mujer.
Todo lector resulta colocado por el narrador en una situación moral imposible desde el mero comienzo de la obra, cuando Maximilien nos confía que escribe “para activar la sangre, para ver si puedo aún sentir algo, si todavía sé sufrir un poco. Curioso ejercicio” (pág. 20). Se dirige al lector con actitud desafiante, “Adivino lo que estáis pensando: pero qué hombre más malo, os decís, un hombre perverso, un sinvergüenza” (pág. 25), y pasa a justificar sus actos diciendo que matar en combate supone lo mismo que matar a un civil desarmado durante la guerra. Las confesiones producen una cierta arcada; se atreve por encima a terminar con un desafío, con un ataque ad hominem al posible lector: “soy un hombre como todos los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!” (pág. 32). A partir de ese momento experimentamos una verdadera desazón, pues no somos como él, un asesino confesado: hemos sido emplazados a mirarnos en el espejo moral propio, el de la memoria histórica de nuestra propia cultura de la posguerra. A continuación, en los largos capítulos la narración de Aue transmite puntualmente los horrores cometidos por los rusos y por las SS durante la contienda, información desenterrada por Littell en las bibliotecas de Polonia, Ucrania y Rusia, en más de doscientos libros, y su recuento conforma el grueso del volumen. El joven Littell se había preparado para tal labor en Yale University y trabajando posteriormente para diversas ONGs en Chechenia y Afganistán, entre otros lugares.
La novela hay que entenderla dentro del contexto de la narrativa actual, cuando la novela de crimen y la histórica han desplazado a la puramente literaria en las preferencias del público lector. La peculiaridad del franco-estadounidense reside en que supo redactar un larguísimo texto de ficción histórica con un componente de verosimilitud del 95%, que resulta puro alcohol para la conciencia de los lectores. Apropiado para disolver la pereza con que los europeos y americanos abordamos la cuestión de la memoria histórica de, por ejemplo, los ucranianos, las primeras víctimas visitadas en el relato de Littell. El futuro escritor pasó varios años investigando las atrocidades relatadas, como adelanté, y luego dedicó un año a volcar toda esta información en la página. Aquí no hubo tiempo para la reescritura a lo Flaubert, uno de los autores preferidos del escritor, pues no le mueve el prurito de la perfección estilística, de la enunciación del tema mediante palabras bellas. Le mueven los datos descubiertos, los ejemplos de ciudades arrasadas primero por los rusos y luego por las SS en sus respectivos intentos de limpieza étnica, y transmitir la frialdad de los verdugos, como Aue y sus camaradas.
El lector de Las Benévolas sentirá la urgencia de aprender más del asunto, y se perderá interesado en este océano de páginas, otro capítulo de la infamia universal. El texto posee una belleza literaria de nuevo cuño, pues emana de una fuerza, originada en la biografía del autor de antepasados judíos polacos, que fructificó en el relato de las minuciosas investigaciones sobre los crímenes nazis. Littell mira en el ángulo oscuro de la realidad no para despertar nuestra sensibilidad individual, sino la conciencia humana del nosotros. La solidaridad parece ser el único horizonte posible para el siglo XXI, confiando siempre que las benévolas, las furias de Eurípides, alcanzarán a los culpables de crímenes contra la humanidad.
FIAT LUX"CRÍTICAS, PENSAMIENTOS, LITERATURA UNIVERSAL, CINE, REFLEXIONES, ANÁLISIS, NOTICIAS, COMENTARIOS, ARTE, CULTURA, ARTÍCULOS PROPIOS Y AJENOS."
sábado, octubre 27, 2007
Crítica a "Las Benévolas"
Sobre la memoria histórica -que es plural, egoísta y, sobre todo, personal- es muy difícil legislar. Conviene hacerlo sobre las consecuencias indeseables de la memoria sectaria del poder, pero, en lo que toca a las memorias personales o grupales, lo que procede es que se confronten, se rebatan y se repiensen. La novela contribuye poderosamente a ello porque es la manera más fértil de reducir la Historia a conciencia crítica del pasado. Y por eso, la narrativa prospera a favor de los periodos de transición, de las jornadas inciertas, cuando se está en el límite mismo de los olvidos. ¿Nos extrañará que todas las novelas británicas de los ochenta hablen en el fondo de la cercana catástrofe Thatcher? ¿O que muchas grandes novelas francesas recientes resuciten la lejana II Guerra Mundial, ya sea con la piedad crítica de Patrick Modiano, la sabiduría simbólica de Michel Tournier o la memoria en carne viva de Irène Némirovski (en la feliz recuperación de Suite francesa)?
Para confirmarlo, Jonathan Littell un escritor jovencísimo (nacido en 1967), norteamericano, ha escrito en un francés -peculiar pero espléndido- Les bienveillantes (Las benévolas), un relato de más de setecientas páginas que le granjeó los premios Goncourt (y de la Academia) de 2006 y la nacionalidad francesa. Gracias a la traductora María Teresa Gallego Urrutia, los lectores españoles tienen ahora la posibilidad de zambullirse en esta larga pesadilla que no ha brotado de la memoria, sino de la bibliografía, y que, a modo de rapsodia, enlaza ficciones e ideas previas acerca del mundo del nazismo. Me explico: la convicción del autor acerca de la "banalidad del mal" procede de Hannah Arendt (y le ha inspirado inolvidables perfiles novelescos de Eichmann y Himmler), pero Littell también ha visto El ocaso de los dioses, de Luchino Visconti, que asoció incesto, tragedia y suntuosidad al recuerdo del nazismo, igual que ha leído a Vassili Grossmann para evocar los días de Stalingrado y conoce muy bien las letras colaboracionistas de los olvidados Lucien Rebatet y Robert Brasillach, a los que ha hecho amigos de su protagonista.
Y se ha inventado, sobre todo, un diabólico personaje y narrador: Maximilien Aue es el hijo de una alsaciana y de un alemán, que combatió en las crueles tropas especiales en la Guerra Europea de 1914. También es homosexual, o mejor todavía, una suerte de hermafrodita que prefiere ser penetrado para no perderse el goce femenino. Es incestuoso, como ya he apuntado. Y es un criminal inaccesible a la idea de culpabilidad, aunque también es un joven cultísimo. Eligió ser alemán y, huyendo de una redada de la policía en medios homosexuales de Berlín, ha sido reclutado por las SS, donde llega a ser teniente coronel. Durante la guerra, vive sucesivamente la experiencia de la liquidación de judíos y comunistas en Ucrania, las pintorescas especulaciones étnicas de los científicos nazis en el Cáucaso, el espanto de Stalingrado, los lager de Polonia, y llega a dirigir el uso de mano de obra hebrea en Hungría, para concluir en el Berlín del hundimiento final. Y se ha salvado para poder contarnos -con una mezcla de probidad de funcionario, egoísmo de adolescente caprichoso y sentido poético- esta historia siniestra que esconde unos cuantos asesinatos a sangre fría. ¿Y la culpa? ¿Y el horror? En esta novela, la culpa y el horror se expelen. La repugnancia de Max por algunas servidumbres de su trabajo le lleva a padecer diarrea permanente, y esa dolencia se repite durante su idilio berlinés, aunque la complacencia en lo fecal también preside la caracterización de su mentor inválido, el pestilente Mandelbrod. Sangre y mierda: en pocas novelas se hacen tan físicamente evidentes estas dos respuestas y signos de la vida humana. Y porque está muy familiarizado con ambas, Aue puede reducir su testimonio a un estremecedor, meticuloso e imparcial relato, tocado de finos detalles de paisaje. Y puede justificarse, él y todos, gracias al venenoso concepto de Weltaschuung, visión personal del mundo. Precisamente por ella debe salvarse: porque sabe que todo ha debido ser así y hasta osa llamarnos "hermanos" a sus lectores.
