sábado, 28 de febrero de 2009
El extraño caso de Benjamín Button
Para Francis Scott Fitzgerald fue difícil vender El extraño caso de Benjamin Button (aparecido en la revista Collier el 21 de mayo de 1922). Fitzgerald le escribiría más tarde a su agente Harold Ober: « Ya seque las revistas sólo quieren mis relatos sobre chicas a la moda; los problemas que has tenido para vender Benjamin Button y Un diamante tan grande como el Ritz lo demuestran».
Benjamin Button fue su segundo relato (le había precedido The Cut-Glass BowL en 1920) de corte fantástico o superreal, un estilo en el que escribió algunos de sus cuentos más brillantes y que quizá le atraía por su tensión entre romanticismo y realismo, por el desafío que la fantasía plantea: convertir lo imposible en verosímil. Fitzgerald explicó la génesis de Benjamín Button cuando lo incluyó en sus Cuentos de la era del jazz: «Me inspiró el cuento un comentario de Mark Twain: era una lástima que el mejor tramo de nuestra vida estuviera al principio y el peor al final. He intentado demostrar su tesis, haciendo un experimento con un hombre inserto en un ambiente absolutamente normal. Semanas después de terminar el relato, descubrí un argumento casi idéntico en los cuadernos de Samuel Butler.»
I.
Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.
Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.
La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.
A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.
El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué...?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo... en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina... la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio.
El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfueFZo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.
Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy... Soy el señor Button.
Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi...
¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.
¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de...
—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button. Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las pareces había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.
—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante ios ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese... a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos...
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas.
Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han
preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.
II.
—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué edad tiene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos
veces.
—La sección de bebés está en la parte de atrás. —Bueno, no creo... No estoy seguro de lo que busco. Es... es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente... excepcionalmente grande.
—Allí puede encontrar tallas grandes para bebés. —¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto. —Aquí mismo.
—Bueno... —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.
Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está... En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.
—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.
—Tiene... dieciséis años.
—Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.
El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.
—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
El dependiente lo miró asombrado.
—Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría
poner usted!
—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El sorprendido dependiente obedeció.
De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.
—Aquí tienes la ropa —le espetó.
El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.
—Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de...
—¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa... o... o te pegaré.
Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba
que era lo que debía decir.
—De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.
Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.
—Me estoy dando prisa, padre.
Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.
—¡Espera!
El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.
—¡Vamos! —dijo con severidad.
Su hijo le cogió de la mano confiadamente.
—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?
El señor Button gruñó.
—No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.
III.
Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamín Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.
Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamín no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamín, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.
El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamín nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamín se sintió terriblemente ofendido.
Benjamín, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamín se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamín se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.
Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
—¿Será que...? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.
No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.
IV.
No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.
Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado.
Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
—Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.
—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.
—Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.
—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea usted, claro.
—En absoluto.
El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.
—Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.
—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
El secretario lo miró con un gesto de fastidio.
—No esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín sonrió con un gesto de fastidio.
—Tengo dieciocho años —repitió.
El secretario señaló con determinación la puerta.
—Fuera —dijo—. Vayase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor Hart abrió la puerta.
—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.
Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
—Tengo dieciocho años.
Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió.
Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button.
—¡Debe ser el Judío Errante!
—¡A su edad debería ir al instituto!
—¡Mirad al niño prodigio!
—¡Creería que esto era un asilo de ancianos!
—¡Que se vaya a Harvard!
Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!
A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Os arrepentiréis! —gritó.
—Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!
Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.
V.
En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.
—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.
Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.
Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.
La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.
Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.
—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
Benjamin asintió con frialdad.
—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.
Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamín le dio las gracias y se alejó Se alejó tambaleándose.
La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión.
Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.
—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.
Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos... Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.
—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta... Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.
Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.
—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.
Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.
Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.
—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces...
VI.
Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamín Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamín fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado... y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.
Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.
Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.
Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez... y se casó.
VII.
En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.
No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.
Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.
Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.
—Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.
Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.
En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamín había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamín a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.
La insatisfacción de Benjamín se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famoso carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.
Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.
VIII.
Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. HÜdelgarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.
Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.
—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.
Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.
—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y te parece algo de lo que presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguiras siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas... ¿Cómo sería el mundo?
Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamín no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamín se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.
Y, para ahondar la brecha, Benjamín se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.
Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papas y mamas también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.
Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamín. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.
Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.
Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamín con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamín, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.
IX.
Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.
Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.
Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor... —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú... ¡Ya es hora de que te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.
X.
Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.
Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.
Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, Hos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sans uniforme, de vuelta a casa.
XI.
En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.
A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo... no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.
Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamín bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamín descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.
Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamín siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.
Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada.
Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamín debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.
Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas.
No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos... Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.
El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street... Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.
No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días... Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad.
Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.
Benjamin Button fue su segundo relato (le había precedido The Cut-Glass BowL en 1920) de corte fantástico o superreal, un estilo en el que escribió algunos de sus cuentos más brillantes y que quizá le atraía por su tensión entre romanticismo y realismo, por el desafío que la fantasía plantea: convertir lo imposible en verosímil. Fitzgerald explicó la génesis de Benjamín Button cuando lo incluyó en sus Cuentos de la era del jazz: «Me inspiró el cuento un comentario de Mark Twain: era una lástima que el mejor tramo de nuestra vida estuviera al principio y el peor al final. He intentado demostrar su tesis, haciendo un experimento con un hombre inserto en un ambiente absolutamente normal. Semanas después de terminar el relato, descubrí un argumento casi idéntico en los cuadernos de Samuel Butler.»
I.
Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de referirles.
Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
Los Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.
La mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la noche había traído en su seno una nueva vida.
A unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la profesión.
El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué...?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre, sí, supongo... en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.
—¿Mi mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina... la ruina de cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy serio.
El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante después, haciendo un terrible esfueFZo, se obligó a subir las escaleras y cruzó la puerta principal.
Había una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos días. Soy... Soy el señor Button.
Una expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a un esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi...
¡Clanc! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general que había desatado aquel caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.
¡Clanc! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
—De acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de...
—¡Rápido! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button. Se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las pareces había media docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
El anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.
—No te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante ios ojos del hombre atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a ese... a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos...
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas.
Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han
preparado.
—Los niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela! ¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.
II.
—Buenos días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué edad tiene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos
veces.
—La sección de bebés está en la parte de atrás. —Bueno, no creo... No estoy seguro de lo que busco. Es... es un niño extraordinariamente grande. Excepcionalmente... excepcionalmente grande.
—Allí puede encontrar tallas grandes para bebés. —¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido ya su vergonzoso secreto. —Aquí mismo.
—Bueno... —el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social en Baltimore.
Pero la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro está... En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la tienda.
—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.
—Tiene... dieciséis años.
—Ah, perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el siguiente pasillo.
El señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo hacia un maniquí del escaparate.
—¡Aquél! —exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
El dependiente lo miró asombrado.
—Pero, hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría
poner usted!
—Envuélvamelo —insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El sorprendido dependiente obedeció.
De vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le lanzó el paquete a su hijo.
—Aquí tienes la ropa —le espetó.
El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.
—Me parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de...
—¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa... o... o te pegaré.
Le costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba
que era lo que debía decir.
—De acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.
Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor Button. —Y date prisa.
—Me estoy dando prisa, padre.
Cuando su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No producía buen efecto.
—¡Espera!
El señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.
—¡Vamos! —dijo con severidad.
Su hijo le cogió de la mano confiadamente.
—¿Cómo me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?
El señor Button gruñó.
—No sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.
III.
Incluso después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad, Benjamín Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.
Pero el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamín no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
Pero no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamín, con expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.
El señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos paternos, a Benjamín nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
Fue enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamín se sintió terriblemente ofendido.
Benjamín, en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamín se las ingeniaba para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada. Benjamín se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado pequeño.
Cuando cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
—¿Será que...? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y tú sólo tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.
Su padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah, no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.
No era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.
IV.
No me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.
Tres días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart, secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había tirado.
Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
—Buenos días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su hijo.
—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.
