En torno a la antigua capital del reino de Camboya la vida se organiza todavía como en el siglo XIV. Pero, tanto como los monumentos, es necesario proteger los saberes ancestrales.
Cuando el viajero del siglo XIX descubría Angkor, quedaba sobrecogido ante la grandiosidad y el misterio de esos templos con “figuras aéreas que el bosque ahoga y devora”, según el escritor francés Guy de Pourtalès. “Tengo ante mí”, prosigue Pourtalès, “no sólo una capital vacía, sino 700 años sin anales. Y el más terrible prodigio de la muerte: el silencio.” Ese silencio que se impuso en Angkor al ser abandonada en el siglo xv parecía entonces inmutable. Falsa impresión.
Ese gran esqueleto de piedra, ese sitio arqueológico fabuloso, es un lugar lleno de vida, ámbito de las divinidades y ciudad de los hombres, donde las acciones y los gestos cotidianos se impregnan de las costumbres de tiempos esplendorosos.
El bosque tomó posesión de las ruinas
Entre los siglos IX y XIV, Angkor, la capital del reino de Camboya, se estableció entre los montes Kulen y el gran lago Tonlé. En su apogeo, el reino comprendía una parte de Tailandia, de Lao y del Viet Nam actuales. Con el correr de los siglos, los reyes que practicaban religiones venidas de la India (hinduismo y budismo) erigieron templos monumentales de piedra donde honraban a sus dioses. Construyeron también un sistema hidráulico complejo que comprendía depósitos de agua gigantescos, un baray asociado a una red de canales, diques y zanjas de desagüe (1). Del presunto esplendor de Angkor sólo ha llegado hasta nosotros una descripción. Se trata del relato del chino Tcheu Ta-kuan (2), que llegó allí en agosto de 1296 en una misión diplomática. Con un estilo chispeante narra anécdotas de la vida diaria y describe las costumbres de los habitantes de Angkor. Cuenta que todas las noches en una torre de oro el rey debía unirse a una serpiente de nueve cabezas que cobraba la apariencia de una mujer.
Al caer Angkor, vencida y saqueada por los siameses en 1432, el rey y su corte abandonaron el sitio devastado. El bosque tomó posesión de las ruinas. Las construcciones de madera, los escritos en hojas de palmera y pieles raspadas desaparecieron, víctimas del clima húmedo y de los insectos.
Iniciada a fines del siglo XIX, la lectura de las inscripciones y de las escenas representadas en los bajorrelieves de los templos permite establecer cronologías históricas, visualizar imágenes mitológicas, batallas y escenas de la vida cotidiana: caza, pesca, mercados, hábitat.La existencia en las aldeas se organiza hoy de manera análoga a la que recogen las imágenes grabadas en la piedra. La carreta de madera que se oye chirriar en el recodo de un camino es idéntica a la del bajorrelieve. La vendedora adormilada frente a su puesto en el mercado de Siem REAP la capital provincial (75.000 habitantes) situada a siete kilómetros de Angkor, descansa en la misma postura que su antepasada representada por un escultor. En la cuenca del Srah Srang, que atraviesa el corazón del sitio y está bordeado por dos aldeas, el pescador que tiende su red circular reproduce los gestos de la época angkoriana.
Lejos de ser un simple sitio convertido en museo, Angkor alberga una vida religiosa y rural que transcurre dentro de los templos y en torno a éstos. En el interior de los santuarios en ruinas y de las pagodas budistas construidas en épocas más recientes, el humo del incienso se eleva ante las estatuas de los dioses antiguos y de Buda. En el umbral de un templo o sobre un montón de piedras, la mirada se posa sobre cigarrillos, hojas de betel enrolladas y velas depositadas por una mano anónima. Son ofrendas a uno de los múltiples neakta, esos genios que habitan a menudo en las estatuas de Angkor.
Obra de los dioses y huellas humanas
Así, el genio Ta Pech ocupa un termitero gigante en el pabellón sur del primer recinto de Angkor Vat. Tiene fama de maléfico. Un monje afirma: “Se dice que cuando un avión sobrevuela Angkor, debe dar tres vueltas alrededor de Ta Pech; si no, corre el riesgo de precipitarse en el lago. Si se le ofrenda vino y cigarrillos, Ta Pech puede revelar los números que serán premiados en la lotería.”
En el paisaje actual quedan otras huellas de la actividad humana. Tras la cortina vegetal que rodea a muchos de los templos se observa el cuadriculado de los arrozales cercanos. No siempre visibles desde los circuitos turísticos, unas veinte aldeas se adivinan tras los bosquecillos de palmas. Cuentan con unos 22.000 habitantes en un perímetro de 300 km2. Esta concentración humana en un sitio arqueológico se explica tanto por la configuración del terreno como por el incentivo económico que representan los templos.