Lo somos, por supuesto. No me parece casual que este Fausto perverso sea un refinado músico y helenista. Los largos capítulos del relato se titulan como las partes de un concierto barroco, su armonía predilecta: allemande, courante, sarabande, gigue... El título original, Les bienveillantes, traduce -como sabe cualquier lector francés de Esquilo- el nombre de las Euménides, los seres protectores y benévolos cuyo coro dio nombre a la última tragedia de La Orestíada, toda ella dedicada al horror y la venganza; pero las Euménides habían sido previamente las Erinias, el coro que hostigó a los personajes hacia el espanto. Y Aue ha sobrevivido indemne, para contárnoslo, bajo tan ambigua protección.
POR MARIO SALAZAR LAFOSSE
domingo, 7 de febrero de 2010
Albert Camus: un solitario solidario

I
Hace cincuenta años, el lunes 4 de enero de 1960, cerca de las dos de la tarde y en la ruta de Sens a París, un automóvil zumbante en velocidad excesiva chocó contra un árbol de la orilla de la carretera y se partió en dos. Al lado del vehículo la policía de caminos encontró tres cuerpos aún vivos: dos mujeres ligeramente heridas, un hombre moribundo, Michel Gallimard y, entre las láminas aplastadas de la carrocería, otro más, ya muerto, que sería reconocido gracias al documento de identidad. Muy poco después los atareados teletipos difundían al mundo la sensacional noticia: el cuerpo inmediatamente muerto en el choque del vehículo Facel-Vega era el de un francoargelino de 46 años de edad, casado, padre de dos niños, residente en París, que era simultánea y famosamente el escritor, el novelista, el dramaturgo, el ensayista Albert Camus, poseedor del premio Nobel de Literatura desde apenas tres años antes y mundialmente acreditado en el mundo como una de las voces morales de su tiempo.
Albert Camus había nacido el 4 de enero de 1913 en Mondovi, departamento de Constantine, Argelia. Su padre, Lucien Camus, era un modesto artesano originario de Alsacia que en1914, el año inicial de la Primera Guerra Mundial, murió como flamante soldado suavo en la primera batalla del Marne y dejó en el infortunio a la señora Catherine Sintes de Camus, argelina de origen español, y dos hijos: Albert y su hermano un poco mayor. Desde 1919, gracias a una beca, Albert ingresa en la escuela pública de la ciudad de Argel, y después en un instituto de educación secundaria donde encuentra un maestro, Louis Germain, un santo laico que lo instruye en las letras, en las virtudes intelectuales y morales que debe tener “un buen pobre” y en la práctica del futbol amateur, que, como dirá más tarde, es también una buena disciplina intelectual y moral.
En la juventud Albert lee ávidamente a filósofos y novelistas, detiene o encaja goles como heroico guardameta del equipo de futbol de la Universidad argelina y desde 1930 sufre los síntomas de la tuberculosis, por la que debe renunciar a sus recién iniciados estudios formales de Filosofía, que, por lo visto, no resultan particularmente fortalecedores de los pulmones aunque sí de la mente, y entra de oficinista menor en la Prefectura de Argel, donde el poco trabajo y los extensos paréntesis de ocio le permiten ir sanando, fundar una compañía teatral con amigos y obreros franceses y musulmanes, practicar el futbol amateur, frecuentar las playas para nadar hasta la línea del mar abierto, broncearse tendido bajo el totalitario sol africano y galantear a las morenas bañistas, quienes lo encuentran apuesto a pesar de ser doblemente chato por tener breve la nariz y por apellidarse Camus (que en francés significa... chato, precisamente); y ha comenzado a escribir paginas de prosa narrativa y ensayística que publica entre sus trabajos de reportero en el periódico Alger républicain, dirigido por su amigo Pascal Pia.
Desde sus primeros reportajes acerca de la miseria de los trabajadores musulmanes de Argel, con los cuales, veinte años antes del estallido del conflicto argelino, fue de los primeros en lanzar la voz de alarma acerca de la condición proletaria en su país, Camus se gana una buena fama en los medios cultos de Argelia y de París y un destacado renglón en la lista negra de la policía argelina, que, sabiéndolo cercano al Partido Comunista, empieza a hostigarlo. Entonces ha llegado para el joven periodista el momento de salir hacia el mundo. Y el mundo entero, para un joven intelectual de cualquier país subdesarrollado, es la capital por excelencia de la cultura: París, la Ciudad Luz (¿cuál otra en aquel entonces?).
En París y después de meses de hambre y de dormir a veces bajo algún puente del Sena (río culto que fluye entre orillas de libros, según Apollinaire), Camus obtiene trabajo en el diario Paris-Soir, donde no tardará en ser nombrado redactor jefe. En 1933, habiendo, como decía, “aprendido el socialismo no en Marx, sino en la vida”, ingresa en el Partido Comunista, pero no tarda en abandonarlo, hastiado del dogmatismo marxista-leninista y decepcionado por algunas noticias acerca de la atroz dictadura de Stalin, quien ya ha comenzado a encerrar a campesinos y obreros en campos de concentración y a aniquilar, mediante tribunales y juicios ad hoc, a intelectuales y líderes de la vieja guardia comunista. De ahí en adelante será un hombre de izquierda sin militar en ningún partido, será un solitario solidario, que, pasada la medianoche, al salir de la imprenta del periódico, va con algunos obreros, redactores, correctores y linotipistas, hombres puros de pensamiento libertario, de una feroz intransigencia moral, a beber las copas de la convivialidad y de la discusión sobre la actualidad política en un pequeño bar de suburbio en cuya estantería el bartender tiene, entre las botellas de licor, una pequeña biblioteca ácrata (Proudhon, Bakunin, Kropotkin, el primer Max Stirner, acaso el Tolstoi filolibertario, etc.). Con algunos de esos camaradas Camus alquila un apartamento amueblado de la calle Jaude, donde se forma una especie de falansterio alrededor de la “caja del “fondo comunitario”: la lata en la que mujeres y hombres depositan el dinero de sus pagas.
