El autor era hasta hace un año un desconocido norteamericano de 39 años, nacido en una familia de origen judío emigrada desde Polonia hasta los Estados Unidos a finales del siglo XIX. La novela recibió el Premio Goncourt, y Littell, que pasó su niñez en Francia, sorprendió con un extenso libro que ahora llega a Colombia en el que se sumerge en la mente de un extravagante oficial de la SS.
Hernán A. Melo Velásquez* ParísLos críticos se convencieron de que estaban frente a una obra de excepción. El escritor Jorge Semprún —jurado del Goncourt— apuntaba en los diarios que la novela de Littell “no solo es el libro más importante del año sino del decenio y una de las grandes novelas de los últimos 50 años”. Hasta hoy se han vendido más de 700.000 ejemplares en Francia, un fenómeno sin par en la industria editorial reciente. Incluso, cuando se imprimió la primera edición, la célebre editorial Gallimard debió emplear una porción del papel destinado para el tiraje del último tomo de Harry Potter y suplir la exponencial demanda.
Hace mucho que una obra no despertaba tantas pasiones, cristalizado tantos odios y suscitado semejantes celos como Las benévolas. Por eso se escucharon subterráneas voces que endosaban a Richard Millet —editor del libro— la autoría de la novela. Otros francotiradores se encargaron de sugerir que la novela pertenecía a Robert Littell —padre de Jonathan y reconocido escritor de novelas de espionaje con la Guerra Fría como principal trasfondo—. Hay quienes observan dudosas similitudes estilísticas y metodológicas entre ambos. No obstante, basta escuchar a Littell o leer sus entrevistas para desterrar las sospechas.
A pesar de que su familia no sufrió en carne propia el destino de los judíos en Europa durante la guerra, Jonathan Littell creció con esta historia. Impresionado del mismo modo por los relatos de la Guerra de Vietnam, se trasladó a los Balcanes —en pleno conflicto étnico—, tras haber pasado tres años en la Universidad de Yale.
Una vez en Sarajevo se presentó a la ONG humanitaria Acción contra el Hambre y fue incorporado inmediatamente. “En aquella época reclutaban a cualquiera que fuera tan tonto como pasa llegar a Sarajevo durante la guerra”, anota Littell. A partir de entonces, trabajó durante siete años en misiones en Chechenia, Congo, China, Guinea o Ruanda, prestando atención a “cómo un ser humano puede convertirte en verdugo”. Debió pactar con criminales de guerra semejantes al protagonista de su novela, estrechéndoles la mano con una gran sonrisa “porque allí era una cuestión profesional donde mi trabajo consistía en obtener favores suyos, sin juzgarlos”. Fue un oficio que le facilitó largas jornadas de lecturas, pues el tiempo se les iba escondiéndose en sus refugios.
¿Cómo un libro de mil páginas y que tiene como marco el funcionanriento de la maquinaria exterminadora nazi durante la Segunda Guerra Mundial, puede casi leerse de un solo envión? Littell aborda un tema editorialmente audaz en una sociedad francesa acostumbrada más bien a la discreción en la materia y a las sempiternas conmemoraciones. ¿Y cómo se convirtió, según la prensa, en uno de los libros más importantes del comienzo de siglo? Todos, académicos y profanos, teorizan sobre aquello que el propio autor, en varias entrevistas, confiesa desconocer por completo.
Lo que sí sabe es que surgió en el fondo de su cabeza en 1989: “Había una foto con la que tropecé estando en el colegio. No sabía siquiera qué era. Lo supe un tiempo después: el cadáver de una partisana rusa, un icono de la propaganda soviética de guerra asesinada por los nazis. Encontraron su cuerpo, semi desnudo, devorado por los perros. En el libro hago una breve descripción de este cadáver, sin detenerme mucho, en homenaje a la foto. La imagen me dio muchas vueltas: el contraste entre la belleza de la jovencita y el horror de la escena, de los restos abandonados en la nieve, engullidos en parte por los perros. Es una foto atroz, pero al mismo tiempo bella (...)".
Más tarde, el descubrimiento de la película Shoa, de Claude Lanzmann, y la lectura de varios libros, como La desrucción de los judíos de Europa, de Raul Hilberg, y Los días de nuestra muerte, de David Rousset, terminaron por ayudarle a dar forma y orientación a su idea original. Littell maduró durante doce o trece años su proyecto antes de escribir el primer borrador de Las benévolas en 1998, y en apenas cuatro meses, bajo una estructura inspirada de la Orestíada de Esquilo. Hasta ese momento tenía solamente unas cuantas notas: “En aquella época, hice una pausa de unos seis meses acompañado por mi novia. Hicimos un gran viaje en Asia central, Pakistán, Tadjikistán y nos quedamos bloqueados en Bishkek durante tres semanas, en condiciones un tanto precarias. Esperábamos el visado a Irán, pero no querían dárnoslo. No había absolutamente nada que hacer. (...) Fue allí donde finalmente concebí el libro”. En aquel momento el proyecto dio un giro hacia los aspectos burocráticos de la exterminación.
La abundante cantidad de documentos que acumuló durante una más de una década lo enfrentó al problema de guardar una unidad: “El uso de la primera persona se impuso entonces, como una nota fundamental. Intenté mantener a lo largo del libro la misma tonalidad”. Una gran lección sobre como escribir en nuestros tiempos.
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