—Encantando de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.
—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea usted, claro.
—En absoluto.
El secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.
—Bueno, según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.
—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
El secretario lo miró con un gesto de fastidio.
—No esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín sonrió con un gesto de fastidio.
—Tengo dieciocho años —repitió.
El secretario señaló con determinación la puerta.
—Fuera —dijo—. Vayase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor Hart abrió la puerta.
—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la ciudad.
Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
—Tengo dieciocho años.
Entre un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin salió.
Pero no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button.
—¡Debe ser el Judío Errante!
—¡A su edad debería ir al instituto!
—¡Mirad al niño prodigio!
—¡Creería que esto era un asilo de ancianos!
—¡Que se vaya a Harvard!
Benjamin aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!
A salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Os arrepentiréis! —gritó.
—Ja, ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!
Fue el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.
V.
En 1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
Una noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino, y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente, brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la belleza del cielo, casi imposible.
—El negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.
Las luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.
Se detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el primer amor.
La chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro; sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.
Roger Button se acercó confidencialmente a su hijo.
—Ésa —dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
Benjamin asintió con frialdad.
—Una criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.
Se acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un baile. Benjamín le dio las gracias y se alejó Se alejó tambaleándose.
La espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le provocaban una sensación parecida a la indigestión.
Pero cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de empezar.
—Usted y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.
Benjamin dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde, quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—Me gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos... Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.
—Usted está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas: para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta... Ah, los sesenta están demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez. Me encantan los cincuenta.
Los cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente tener cincuenta años.
—Siempre lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.
Para Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel. Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.
Volviendo a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría, Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería al por mayor.
—¿Qué asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el señor Button.
—Los besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
Benjamin lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola bostezó entre los árboles que pasaban veloces...
VI.
Cuando, seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde Moncrief y el señor Benjamín Button (y digo «se supo la noticia» porque el general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamín fue recordada y propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button, que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el mismísimo John Wilkes Booth disfrazado... y que dos cuernecillos despuntaban en su cabeza.
Los suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce. Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo difusión.
Como quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.
Por lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido, que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años; e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez... y se casó.
VII.
En una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado, gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.
No hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.
Quince años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en 1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley, fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos anuales.
Y Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil. Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia, tal era su imagen de salud y vitalidad.
—Parece que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada, acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.
Llegamos a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible. Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.
En aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo, Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamín había sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran novios ella era la que arrastraba a Benjamín a bailes y cenas; pero ahora era al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.
La insatisfacción de Benjamín se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar en la famoso carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció una medalla.
Benjamin estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la estación y lo escoltó hasta su casa.
VIII.
Hildegarde, ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos tres años habían tenido un precio. HÜdelgarde era ahora una mujer de cuarenta años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo entristeció.
Cuando llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una foto de antes de la guerra.
—¡Dios santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda: ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible, increíble.
Volvió a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E, intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera más delicada que se le ocurrió.
—Bueno —observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y te parece algo de lo que presumir?
—No estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella volvió a sollozar.
—Vaya idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente amor propio como para acabar con esto.
—¿Y cómo? —preguntó Benjamin.
—No voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece muy considerado por tu parte.
—Pero, Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que ser distinto. Has sido siempre así y lo seguiras siendo. Pero piensa, sólo un momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas... ¿Cómo sería el mundo?
Se trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamín no contestó, y desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamín se preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro tiempo.
Y, para ahondar la brecha, Benjamín se dio cuenta de que, a medida que el nuevo siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
—¡Mira! —comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su mujer.
Habían olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papas y mamas también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.
Pero la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad hogareña de Benjamín. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos los jóvenes de la ciudad.
Su vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe, que había terminado sus estudios en Harvard.
Y, de hecho, a menudo confundían a Benjamín con su hijo. Semejante confusión agradaba a Benjamín, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento: detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.
IX.
Un día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.
Fue admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.
Pero su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.
Aunque parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo. Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el terror y la desorganización en el equipo de Yale.