Allí, Albert, desde las dos de la madrugada, con un eterno cigarrillo Gitane entre los labios, con un vaso de vino tinto cerca de las cuartillas, ha empezado a escribir, a mano, pues aún carece de máquina de escribir propia, su primera novela:L’étranger.
II
En 1942, en Francia ocupada por las fuerzas de Hitler, un libro titulado L’étranger (El extranjero), primera novela de un autor hasta entonces casi desconocido, salvo de algunos lectores por sus artículos periodísticos en Paris Soir y del público que lee el furtivo Combat (el periódico de la Resistencia), sacudió los círculos intelectuales y literarios de París y no tardaría en hacerlo en los del mundo. Albert Camus, robando horas al cansancio de su doble actividad periodística, la había escrito acaso paralelamente a su libro-ensayo Le mythe de Sisiphe (El mito de Sísifo). Su protagonista y al mismo tiempo el narrador de su “caso” es un hombre común, pero será célebre como uno de los grandes personajes de la narrativa del absurdo, inscrita en la filosofía existencialista que Heidegger había iniciado en Alemania y que famosamente Jean-Paul Sartre, el maestro de pensar del joven novelista argelino, había ya importado a la literatura francesa con el plúmbeo ensayo El ser y la nada y la angustiosa y no menos plúmbea novela La náusea.
El argumento de El extranjero se inicia narrando la cotidianidad mediocre de Mersault, un pied-noir de Argel, un ciudadano blanco, oficinista menor de la burocracia estatal. Ese hombre común, de carácter apático pero entusiasta del goce sensual (el sexo, el sol, el mar), es llamado un sábado al asilo de ancianos donde ha fallecido su madre, y después de cumplir sin dolor manifiesto con los ritos comunes de la velada fúnebre, de la ceremonia religiosa y del entierro, reemprende inmediatamente su monótona vida habitual: esa misma tarde sabatina va al cine con su amante, Marie Cardona, a ver una película cómica. Al día siguiente, domingo, va con su amigo Raymond a una playa común aledaña de un barrio árabe. Allí, y en el único momento violento de la novela, los amigos tienen una reyerta con dos árabes que perseguían a Raymond por un lío con una mujer. Apuñalado en un brazo, Raymond trata de disparar un revólver, Mersault se lo arrebata para impedir asesinato, y, agobiado por el insoportable calor canicular, vaga por la playa, reencuentra por casualidad al árabe heridor de su amigo, y desapasionadamente, como cediendo a un abotagamiento bajo la conspiración del sol cegador, el calor, el revólver inconscientemente empuñado y el propio hastío, dispara contra el árabe. “Y el disparo fue como un aldabonazo en la puerta de la desdicha”.
Así termina la primera parte de la novela, que aunque desarrollada desde la voz narrativa del protagonista, tiene un tono en apariencia “objetivo”, en el que algunos críticos creyeron detectar la influencia del roman noir norteamericano: la novela detectivesca de Hammet, Chandler y otros. Esa influencia la negaría el mismo Camus, y por lo demás, si alguna hubiera, ya no es visible en la segunda parte de la novela, ahora narrada desde la subjetividad de Mersault, que asiste, pasivo y a veces divertido, a su proceso criminal y va desarrollando la conciencia del absurdo de su existencia como de cualquier existencia humana. Objeto de la justicia, no asumiéndose como un criminal, se siente extranjero en la realidad común, un hombre desligado de los valores morales que pretenden dar sentido a la vida. Ahora es un (no profesional) pensador del absurdo: indiferente al bien y al mal: para él lo que llamamos vida es sólo existencia pura y simple, el mundo no tiene ni acata una significación, es impasible ante el goce o el dolor de los hombres. En Mersault ha nacido una suerte de conscientemente inútil revuelta interior: la vida es absurda y sólo consentir lúcidamente (¿e irónicamente?) en ello le da un sentido.
Camus aclararía en el ensayo El mito de Sísifo esa filosofía, digamos “mersaultiana”, con la que se matiza su pensamiento existencialista heredado de Sartre (que lo heredó de Heidegger). Si el antihéroe camusiano se afirma en la revuelta inútil ello se debe a que, en los últimos momentos de condenado a muerte, su conciencia despierta y le revela “la indiferencia del mundo” ante los afanes, las pasiones y la gesticulación de los hombres. Pero, entre el sí y el no de la conciencia, el ensayo, tal vez escrito paralelamente a la novela, incide en una idea afirmativa: Sísifo, el hombre inmerso en el mundo absurdo, consciente de la inutilidad, del sinsentido de reiteradamente subir la enorme roca hasta la cima de la montaña, decide que con eso da un sentido y hasta un gozo a su existencia y a la condición humana. Sísifo es “más fuerte que la roca que carga”, y, en ese acto de pura voluntad, se asigna a sí mismo la esperanza de una razón de vivir.
Sartre, el inicial “maestro de pensar” del joven novelista de veintisiete años, elogióEl extranjero en un famoso ensayo. Camus conquistaba temprana celebridad como un brillante escritor aparentemente “amoralista”; pero durante sus años de la Resistencia contra la ocupación alemana, en los que escribía sus lúcidos editoriales en el furtivo Combat, fue teniendo una evolución filosófica y moral que se manifestará en su segunda novela, publicada en 1947: La peste.
III
Durante los años de su actividad en la Resistencia francesa como redactor-jefe del clandestino periódico Combat, Albert Camus había aprendido a desconfiar de cualquier pensamiento absurdo pero racionalizado y legitimador de los paladines del totalitarismo. En el drama Calígula (concebido en 1937 y representado, en 1945, unos meses antes de la liberación de París) había puesto en escena a una especie de alucinado héroe de la absurdidad, un tirano que, tras la muerte de la amada esposa, dedica su poder a vencer el absurdo por el exceso del absurdo y a imponer un reinado de la arbitrariedad, del capricho y el crimen. En el último acto, el tirano, comprobando que por haber “tomado partido contra los hombres” ha fracasado su quimera, se entrega a los puñales de los patricios conjurados gritando: “¡A la Historia, Calígula, a la Historia”, y profiere en un estertor: “¡Aún estoy vivo!”.
La pesadilla de la guerra mundial había terminado, pero no se habían acabado las diversas formas de poder total y las variantes del tirano Calígula. Hitler y Mussolini habían muerto, pero persistían dictadores como, por ejemplo, Franco y Stalin, quienes, basados en ideologías divergentes, ejercían el poder total en España y en la Unión Soviética. La pesadilla de la Historia (que decía James Joyce por boca de Stephen Dedalus en el Ulises) no había abandonado el mundo y combatirla seguía siendo una razón de ser, de actuar, de escribir que frente a un renaciente orden absurdo era una tranquila esperanza y una labor cotidiana: “Pesimista en cuanto a la condición humana, soy optimista en cuanto al hombre”, dice Camus y ese pensamiento subyace en La peste (1947), una novela alegórica que, inspirada por la invasión hitleriana, alude a cualquier orden totalitario.
