miércoles, 19 de agosto de 2009

2666: Un orgasmo literario

Hace tres diás y, una calurosa tarde de Agosto, me decidí a coger de la estantería de la biblioteca de la ciudad donde vivo una novela enorme (me refiero, en este momento, a su volumen físico) editada por Anagrama, de un escritor chileno al cual le vengo siguiendo los pasos hace meses, y cuyo título en forma de cifra me hace evocar el Apocalipsis.

Había leído un par de reseñas de 2666, había visto un par de recomendaciones en la revista que regalan en El Corte Inglés, recomendaciones de famosos del momento que se ven sometidos al típico interrogatorio de libro-película-cd, etcétera. Pero lo que acabó de convencerme para que la agarrara y la leyera fue la contraposición que hacía un tal Vila-Matas (que después supe mejor quién era) entre la obra de Bolaño y la Rayuela de Cortázar. Es decir, tomé el libro para saber quién era ese escritorzuelo que, según Vila-Matas, había dado un carpetazo definitivo a mi Biblia. Es decir, mi ánimo contra el libro no podía ser peor. Varias horas después ya era un incondicional de Roberto Bolaño.

2666 supone un orgasmo literario para mí. A través de la lectura, he entendido que la alusión a Cortázar y Rayuela no es más que mero marketing, pues ni Bolaño pretendía oponerse a Cortázar ni 2666 tiene que situarse frente a Rayuela. Son dos grandes obras, dos impresionantes milagros.
Las 1.119 páginas que componen la novela de Bolaño son un auténtico alegato a favor de la literatura y de la vida, o de la vida y de la literatura, porque para él, como se encargó de demostrar a través de toda su obra, son las dos caras de una misma moneda: el escritor.

Dividida en cinco partes (la Parte de los críticos, la Parte de Amalfitano, la Parte de Fate, la Parte de los crímenes y la Parte de Archimboldi), la novela presenta un sumo protagonista común: la violencia. Queramos o no, seguimos muy cerca de ese animal que fuimos, que seguimos siendo, y que sólo con la provocación de un taxista paquistaní sale a la superficie de nuestro ser, aunque seamos dos reputados filólogos, dos intelectuales.

Cada una de las partes presenta una forma de narrar distinta, un tono diferente. Se pueden leer por separado (el crítico Ignacio Echevarría explica en una nota final que el propósito de Bolaño antes de morir era editarla así, para que su venta fuera más sencilla), pero juntas, con ese inquietante título en forma de cifra, forman un conjunto impresionante, espeluznante; porque además, si se lee como un todo, se pueden descubrir múltiples permeabilidades que le dan sentido y unidad al conjunto.

Maestro a la hora de crear personajes, contumaz contador de historias, 2666 hace un repaso por la historia del siglo XX a través de un personaje, el escritor Hans Reiter, quien utiliza el pseudónimo de Benno von Archimboldi, y a través de una ciudad, Santa Teresa, trasunto de la mexicana ciudad fronteriza de Ciudad Juárez, famosa por los crímenes de mujeres que año tras año, desde principios de los noventa, se vienen cometiendo allí y que siguen, en su gran mayoría, sin resolverse.

Pero hay más, hay mucho más encerrado en cada uno de los párrafos de esta obra, párrafos que como peces-globo se hinchan para cargarse de significados, y que con sus afiladas púas señalan, no sólo al resto de la obra del chileno, sino al resto de la literatura que se ha escrito, esa literatura que tanto amaba y que tan bien conocía, sin necesidad de haber asistido a una prestigiosa universidad, porque su universidad fueron sus ojos, y sus aulas las páginas de las grandes obras (y de las que no lo eran también) que tanto placer le otorgaron.

Murió Bolaño, nació su leyenda. 2666 supuso su colofón póstumo, su último regalo a los hombres (me niego a catalogar El secreto del mal como algo más que un conjunto de borradores). Les invito a adentrarse en un universo peligroso, fascinante, conmovedor. Corren el peligro de no querer volver, pero el viaje merece la pena. Se los aseguro.