En el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros. Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
Terminó los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su familia se suscitara el menor escándalo.
Benjamin ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes, y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio de San Midas.
—Oye —le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al colegio?
—Bueno, pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar la discusión.
—No puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme tú.
—No tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte ya, ¿no? Sería mejor... —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser una broma. Ya no tiene gracia. Tú... ¡Ya es hora de que te portes bien!
Benjamin lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre, así te acostumbrarías.
Después de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.
X.
Cuando terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a regañadientes.
Benjamin abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse, pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos. De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo inhabilitaba para el ejército.
Llamaron a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior. Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin enrojeció.
—¡Oiga! ¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno —admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se dirigió al centinela de guardia.
—¡Que alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El centinela lo miró con mala cara.
—Dime —observó—, ¿adonde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin, veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese! —intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se acercaba a caballo.
—¡Coronel! —llamó Benjamin con voz aguda.
El coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje inmediatamente del caballo!
El coronel se rió a carcajadas.
—Quieres mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga! —gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame! —dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí hablaremos. Venga, vamos.
El coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz: prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
Pero la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, Hos días después, su hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje inesperado, y escoltó al lloroso general, sans uniforme, de vuelta a casa.
XI.
En 1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.
A nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo... no reportaba ninguna utilidad. Y en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.
Cinco años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el pequeño Benjamín bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los dos al parvulario el mismo día y Benjamín descubrió que jugar con tiras de papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos, era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.
Un año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamín siguió en el parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.
Los días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no comprendió nada.
Lo sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamín debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante, leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto vocal intermitente muy agradable.
Le gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita, las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas estupendas.
No había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos... Y no había sueños, ningún sueño venía a perturbarlo.
El pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan; los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de los Button, en Monroe Street... Todo se había desvanecido como un sueño inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.
No se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida estaba templada o fría; ni el paso de los días... Sólo existían su cuna y la presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba, y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi indistinguibles, y luz y oscuridad.
Luego fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.
martes, 24 de febrero de 2009
Julio Cortázar: Traductor
Tomo la primera edición del legendario libro. Tiene 165 páginas. Se terminó de imprimir el 30 de marzo de 1951. En las solapa un nota firmada por D.D. (Daniel Devoto, supongo). Y en la otra solapa la lista de publicaciones de la Editorial Sudamericana: Santayana, Mallea, Lin Yu Tang, Leopoldo Marechal, Felisberto Hernández y Manuel Mujica Lainez. Lo repaso, al azar, y me quedo atra-pado en el segundo cuento. El personaje es un traductor que se atrasa en sus tareas y demora en entregar un libro de Gide (p. 30). ¿La causa?
Vomita cada cierto tiempo conejitos que debe esconder, pues disfruta temporalmente de un apartamento en la calle Suipacha que le ha prestado una amiga que está en París. A ella le escribe una larga carta, "Carta a una señorita en París", preocupado porque vomita más cone- jitos de los debidos –ya supera la cifra manejable de diez– y comprueba cómo estos comienzan a destrozar el apartamento. A roer los lomos de los libros y morder alfombras, muebles y cortinas. Al final presagia la muerte de los once conejitos contra el piso de la calle. Muertes que pasarán inadvertidas pues la gente se preocupará de otro cuerpo, el suyo, estrellado también desde el tercer piso.
El traductor imaginario se suicidará quizás pero el libro de André Gide: El inmoralista, saldrá publicado por la Editorial Argos de Buenos Aires el 7 de noviembre de 1947 con solapa de Guillermo de Torre, el cuñado de Borges que rechazó La hojarasca de Gabriel García Márquez cuando estaba en Losada.
La colección de Argos la dirigen, entre otros, José Luis Romero, el conocido medievalista e historiador de la ciudad latinoamericana, y Jorge Romero Brest, el polémico crítico de arte, fundador del Instituto di Tella en la calle Florida. El libro tiene 172 páginas y su traductor es el mismo autor del libro de cuentos: Julio Cortázar.