Abierta desde este justificatorio epígrafe tomado del novelista inglés Daniel Defoe: “Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe”, la segunda novela de Camus —cuyo esquema alegórico es enriquecido con la narración y la descripción realistas de la ciudad argelina de Orán imaginariamente ocupada por la epidemia y aislada del resto del mundo— comienza cuando, al salir de su cuarto de baño en una mañana primaveral, el doctor Bernard Rieux tropieza en el pasillo con una rata muerta. Una invasión de ratas enfermas ha inaugurado la peste. A partir de la invasión de los roedores la epidemia avanza en progresión geométrica sobre la cotidianidad ciudadana sin que las autoridades sanitarias puedan contenerla, y va cobrando un cada vez mayor número de víctimas. Las autoridades municipales declaran el estado de epidemia y desde ese momento Orán cierra entradas y salidas fronterizas y, como una ciudad sitiada en estado de guerra, resulta desprovista de toda comunicación con el exterior. Muchos ciudadanos se adormecen en el miedo o buscan cualesquiera formas de consuelo o diversión, otros más lucran con la miseria general, pero algunos como el doctor Rieux y su amigo Tarrou, unos pocos, procurando no perderse esporádicas ocasiones de goce del mero existir (por ejemplo tomándose una tregua para gozar de la playa, del sol, de la natación en el mar), se enfrentan a la epidemia y la combaten como humildes y tenaces héroes civiles, se esfuerzan en las labores médicas y en cualquier forma de socorro a los enfermos. Y, tras los días infernales de la tan concreta como simbólica ocupación de Orán por las ratas, la ciudad queda liberada de la plaga.
Los trabajos de Rieux, Tarrou y otros valientes, en el modo de un heroísmo pacífico, humilde y cotidiano, han ayudado a que la ciudad se salve recobrando la salud. Pero en el final de la novela, publicada en los días en que el mundo se recupera de las invasiones nazis, descubrimos que el cronista del combate a la plaga, es decir, el “cronista” desde el interior de la novela, es el mismo doctor Rieux, que concluye su testimonio en un tono de advertencia:
“Escuchando, en efecto, el griterío alegre que ascendía de la ciudad, Rieux pensaba que esa alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía algo que aquella alegre muchedumbre ignoraba y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere, que puede permanecer durante decenas de años adormecido en los muebles y en las sábanas, que pacientemente espera en las habitaciones, en los sótanos, en las maletas y hasta en los pañuelos y en los viejos papeles, y que tal vez llegaría el día en que, para desgracia y para enseñanza de los hombres, la peste volviese a despertar a sus ratas y a enviarlas con la muerte a una ciudad dichosa.”
La segunda novela de Camus es una extensa, una intensa metáfora del Mal representado por la epidemia, la cual representa al orden nazi, el cual a su vez representa a cualquier orden totalitario… y simultáneamente a otra perpetua plaga: el terrorismo de grupo o de Estado y sus ideologías justificadoras. Y de esa plaga Camus tratará en 1951 en L’Homme revolté (“El hombre en revuelta”, mejor que “El hombre rebelde”), un perturbador ensayo sobre la violencia terrorista y revolucionaria “justificada” por alguna ideología fervorosa y sistemáticamente humanitaria.
IV
Publicado en 1951, cuando el totalitarismo fascista ha sido vencido y destruido, pero queda en gran parte del mundo el totalitarismo sovietico, L’hommme revolté (El hombre en revuelta, título que propongo en lugar de El hombre rebelde, adoptado generalmente para las ediciones del libro en español), es el libro en que Camus, prolongando sus reflexiones de El mito de Sisifo y llevándolas al plano de la historia política, se interroga sobre el problema central del siglo XX exponiendo cómo unos hombres, en nombre de de alguna ideología y justificando alguna razón de Estado, han legitimado los totalitarismos asesinos. “Heatcliff, en Cumbres borrascosasaniquilaría a la Tierra entera por poseer a Cathie—dice el autor en las primeras líneas de la introducción y refiriéndose a los protagonistas de la poderosa novela de Emily Brontë—, pero no se le ocurriría decir que ese crimen es razonable o que es justificable por un sistema. Lo cumpliría, y allí concluye toda su creencia. (...) Pero a partir del momento en que, por falta de carácter, uno asume una doctrina, desde el instante en que se razona el crimen, éste toma todas las formas del silogismo” y conduce a los sistemas totalitarios, a “los campos de esclavos bajo la bandera de la libertad, a las matanzas justificadas por el amor al hombre o por el gusto de la superhumanidad”.
L’homme revolté reflexiona sobre la historia de la revuelta. Desde la Biblia y el pensamiento y la mitología de los griegos hasta los revolucionarios de los siglos XIX y XX, Camus interroga a algunas figuras tomadas de la religión, la filosofía, la literatura y la historia y sus movimientos políticos. Para Camus la revuelta histórica y política, que opone los hombres a quien los oprimen, es la consecuencia lógica de la revuelta metafísica. La literatura, desde los pensadores libertinos del siglo XVIII y desde Sade ha reivindicado la “negación absoluta” en forma de egoísta, frenética e ilimitada libertad del individuo; algunos dandis intelectuales y literarios surgidos del romanticismo han erigido una justificación de diversos estilos de satanismo; Ivan Karamazov desde la visionaria novela de Dostoyevski, y en revuelta metafísica llevada hacia la revuelta traducida en acto criminal, no justifica a un Dios que permite el dolor de los niños; desde el siglo XIX los nihilistas y los líderes revolucionarios de finales del siglo legitiman la razón esencial de su revuelta: sustituir el reino de Dios por el de la Justicia social, y, en consecuencia, los líderes políticos erigen a su vez, bajo ese explícita o implícita razón de actuar, alguna manera de Estado totalitario: el régimen fascista y el régimen soviético. El terrorismo de Estado elige la irracionalidad como en el Estado nazi, o la racionalidad, como en el socialista Estado soviético, y los dos sistemas ideológicamente contrapuestos se materializan en el horror de los campos de concentración y del exterminio metódico de disidentes o de la masa de sirientes reacios. O de o meros resistentes o de seres racialemente “inferiores”. Los dos sistemas de feroz capitalismo estatal a final de cuentas, ejercen una misma opresión y un parecido terror sobre los hombres concretos…aunque lo hacen para bien de los hombres futuros, es decir abstractos. Y Sísifo, trastocado en Prometeo y razonando y justificando su revuelta, se levanta hacia el poder, se vuelve César y legitima otro poder, el cual, como los anteriores, esclaviza y aterroriza y mata a los hombres prometiéndoles un futuro luminoso constantemente pospuesto… porque antes hay que cumplir con los deberes exigidos por la Historia erguida como sustituto del Dios desechado.