Raúl Rubio Millares

domingo, 9 de agosto de 2009

Bolaño salvaje

A pesar del boom comercial de las últimas décadas, la literatura latinoamericana está aún lejos de alcanzar pleno desarrollo y madurez y, muy seguramente, ya no los alcanzará nunca porque la globalización está acabando con las fronteras y con las identidades culturales que crecían al resguardo de esas mismas fronteras. Pero si hay un libro donde se puede decir que la literatura latinoamericana ha alcanzado la adultez y se ha integrado por completo a la historia de la literatura universal, ese libro se llama Los detectives salvajes. Como toda obra maestra, Los detectives salvajes es heredera y al mismo tiempo se aleja de la tradición que la precede; en el libro se da por superada la obsesión de la literatura anterior por fundar el imaginario mítico del continente y se entra en un territorio plenamente humano donde el tema central es la soledad, o sea, la incapacidad de amar y el exilio tanto interior como exterior que está soledad genera.

Escrita también sin el afán de producir vanguardias estéticas, la novela recrea los viajes y las peripecias de dos poetas sin rumbo y, más que narrar una época, cuenta cómo los personajes intentan evadir los tiempos que les tocó vivir. Ha pasado la efervescencia de las revoluciones y no queda más que darse por vencido, acomodarse o irse al exilio. Los personajes de la novela, románticos incorregibles, intentan el exilio para terminar dándose cuenta de que lo único que han conseguido con tanta huida es acomodarse. Armado mediante una infinidad de primeras personas y también mediante innumerables escenarios, historias y personajes, el libro recrea unos seres perdidos en la geografía del planeta, perdidos en sus ilusiones insatisfechas y, sobre todo, perdidos en un mundo donde ya no hay certezas y donde ya sólo se puede vivir de recuerdos falseados y de ilusiones siempre a punto de desaparecer.

Sin embargo, a pesar de ese halo desencantado y triste, no hay libro más vital y divertido que Los detectives salvajes. Cada una de sus páginas rebosa un humor negro y una ansiedad por vivir que hacen imposible alejarse de la lectura. Tal vez, porque perdida la utopía, sólo quedan los pequeños detalles, los diálogos entrecortados, las miradas perdidas en busca de un abrazo o los polvos echados más por consuelo que por amor. Las peripecias de los personajes, muy lejos ya de la realidad mágica de Carpentier y García Márquez o de la angustia histórica o social de Vargas Llosa, son adictivas y si algo espera el lector es que esos centenares de personajes sigan hablando, sigan contándole historias: historias íntimas así sucedan en la calle, historias donde cada uno es dueño de su propia desgracia y aun así sigue buscando un poco de compañía en los otros.

Leer Los detectives salvajes es esencial porque más que mostrar el fracaso económico, político y social de América Latina, sirve para ver las consecuencias humanas de este resonante fracaso. Los detectives es un libro absoluto y desgarrador, un libro escrito contra la mediocridad no sólo del continente, sino contra la mediocridad de sus escritores; una novela llena de poesía y talento que aunque nos enfrenta a nuestros vicios, consigue darnos aliento y alegría para seguir soñando. Con Los detectives salvajes, Roberto Bolaño dejó atrás las palabras demagógicas con las que se suele escribir la mayoría de literatura en estas tierras y puso sobre la mesa un lenguaje menos pretencioso, pero más vital y cotidiano. Nos enseñó que a pesar del servilismo y la propensión a la traición que ha sido y sigue siendo la peor epidemia padecida en la América hispana, hay siempre un pequeño reducto de rebeldía por el que se pueden colar las historias y los personajes con los que necesitamos tropezar a diario para mantener vivos un poco de amor, un poco de fe y un poco de esperanza.

Sergio Álvarez
Escritor colombiano, autor de La lectora
 
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