(Curiosidad: en la solapa posterior del libro de Gide se anuncia un libro de Henri Troyat: La araña, que nos remite una vez más al libro de cuentos, Bestiario, y a la misma página 30: allí se habla además de "un Troyat que no he traducido".)
La vinculación de Cortázar con Argos ya había dado fruto el 30 de septiembre de 1946: la traducción de las 210 páginas del Nacimiento de la Odisea del también francés Jean Giono. Esta traducción le depararía una sorpresa y una alegría. Al recordar en 1980 a Ezequiel Martínez Estrada la contó así:
Precisamente una librería y una traducción me pusieron por primera vez en contacto con don Ezequiel. Mi amigo Jorge D’Urbano, enton-ces gerente de la librería Viau, nos reunió en un café venciendo mi casi patológica resistencia a conocer escritores. Martínez Estrada acababa de leer mi traducción de Nacimiento de la Odisea, y quería decirme personalmente que le había gustado. Cuando se me pasó la primera emoción pude darme mejor cuenta de la cálida humani-dad que subyacía en la tremenda inteligencia y la vastísima cultura de ese hombre que se molestaba en felicitar expresamente a un joven traductor desconocido.
Y añade luego:
En las raras ocasiones en que lo encontré solo o en casa de algún amigo, el tema de la traducción llenó lo mejor de nuestro diálogo, porque a Martínez Estrada le fascinaban los problemas de ese extraño oficio fronterizo lleno al mismo tiempo de ambigüedades y de rigor. Yo aprovechaba para consultarle sobre dificultades momentáneas (en esos años estaba traduciendo a Gide, Chesterton, Walter de la Mare y Daniel Defoe, entre otros), y él no solamente se complacía en darme las mejores soluciones sino que cada una era un punto de partida para esos admirables buceos y sondeos que llenan lo mejor de sus obras y que en la conversación nacían sin esfuerzo, uno tras otro.
El hombre que se recibió de traductor público en julio de 1948, según le contó en una carta a Sergio Sergi, no solo se ganó el pan y el vino durante la mayor parte de su vida al trabajar para entidades como la Unesco (a la cual prefería, obvio, llamar Ionesco) o la Comisión de Energía Atómica en Viena que le daban libertad y recursos y le con-cedían, desde París, viajes a Montevideo, Viena, Roma o la India, donde compartió con Octavio Paz, según las variadas sedes de las diversas conferencias internacionales. También, como anotaba con humor, le concedía, papel, máquina y tiempo para redactar una escena de cronopios o un capítulo de Rayuela, tantas veces reescrita. Pero la otra vertiente de su trabajo como traductor –traductor literario– es también vasta y copiosa e incidió, sin lugar a dudas, en su trabajo como creador y ensa-yista. La sola enumeración es ya de por sí ilustrativa:
Daniel Defoe: Robinson Crusoe. Buenos Aires, Viau. Reeditado en dos volúmenes por Lumen de Barcelona en 1975 con el título de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe escritas por él mismo.
Walter de la Mare: Memorias de una enana. Buenos Aires, Nova, 1946. 454 páginas.
G.K. Chesterton: El hombre que sabía demasiado. Buenos Aires, Nova.
Alfred Stern: La filosofía existencial de Jean-Paul Sartre. Buenos Aires, Imán (editorial fundada entre otros por el filósofo italiano Rodolfo Mondolfo, autor de libros sobre los presocráticos y sobre Sócrates mismo).
Alfred Stern: Filosofía de la risa y el llanto. Buenos Aires, Imán.
André Gide: Así sea o la suerte está echada. Buenos Aires, Sudame-ricana, 1953.
Lord Houghton: Vida y cartas de John Keats. Buenos Aires, Imán, 1955. 313 páginas.
Edgar Allan Poe: Obras en prosa. 2 vols. Universidad de Puerto Rico. 1956. 2ª edición: 1969. Incluye biografía de Poe, estudio crítico y notas de Cortázar.
Marguerite Yourcenar: Memorias de Adriano. Buenos Aires, Sudame-ricana, 1955. 249 páginas. Colección Horizonte.