La publicación en 1951 de L’homme revolté, obra filosófica apasionada pero serena, provocó violentas polémicas más políticas más que filosóficas, la principal de las cuales comenzó desde la revista de Jean-Paul Sartre, maestro del pensar, jefe de conciencia de la intelectualidad comunista y procomunista, director de los paladines del “socialismo real” en la revista Les temps modernes y líder intelectual del marxismo dizque puesto al día, y, en torno a ellos, los escritores engagés, los comprometidos con el marxismo-leninismo correcto, más las legiones de militantes y simpatizantes (los llamados “compañeros de ruta” y los que Lenin llamaba los “tontos necesarios”), no podían admitir que se condenara a la correcta ideología “científica” y su dizque realización histórica en la Unión Soviética y en los países satélites. Mientras Sartre servía a la ruta ineludible de la Historia hacia la meta delhappy end, Camus “irresponsablemente” decía No y se salía de esa ruta arguyendo que era demasiado dura para los hombres realmente existentes. Y la campaña de un tono militante y casi militar en contra del inquietante cuestionador de la razón de ser del paraíso “socialista”, es decir en contra del desmentidor de la esperanza radiante de la humanidad soñada, se desencadenó en un modo montonero y notoriamente innoble.
V
En L’homme revolté (El hombre en revuelta) mostraba Camus cómo los revolucionarios que seguían una lógica hasta el final acababan convertidos en opresores y criminales, y cómo tal línea conducía a los disidentes “al mismo dilema: o la policía o la locura”. Camus contradecía así el mito de la revolución ideal conducida hacia un redentor Estado: oponía la lucidez crítica a la ideología de la sistematizada Revolución, abrazada por los intelectuales de la izquierda doctrinaria (y se ha visto que Camus no se equivocaba: se ha visto cómo a lo largo del siglo XX y en tiempos en que vivía Camus, y luego, en tiempos que su muerte en 1960 le impidió conocer, el mito revolucionario, traducido en acción sistemática, ha derivado hacia los sistemas totalitarios).
La polémica Sartre-Camus prendió en la intelectualidad internacional. Mientras Sartre en aquel tiempo declaraba estar a favor de la Historia, esto es: de los sistemas que según él hacían avanzar a la humanidad hacia el horizontes luminoso del socialismo realizado en el Estado, el de Stalin, el de Mao, y después los de Pol Pot y Castro, en cambio Camus, “solitario solidario” (según consideraba al personaje de uno de sus cuentos de El revés y el derecho), se situaba de parte de las víctimas, de quienes sufren la Historia bajo bajo sistemas totalitarios que se llaman comunistas, pero ejercen un capitalismo de Estado aún más feroz que el del sistema manifiestamente capitalista.
El tema originario de la discusión era el libro de Camus y particularmente sus críticas a la revolución erigida en Estado absoluto, pero muy pronto se hizo central un asunto específico: la existencia de los campos de concentración en la Unión Soviética. El encono y el anatema de Sartre y seguidores contra Camus, llevado hasta el punto de deformar su biografía (se llegaba a afirmar que Albert no había sido pobre en su infancia y su adolescencia), se debía a que el autor argelino denunciaba las injusticias de la razón de Estado en los países del socialismo autoritario.
En su respuesta, Sartre se asumía como paladín del sufriente proletariado y ocasional compañero de ruta de los comunistas defensores del Estado “socialista”; y decía, desde el pedestal de maestro del pensar: “Usted condena al proletariado europeo, porque no ha reprobado públicamente a los soviets, pero también condena a los gobiernos de Europa porque admitirán a España en la UNESCO; en este caso, sólo veo una solución para usted: las Galápagos. En cambio a mí, al contrario, me parece que la única manera de acudir en ayuda de los esclavos de allá es tomando el partido de los de aquí”.
Camus respondió lúcidamente al maquiavelismo sartriano, aunque ya sus respuestas estaban implícitas y explícitas, en L’homme revolté: “Acabando su historia a su manera, la revolución no se contenta con matar cualquier revuelta. Obliga a todo hombre, y hasta al más servil a ser responsable de que la revuelta haya existido y exista aún bajo el sol. En el universo de ese proceso, al fin conquistado y acabado, los pueblos de culpables caminarán sin tregua hacia una imposible inocencia bajo la mirada amarga de los Grandes Inquisidores”. Así “la contradicción última de la mayor revolución que haya conocido la Historia es que pretende la justicia a través de un ininterrumpido cortejo de injusticias y violencias”.
Octavio Paz, que estaba en París cuando se encendió la famosa polémica, y que había leído en publicaciones periódicas algunos adelantados capítulos de L’homme revolté, vivió los días fogosos del comienzo de la polémica, y daría su testimonio:
“En esos días Sartre estrenó Le Diable et le Bon Dieu. Fui a una representación y me impresionó la justificación jesuítica de la “eficacia” revolucionaria que contiene esa obra. A los pocos días comí con Camus y le dije: ‘Acabo de ver la pieza de Sartre y es una apología indirecta del estalinismo. Cuando aparezca el libro de usted, Sartre lo atacará’. Me miró con incredulidad y me respondió: ‘Tengo sólo tres amigos en el mundo literario de París. Uno de ellos es Malraux. Me he alejado de él por su posición política. A Sartre, me liga sobre todo una relación intelectual. El tercero, al que me une algo más que las ideas, es el poeta René Char —un amigo fraternal. Ninguno de los tres me atacará’. Me sorprendió su respuesta y le dije: ‘Sí, Malraux nunca lo atacará. Se lo prohíbe su estética heroica y teatral: sería un gesto indigno de su personaje. Char tampoco lo atacará: es un poeta y, esencialmente, coincide con usted —o usted con él. Pero Sartre es un intelectual y para él, a la inversa de Malraux, la vida de las ideas es la verdaderamente real (aunque en su filosofía pretenda lo contrario). Al hombre que ha escrito Le Diable et le Bon Dieu tiene que parecerle una herejía lo que usted dice en L’homme révolté y condenará a la herejía y al hereje en el Tribunal filosófico...’ No me creyó. Días después, la revista de Sartre desencadenó el ataque en su contra. Llamé por teléfono a María Casares: ‘¿Cómo está Alberto?’ Me contestó: ‘Se pasea por la casa como un toro herido’”.
Camus, añadía Paz, “no enfrentó una ideología a la historia y sus desastres, como Sartre y [Louis] Aragon, sino una lucidez. No fue un filósofo sino un artista, pero un artista que nunca renunció al pensamiento. Si la filosofía nos enseñaba a vivir y también a morir, si la filosofía no es sólo un saber, sino una sabiduría, hay más sabiduría en los ensayos no filosóficos de Camus que en las disquisiciones de muchos filósofos”.