En efecto, las condiciones topográficas son propicias a la implantación del hábitat actual. Los hombres del pasado habían surcado el suelo con redes de carreteras-diques que son señales de una gestión permanente del agua. Las huellas y vestigios de esas obras de gran envergadura configuran la llanura. El campesino camboyano, en busca de tierras altas, situadas más allá del límite máximo de la inundación en la estación lluviosa, encontró allí un terreno ideal para construir su casa.
Por desgracia, los datos sobre la importancia y la ubicación de las antiguas aldeas son escasos. Los contados escritos locales recientes desaparecieron en la tormenta desencadenada por los jemeres rojos. Las misiones francesas de exploración3 de fines del siglo xix se interesaron más por los templos que por los habitantes. Sólo dejaron constancia de la existencia de cinco a seis aldeas. Se trataba de grupos de dos a diez casas construidas sobre montículos en el corazón de los bosques.
¿Las poblaciones locales se consideran herederas de la tradición de Angkor? La memoria de los habitantes de las aldeas no va más allá de dos o tres generaciones. Algunos fragmentos de antiguos relatos nos llegan verbalmente sin que sea posible distinguir a ciencia cierta lo real de lo imaginario, la verdad histórica de su interpretación. La construcción de los templos se sitúa en un tiempo mítico en el que existían personajes semidivinos y semihumanos. Para la población esos monumentos imponentes sólo pueden haber sido obra de divinidades o de seres venidos de otras tierras con conocimientos de arquitectura y de escultura que superan sus competencias actuales.
Así, la leyenda de la fundación de Angkor Vat parte de la historia de Preah Ket Melea, hijo del rey del estrato celeste y de una simple mortal: las divinidades declaran que les molesta el olor a hombre de Preah Ket Melea y piden al rey que lo haga descender al estrato de los humanos. El rey se ve obligado a someterse. Propone a su hijo que elija un edificio del estrato divino a fin de construir una réplica del mismo en la Tierra con ayuda de Preah Visnukar, el arquitecto celeste, que la población sigue invocando hoy antes de proceder a una edificación. Modesto, Preah Ket Melea escoge el establo. Se suelta un buey en la llanura de Angkor y el lugar en que se echa es designado para erigir el templo de Angkor Vat.
Una fuente de empleo y de ingresos
Del pasado vivido y trasmitido oralmente, los campesinos evocan sobre todo las guerras, con las consiguientes incursiones y desplazamientos de poblaciones, contra los siameses y los cham, pueblo procedente de Champa, reino desaparecido que se hallaba en el centro del actual Viet Nam. “Los camboyanos estamos acostumbrados a las guerras. Cuando se observan los bajorrelieves, se ven numerosas escenas de batallas de tiempos de Angkor. Desde entonces no hemos cesado de reproducir esas imágenes”, comenta un campesino. Esos acontecimientos remiten a tiempos lejanos llamados boran (antiguo, en jemer), o muoy roy chnam (cien años), sin que sea posible situarlos con precisión, como demuestra esta observación de otro habitante: “Mi padre dice que cuando nació los templos ya estaban allí. Deben de ser muy antiguos.”
Las poblaciones locales conciben difícilmente que pueda existir un vínculo entre ellas y los constructores de Angkor. En una aldea situada al norte de Angkor Thom se señala sin embargo la presencia de familias que afirman estar emparentadas con los reyes de Angkor. A principios de siglo vivían aún al pie del palacio real, en casuchas de madera. A raíz de las obras de restauración emprendidas por los franceses, tuvieron que trasladarse al Norte. Sus condiciones de vida actuales no se diferencian de las de sus vecinos, pero reciben un cierto tipo de reconocimiento. “Se dice que, como el rey, tienen derecho a disponer de la vida de los habitantes del lugar”, declara uno de ellos.
Hoy la ciudad hidráulica angkoriana ya no existe y los campesinos sólo cuentan con la lluvia para abastecer de agua a sus arrozales, que siguen siendo su principal recurso económico. La falta de riego y la mala calidad de las tierras sólo permiten una cosecha modesta al año (menos de una tonelada por hectárea). Para subsistir es indispensable recurrir a otras actividades (pesca, cultivo de hortalizas, fabricación y producción de azúcar de palma, venta de objetos de artesanía a los turistas), así como al trabajo asalariado en las obras de restauración. También se observa la aparición de oficios técnicos como reparadores de motos, radios y televisores, cargadores de baterías, etc.