Si a esto añadimos los dos mencionados libros de Giono (1946) y Gide (1947) y la versión, aún no publicada, de Opio de Jean Cocteau, ten-dremos un vasto universo de versiones a partir del inglés y el francés. A lo cual resulta imprescindible añadir las hermosas recreaciones de la poesía de John Keats, iniciadas en 1946 con su trabajo sobre la "Oda a una urna griega" y ampliadas en ese formidable arte de diálogo dentro de la poesía que es su Imagen de John Keats (1952) que solo vería la luz en 1996. Biogra-fía, coloquio, autobiografía, crítica y ficción, extrapolación, homenaje y rastreo erudito. Ningún libro más entrañable que este Keats en la apropia-ción libérrima y gratificante con que Cortázar entendía su diálogo vivo con la literatura. Con ese "doble traidor" que era él mismo como traductor.
Así se definió a sí mismo en 1967, en "Tombeau de Mallarmé":
De los traidores refugiados consuetudinariamente en el oficio de la traducción, muchos de los que traducen poesía se me antojan avatares de ese Judas sofisticado que traiciona por inocencia y por amor, que abraza a su víctima entre olivos y antorchas, bajo signos de inmortalidad y de pasaje. Todos los recursos son buenos cuando en el fondo de la retorta alquímica brillará el oro del que habla Píndaro en la primera Olímpica; por eso se sabe de Judas alquimistas que no vacilan en esconder un grano de oro en el plomo, simular transmutación para el príncipe codicioso, mientras siguen buscándola y acaso hallándola.
Por ello, y al referirse al poema de Mallarmé que traduce, insiste en la arbitrariedad fecunda, en el ser fiel siendo infiel: "Sólo la forma más extrema de la paráfrasis podía rescatar en español el misterio de una poesía impenetrable a toda versión (verifíquenlo los escépticos)". Tal la inapreciable lección del Cortázar traductor.
II
Pero ese acto de verter lo ajeno en odres propios –el español también implica en quien lo hace un enriquecimiento, y una aprehen- sión de nuevos valores, que sacude sus esquemas. El Gide que descubre en África su condición homosexual y se esfuerza por una sinceridad sin resquicios bien podía transmitirle a Cortázar el duro aprendizaje de una libertad que se conquista cada día, en la moral y en la política, en la sexualidad y en el arte.
Sí, despiertos desde ahora, mis sentidos encontraban su propia historia, recomponían un pasado. ¡Vivían! ¡Vivían! No habían cesado nunca de vivir, y descubrían aun a través de mis años de estudio una vida latente y astuta (p. 45).
El Cortázar intelectual, europeizante y erudito desde los preso-cráticos y los trágicos griegos hasta Lovecraft y la ciencia ficción, y tan irónico sobre esa situación como lo patentiza en su cuento "Silvia", se abriría poco a poco también hacia una exploración existencialista-sensorial de un cuento como "El perseguidor" y pediría, ante una litera-tura tan atildada y fría como mucha de la latinoamericana de entonces, un descenso a tierra. Una impregnación de lo no dicho y oculto. Un tantear por nuevos caminos que rompan el esquematismo binario judeo-cristiano. Personajes como el Johnny de "El perseguidor" o el Oliveira de Rayuela tienen una torpeza y unas limitaciones que hacen más inten- sa su aventura metafísica y más irrisorias las coordenadas interpretativas de quienes los miran vivir sin ser capaces de seguirlos en sus riesgos y caídas.
Por ello la sangre y los esputos negros de esa joven pareja de tuberculosos, en la novela de Gide, bien pudieran darle a Cortázar, den- tro de la diáfana estructura de confesión de esta obra, ante el grupo de amigos, una vía de acceso al otro lado de las cosas. Lo reprimido, turbio y confuso de ese deseo que se hace por fin visible y de esas situaciones límites que ponen todo en cuestión, incluso en un racionalista carte- siano tan claro como Gide.