Por: José de la Colina
sábado, 6 de febrero de 2010
J. D. Salinger

Por todas partes han aparecido ya notas sobre la muerte de J. D. Salinger a los 91 años, más de 50 después de que se se recluyera en una casa de Cornish, New Hampshire, y a 45 de la aparición de su última obra, el cuento “Hapworth 16, 1924″, remate de la serie extraña (tal vez no es una serie, en absoluto) sobre los sensibles, los extraños hermanos Glass.
Ninguna nota deja de mencionar el hecho de que Salinger huyó de la fama para convertirse en el ermitaño más famoso de la literatura del siglo XX. Ninguna deja de lado sus excentricidades ni los detalles incómodos revelados por su hija Margaret en una autobiografía de 2000. Como en esos lugares también se pueden encontrar fácilmente todos los otros datos “duros” del caso, no digo más aquí y sólo enlazo este obituario, escrito por el peruano Iván Thays.
Lo que vale la pena decir aquí es esto: no sé qué va a pasar ahora con la obra de Salinger, sumamente escasa y que para muchos se reduce a su novela El guardián entre el centeno (1951).
La historia de Holden Caulfield, el adolescente inadaptado que se busca a sí mismo en una sociedad a la que rechaza, tuvo un éxito enorme en su momento y durante las décadas inmediatamente posteriores en los Estados Unidos y el resto del mundo; después se convirtió en un texto “clásico”, recomendado con frecuencia pero leído con menos pasión (desde muy pronto se vio a su autor como un especialista en un campo muy estrecho: “su truco”, dice una reseña adversa de los años sesenta, “es volver glamorosa la autocompasión”)…, y ahora puede haber quedado sumamente lejos de los intereses y el modo de pensar de los adolescentes actuales de su propio país y de los otros. Esta nota del New York Times puede ser representativa de las nuevas opiniones sobre el tema: según su autora, Jennifer Schuessler, los adolescentes de ahora no encuentran mucho de interés en Salinger porque desean integrarse más que distinguirse de su sociedad, competir y ganar más que embarcarse en búsquedas interiores. Además, al contrario de lo que sucedía a mediados del siglo XX, buena parte de la economía global (sobre todo en los países desarrollados) gira alrededor de los adolescentes y les vende espacios, moda, signos de identidad que Holden, para bien o mal, nunca habría podido tener.
Schuessler cita a un quinceañero de Long Island quejándose: “Todos odiamos a Holden en mi clase. Todos queríamos decirle ‘Cállate y toma tu Prozac’”. A lo mejor es cierto: a lo mejor la serie de Harry Potter y programas como Glee muestran con mayor exactitud las aspiraciones y las neurosis (la vida real no, seguro que no: no todo el mundo tiene poderes mágicos, no todo el mundo canta tan bien) de los adolescentes. No habría que espantarse: todos los libros envejecen, se secan, se olvidan, aunque unos pocos lo hagan más despacio que el resto; la “pertinencia” de un texto, su “representatividad”, es una ilusión que sólo puede mantenerse durante cierto tiempo, si es que se da.
Por otra parte, el alboroto acerca de la vida extraña de Salinger y sus diversas manías y locuras apenas ha dejado ver a nadie lo realmente importante: Salinger no dejó de escribir durante sus años de reclusión. “Hay una paz maravillosa en no publicar. Es pacífico. Tranquilo. Publicar es una terrible invasión de mi vida privada. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo sólo para mí mismo y para mi propio placer”, dijo el escritor en una entrevista de 1974, y yo sospecho que una vez que haya quedado atrás la noticia de la muerte, y se haya hecho el reparto de dineros y herencias, llegaremos a leer siquiera una parte de esos escritos.
Lo más probable es que sean borradores decepcionantes; pero no habría que espantarse, tampoco, si fueran textos todavía más extraños de lo que resultan ahora los que Salinger sí publicó, testimonios de una experiencia humana alocada, introvertida y (sobre todo) totalmente contraria a los impulsos actuales: a lo que se supone que debe ser la vida en la época de Facebook. Una búsqueda espiritual cuando no queremos ninguna: una bofetada, o un escupitajo, en la cara que creemos tener.
Un puñado de autores secretos, encerrados, que escriben mientras viven en dificultades con el mundo y que no quieren publicar –Franz Kafka sería el ejemplo obvio; hay otros–, puede hablar con más fuerza que las legiones de los integrados, los sensatos, los oportunos y constantes. Si tiene suerte, tal vez J. D. Salinger termine por ser entendido no como un autor canónico, de programa escolar, sino como un auténtico “raro”; habrá que esperar a que esos textos salgan a la luz…
Por: Alberto Chimal. http://www.lashistorias.com.mx
sábado, 5 de diciembre de 2009
El enigma universal de Roberto Bolaño

Nuevas obras explotan el éxito planetario del autor chileno, muerto en 2003
De la fauna literaria no tenía buena opinión. �La escritura es un oficio poblado de canallas y de tontos, que no se dan cuenta de lo efímero que es�, declara en la misma entrevista de la televisión chilena, realizada en su primer viaje a la patria, tras 25 años de ausencia.
Fue una ocasión perfecta para opinar de todo, especialmente de literatura, y de autores chilenos. Bolaño, que admiraba a Nicanor Parra, fue bastante duro con sus compatriotas. Se despachó a gusto contra algunos de los más destacados. Ya lo había hecho con los autores del famoso boom y, sobre todo, con la larga secuela de los que transitaron esos caminos trillados con enorme fortuna. Sus declaraciones despreciativas no fueron pasadas por alto. �Es curioso que salvo Jorge Edwards y, mucho más tarde, Vargas Llosa, ninguno de los autores del boom haya dicho una palabra de Bolaño�, comenta Herralde.
Enrique Vila-Matas, que frecuentó al chileno a partir de 1995, dice que se dio cuenta de la grandeza de Bolaño, �cuando leí Estrella distante y Los detectives salvajes. Junto a Jorge Edwards, presenté este último libro en Barcelona, en 1999, y allí ya expuse por escrito mi percepción de estar ante un genio de la literatura�. Por eso no oculta su extrañeza ante otro fenómeno ligado al autor chileno. �Siempre me ha llamado la atención el poco interés que ha despertado Bolaño entre una gran parte de los escritores españoles. Es una indiferencia que hay que encuadrarla dentro de esa falta de interés que sienten normalmente los escritores españoles hacia sus propios colegas, y más aún si son latinoamericanos�.