Por consiguiente, Angkor genera trabajo para la población local. Con el reconocimiento del valor histórico y artístico de los templos por las misiones francesas de exploración, las piedras pudieron salir a la luz tras las primeras faenas de desbroce y restauración realizadas desde 1907 por la Conservación de Angkor (antigua sede de los arqueólogos franceses y actualmente lugar de depósito de las esculturas). Los pocos individuos que vivían en el lugar eran contratados como “coolies” para trabajar en las obras. A fines de los años sesenta, más de mil obreros participaban en las labores realizadas en el sitio.
La necesaria protección del patrimonio inmaterial
Antes de la guerra consecutiva al golpe de estado contra el príncipe Norodom Sihanouk en 1970, se había iniciado una producción modesta de objetos artesanales de madera. Su fabricación y venta se reanudó al regresar los turistas desde comienzos de los años noventa. En 1999 se estimaba que 350.000 personas habían visitado el sitio, cifra que podría triplicarse de aquí a 2005.
Los habitantes rara vez entran en los templos, aunque se encuentren cerca de sus casas. “No somos más que unos campesinos. Le oí decir a mi abuelo que en la época de Angkor no se admitía a los individuos de mi condición en el recinto amurallado de la capital Angkor Thom”, cuenta uno de ellos. “Sólo las personas de noble estirpe, los funcionarios y los comerciantes tenían derecho a penetrar allí. Otro tanto ocurría con los templos, reservados a los religiosos y los dignatarios.”
¿Reminiscencias de tiempos pasados? Hoy día los que practican ritos religiosos en los templos son sobre todo maestros de ceremonias, que vienen a honrar a los neakta. La población rinde más bien culto a esos genios en las aldeas, recurriendo a un medium en el que se encarnan esos seres sobrenaturales. Las muestras de devoción ante las estatuas del templo de Angkor Vat se deben más bien a turistas nacionales venidos de otras provincias o a extranjeros asiáticos para quienes Angkor es también el destino de una peregrinación. La actividad religiosa local se concentra también en las pagodas budistas más recientes. Sumamente numerosas en el recinto de Angkor Thom, éstas se levantan muy cerca de los templos, como una forma de honrar a las nuevas divinidades a la sombra de las antiguas. Así la huella angkoriana es siempre perceptible en la vida diaria de la población.
Dado que la paz se consolida y el sitio se apronta a recibir una gran afluencia de turistas, los habitantes de Angkor deberán hacer frente a numerosos desafíos y conservar equilibrios muy frágiles. La extensión de las aldeas a lo largo de las carreteras-diques se acelera y las viviendas, antes dispersas, han pasado a concentrarse como una consecuencia directa del crecimiento de la población. En efecto, el término del periodo jemer rojo (1975-1979) trajo consigo una explosión demográfica: hoy día, en Camboya, una familia media cuenta con cinco niños y uno de cada dos camboyanos tiene menos de 16 años.
Los arrozales ganan terreno a la llanura cubierta de arbustos. Se han dictado decretos reales que velan por la protección del sitio de Angkor: limitan la extensión de las tierras de cultivo y la tala del bosque para obtener leña menuda. Las actividades secundarias tradicionales, como la fabricación de azúcar de palma y de carbón de madera, ya casi no se practican. La preservación de los templos (en particular del saqueo), la protección del medio ambiente, la demografía galopante y el desarrollo turístico son los cuatro principales factores que entran en juego en la conservación de Angkor.
La pérdida de los valores tradicionales, acentuada por una apertura demasiado rápida hacia el exterior, es otro motivo de preocupación. El hilo de la transmisión oral se debilitó durante el periodo jemer rojo y no ha sido posible reconstituir algunas prácticas antiguas. La televisión, presente ahora en todas las aldeas, acelera la pérdida de la identidad cultural. Así como se defiende el patrimonio monumental de Angkor, sería conveniente tratar de proteger su patrimonio inmaterial: los cuentos, las leyendas, los topónimos, cuyos únicos depositarios son los habitantes del lugar.
1. Las funciones precisas de estas obras de hidráulica son motivo de debate entre los especialistas. Se admite la función de regadío así como la de carácter simbólico del agua dentro de una concepción arquitectónica cosmogónica (los templos son la representación en la tierra de la ciudad de los dioses circundada por los océanos). En gran parte desecado o colmado en la actualidad, este sistema de irrigación ya no funciona, con excepción del baray occidental que, gracias a las obras de rehabilitación realizadas, alimenta aún en la actualidad algunos arrozales de secano situados en las tierras bajas.
2. Paul Pelliot, Mémoires sur les coutumes du Cambodge de Tcheou Ta-kuan, Librairie d’Amérique et d’Orient, París, 1961.3. Henri Mouhot, Voyage dans les royaumes de Siam, de Cambodge et de Laos, Bibiothèque rose illustrée, París, 1868.
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