A Roberto Bolaño no le cambió el éxito. No le llegó a tiempo. Cuando murió, a los 50 años, víctima de una cirrosis hepática, el 15 de julio de 2003, tenía una decena de obras de culto, que le permitían, todo lo más, vivir con holgura de la literatura. Ahora, seis años después de su muerte, su nombre de escritor está en boca de todos. Se reeditan sus libros, se le dedican ensayos y artículos, se adaptan sus novelas para el teatro, se estudian como guiones de posibles filmes. Es el éxito con mayúsculas. Un vendaval que lo ha trastocado todo, aunque a su principal responsable no puede ya afectarle.
Lo que saboreó antes de morir, apreciado por la crítica, consagrado, incluso, como el mejor escritor latinoamericano de su generación, fue una celebridad a escala humana, por decirlo así. Su novela Los detectives salvajes, tejida con los mimbres de su experiencia juvenil en México, había sido la clave de ese ascenso, a partir de 1998, que se tradujo en dos premios importantes, el Herralde y el Rómulo Gallegos. Eso le proporcionó muchos más lectores y una cuenta bancaria saneada, después de una década de penuria económica, y mil oficios de sudaca que diría él.
El éxito con mayúsculas, su inscripción en una liga superior de autores, en la que sólo caben nombres como el de Gabriel García Márquez o Jorge Luis Borges, entre los latinoamericanos, le llegaría con una obra póstuma, 2666. O, mejor dicho, con su edición norteamericana, que llegó a las librerías el año pasado. Una obra monumental, la más ambiciosa y compleja, según los críticos, que le ha abierto las puertas de la celebridad.
El éxito con mayúsculas, su inscripción en una liga superior de autores, en la que sólo caben nombres como el de Gabriel García Márquez o Jorge Luis Borges, entre los latinoamericanos, le llegaría con una obra póstuma, 2666. O, mejor dicho, con su edición norteamericana, que llegó a las librerías el año pasado. Una obra monumental, la más ambiciosa y compleja, según los críticos, que le ha abierto las puertas de la celebridad.
Su traductora, Natasha Wimmer, tardó años en verterla al inglés. Preguntada por la dificultad del lenguaje de Bolaño, crecido en México, Wimmer, respondía al magazine del New York Times: �Vivió veintitantos años en España, y se aprecia muy bien la influencia del español castellano, al menos tanto como la del español de México�.
Novela del año para la revista Time, ponderada por la archifamosa Oprah Winfrey, 2666 ha sido elegida mejor libro de ficción por el prestigioso Círculo Nacional de Críticos Literarios de Estados Unidos.
Juan Villoro escribe en el prefacio de un libro de entrevistas sobre el autor, publicado en Chile: �Como tantos grandes, Roberto Bolaño corre el albur de convertirse en mito pop�. De lo que no hay duda es de que es un fenómeno literario generador de millones de dólares. Una mina de oro susceptible de ser explotada. Porque si el éxito no pudo cambiar a Bolaño, ha cambiado al menos el mundo que rodeó al escritor, nacido el 28 de abril de 1953 en Santiago de Chile, y afincado en España a partir de 1977.
Su legado literario, en manos de su viuda, Carolina López, ha pasado a ser gestionado por el todopoderoso Andrew Wylie, el agente más famoso, y más temido, del panorama literario mundial. Wylie está inventariando el archivo del escritor, en busca de nuevas joyas. De momento, se ha anunciado ya la publicación de un libro, El Tercer Reich, y se habla de otras dos nuevas, Diorama y Los sinsabores del verdadero policía o Asesinos de Sonora.
Su albacea oficioso, el crítico Ignacio Echevarría, amigo íntimo de Bolaño, cree, sin embargo, que las obras en papel, el material que está siendo examinado ahora por la viuda del escritor y por Wylie, �es una parte arqueológica� de su obra. �Nada de lo nuevo que se publique va a sumar al escritor que es ya�, dice. Obviamente, no opina lo mismo su viuda, que vive todavía en Blanes, con los dos hijos de la pareja, Lautaro, de 18 años, y Alexandra, de 8. López declina, amablemente, hablar con este periódico. En un correo electrónico explica que necesita preservar la intimidad de sus hijos. No quiere entrar en cuestiones personales. ¿A quién puede importarle que antes de morir Bolaño la pareja estuviera prácticamente separada? Y, sin embargo, interesa. La revista chilena Quépasa dedicó recientemente un reportaje a la �compañera final� del escritor, la catalana Carmen Pérez de Vega.
La vida y la obra de Bolaño apasionan a un público cada vez más amplio, a medida que su obra escala en la lista de superventas. Y sus novelas son fuente de nueva inspiración. El Teatro Lliure presentó el año pasado una versión dramatizada de 2666. Y se habla de una posible adaptación al cine. 2666, un relato dividido en cinco partes, donde se mezcla el humor con la fantasía desbordante, y el inventario pormenorizado de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, contiene todos los ingredientes necesarios para interesar al séptimo arte. Si Los detectives salvajes �cambió el paradigma del escritor latinoamericano�, según Echevarría, 2666, la novela del mal, ha provocado una verdadera deflagración en la sociedad lectora estadounidense.
Jorge Herralde, director y fundador de Anagrama, la editorial que ha publicado sistemáticamente la obra de Bolaño a partir de 1996, se explica el éxito del autor por un conjunto de factores. �Susan Sontag descubrió Estrella distante, editada por New Direction, en 2004, y no cesó de alabarla. Sontag era una entusiasta de la literatura y una propiciadora de grandes triunfos�, dice el editor. �Ahí empezó la onda Bolaño, que con Los detectives... dio un salto enorme, porque fue designada novela del año, y con 2666 llegó al máximo, a la apoteosis, editada por Farrar, Straus & Giroux. La fuerza, la profundidad de Bolaño, su prosa adictiva, y su �mordaz examen del mal�, según la crítica estadounidense, �han hecho el resto�. La fascinación de Bolaño por la relación entre crimen y arte, su interés por la investigación detectivesca, su curiosidad de forense ante el horror y el mal, ha llevado a los críticos a compararle con Cormac McCarthy.
Jorge Herralde, director y fundador de Anagrama, la editorial que ha publicado sistemáticamente la obra de Bolaño a partir de 1996, se explica el éxito del autor por un conjunto de factores. �Susan Sontag descubrió Estrella distante, editada por New Direction, en 2004, y no cesó de alabarla. Sontag era una entusiasta de la literatura y una propiciadora de grandes triunfos�, dice el editor. �Ahí empezó la onda Bolaño, que con Los detectives... dio un salto enorme, porque fue designada novela del año, y con 2666 llegó al máximo, a la apoteosis, editada por Farrar, Straus & Giroux. La fuerza, la profundidad de Bolaño, su prosa adictiva, y su �mordaz examen del mal�, según la crítica estadounidense, �han hecho el resto�. La fascinación de Bolaño por la relación entre crimen y arte, su interés por la investigación detectivesca, su curiosidad de forense ante el horror y el mal, ha llevado a los críticos a compararle con Cormac McCarthy.
Pero si ese era el Bolaño escritor, el Bolaño real, nieto de gallego, era, en cambio, una persona tímida, que creía en la bondad del buen escritor. Apasionado lector, devorador de cine y de programas de televisión �siempre mejor la tele que un best seller, solía decir �, cultivador de un cierto talante rebelde. En más de una entrevista, Bolaño recomendaba a sus lectores jóvenes que robaran los libros, sin más.
Sobre sus años en México, adonde la familia se trasladó desde Chile, cuando él apenas tenía 15 años, creó casi una leyenda. Los elementos más vívidos de aquella etapa, han quedado atrapados en Los detectives salvajes, una novela por la que deambula el autor, convertido en Arturo Belano, y su amigo Mario Santiago, transmutado en Ulises Lima. Bolaño reconoció siempre una deuda profunda con México, donde sintió la llamada de la escritura, y se hizo poeta.
Bruno Montané Krebs lo conoció en ese país, en 1974, y se hicieron amigos. Montané aparece en Detectives, convertido en Felipe Müller. �En la obra de Roberto no habrá más de un 30% de material real, el resto es pura invención. Conviene tenerlo en cuenta�, dice el poeta chileno, afincado en Barcelona. �A Roberto lo frecuenté en Barcelona. Cuando se trasladó a Blanes [a comienzos de los años ochenta], ya nos veíamos menos. Pero hablábamos mucho por teléfono. Roberto era excelente conversador por teléfono, sobre todo cuando llamaba él�.
Bruno Montané Krebs lo conoció en ese país, en 1974, y se hicieron amigos. Montané aparece en Detectives, convertido en Felipe Müller. �En la obra de Roberto no habrá más de un 30% de material real, el resto es pura invención. Conviene tenerlo en cuenta�, dice el poeta chileno, afincado en Barcelona. �A Roberto lo frecuenté en Barcelona. Cuando se trasladó a Blanes [a comienzos de los años ochenta], ya nos veíamos menos. Pero hablábamos mucho por teléfono. Roberto era excelente conversador por teléfono, sobre todo cuando llamaba él�.
Herralde y Echevarría le recuerdan como un tipo con gran sentido del humor, muy divertido. Trabajaba en un estudio bastante modesto, en Blanes, en la Costa Brava. En horario nocturno. Con un paquete de cigarrillos a mano e ingiriendo litros de infusiones con miel, �porque no podía beber otra cosa�. A Bolaño le inspiraba la música, pero nada de autores clásicos. Solía escuchar rock duro a través de los auriculares.
Roberto Bolaño pertenecía a una generación que creció esperanzada con la revolución cubana y como chileno, vio un horizonte de cambio en el Gobierno de Salvador Allende. En 1973 atravesó América, de México a Santiago, en autobús y en autoestop, mochila al hombro, para contribuir con su granito de arena a aquella revolución pacífica. Pero en Santiago le pilló el golpe de Pinochet y fue detenido. Un encuentro con dos viejos compañeros de estudios convertidos en policías le permitió ser liberado ocho días después. Y regresar a México en avión. Allí reemprendió su carrera y fundó el infrarrealismo. Un experimento de rebeldía literaria, inspirado en el dadaísmo, radicalmente contrario a los grandes escritores institucionales, a los santones del régimen. �Detestábamos a Octavio Paz�, declaraba Bolaño en una entrevista a la televisión chilena, en 1999, �pero es un gran poeta, y un ensayista de los más lúcidos�.
Aquella etapa le sirvió a Bolaño para construir su propio mito. �La mayor parte de lo que cuenta es verdad, aunque no está claro cuánto tiempo estuvo detenido en Chile�, corrobora Montané. Después de todo, Bolaño adoraba a Borges, un maestro de la recreación inventada. Había leído dos veces toda su obra, y casi todos los libros publicados sobre él. Pero distinguía los trucos y las trampas en su personalidad. Adoraba el malditismo de poetas adolescentes como Rimbaud y Lautreamont, pero tenía claro que eran vidas extremas que no quería para su hijo.
Aquella etapa le sirvió a Bolaño para construir su propio mito. �La mayor parte de lo que cuenta es verdad, aunque no está claro cuánto tiempo estuvo detenido en Chile�, corrobora Montané. Después de todo, Bolaño adoraba a Borges, un maestro de la recreación inventada. Había leído dos veces toda su obra, y casi todos los libros publicados sobre él. Pero distinguía los trucos y las trampas en su personalidad. Adoraba el malditismo de poetas adolescentes como Rimbaud y Lautreamont, pero tenía claro que eran vidas extremas que no quería para su hijo.
De la fauna literaria no tenía buena opinión. �La escritura es un oficio poblado de canallas y de tontos, que no se dan cuenta de lo efímero que es�, declara en la misma entrevista de la televisión chilena, realizada en su primer viaje a la patria, tras 25 años de ausencia.
Fue una ocasión perfecta para opinar de todo, especialmente de literatura, y de autores chilenos. Bolaño, que admiraba a Nicanor Parra, fue bastante duro con sus compatriotas. Se despachó a gusto contra algunos de los más destacados. Ya lo había hecho con los autores del famoso boom y, sobre todo, con la larga secuela de los que transitaron esos caminos trillados con enorme fortuna. Sus declaraciones despreciativas no fueron pasadas por alto. �Es curioso que salvo Jorge Edwards y, mucho más tarde, Vargas Llosa, ninguno de los autores del boom haya dicho una palabra de Bolaño�, comenta Herralde.
Enrique Vila-Matas, que frecuentó al chileno a partir de 1995, dice que se dio cuenta de la grandeza de Bolaño, �cuando leí Estrella distante y Los detectives salvajes. Junto a Jorge Edwards, presenté este último libro en Barcelona, en 1999, y allí ya expuse por escrito mi percepción de estar ante un genio de la literatura�. Por eso no oculta su extrañeza ante otro fenómeno ligado al autor chileno. �Siempre me ha llamado la atención el poco interés que ha despertado Bolaño entre una gran parte de los escritores españoles. Es una indiferencia que hay que encuadrarla dentro de esa falta de interés que sienten normalmente los escritores españoles hacia sus propios colegas, y más aún si son latinoamericanos�.
Puede ser. Tampoco Roberto Bolaño se anduvo con muchas diplomacias. Criticó a muchos autores consagrados sin importarle lo más mínimo hacerse enemigos. ¿Qué pensaría ahora de esta consagración global? ¿Cómo juzgaría las nuevas obras que tiene en cartera su agente norteamericano? Seguramente con satisfacción, pensando al fin y al cabo en la seguridad económica de sus hijos.
LOLA GALÁN - Madrid - 22/03/2009, El País
ROBERTO TOTAL:
MONOGRAFICO SOBRE ROBERTO:
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