De otra parte el Gide que con tanta frecuencia cita Cortázar sobre la necesidad de no apoyarse en el impulso adquirido, de cortar y pasar a otra escena, de suspender lo consabido e internarse por inexploradas vías, determinaría mucho de su técnica de corte y montaje, de suspenso y asomo a otras perspectivas. De novela que reflexiona sobre sí misma, y se pone en duda, lo cual es tan evidente en Los monederos falsos (1925) como lo será en el Morelli de Rayuela (1963). Decía Gide en esa novela, donde un capítulo se titulaba por cierto: "El autor juzga a los personajes":
No es nunca durante mucho tiempo el mismo. No le atrae nada; pero nada es tan atractivo como su fuga. Le conoce usted desde hace demasiado poco tiempo para juzgarlo. Su ser se deshace y se rehace sin cesar. Cree uno asirle... y es Proteo. Toma la forma de lo que ama (Barcelona, Seix Barral, 1970, p. 206).
Como lo refrendaría luego en su teoría del camaleón, Cortázar encontraría en Gide y Cocteau esa disponibilidad hacia lo imprevisto. Ese afán de recorrer un París no consignado en las guías turísticas. Ese girasol en movimiento hacia nuevos soles y lunas desconocidas. Ser lo que se ama.
Los múltiples narradores de la obra de Gide, con sus diarios que se cruzan y se leen unos a otros, bien podrían proyectarse en los monó-logos abarcadores de Persio sobrevolando Los premios o en ese entramado de cruzadas lecturas que sustenta Rayuela. No la progresión lineal sino el collage de una caja donde uno escoge el capítulo que le atrae, o este señala a su receptor, en un abanico de posibilidades que bien puede llevar al circo, la patafísica, el manicomio y el hospital o el kibbutz inagotable del deseo. Como sucede, por cierto, con el traductor, al interrogarse por la mejor opción en lo literal estricto o en la feliz arbitrariedad que demanda la música del conjunto.
Pero al mismo tiempo esos planteamientos de una obra abierta también tenían en Gide un anverso: esa necesidad, explícita en su teatro, como en el monólogo dramático de Cortázar que es Los reyes, de poner a circular, con renovada sangre y perspectiva propia, todo el repertorio de la tradición clásica. De narrar de nuevo las míticas fábulas del origen, tan perceptibles en tantos de los poemas de Cortázar donde habla de Dafne y Menelao, los Dióscuros y Adriano, y en varios de sus cuentos.
Ese repertorio inexhausto que como bien lo mostró George Steiner en su libro sobre las Antígonas (1984) impulsó a tantos escritores próximos al mundo de Cortázar, trátese de Gide como de Sartre (su mujer, Aurora Bernárdez, tradujo La náusea, que Cortázar reseña en 1948), trátese de Cocteau como de Anouhil, hacer suyo un formidable arsenal mítico que se enciende e ilumina no solo ante lo dramático de una nueva realidad –los nazis al entrar en París– sino gracias también a un creador que los necesita para sí mismo. Para los fines, aún no claros del todo, de la propia obra en que se halla sumergido.
Por ello, al continuar con el personaje de Gide en El inmoralista, quien se obstina en lo peor, y disfruta los turbios placeres del cazador furtivo, en pos de esos rapaces niños africanos, que muy pronto serán apenas obesos funcionarios aburguesados, vemos cómo este se detiene ante las ruinas de Pesto y suelta su queja:
¡Ah, hubiese llorado ante estas piedras! La antigua belleza aparecía simple, perfecta, sonriente... abandonada. El arte se va de mí, lo sé. ¿Para hacer lugar a qué otra cosa? Ya no es más, como antes, una sonriente armonía... Ya no sé más a qué tenebroso dios sirvo. ¡Oh Dios nuevo, hazme conocer todavía razas nuevas, tipos imprevistos de hermosura! (p. 166).
Un pedido que bien podía prolongar la súplica de Rimbaud, mo- tivo del primer artículo de Cortázar en 1941, en pos de tierras incógnitas y razas rojas más fuertes. Ya no eran válidas ni la filología, como en el personaje de Gide, ni ese esteticismo cultural que también Cortázar repu-diaría, en un momento dado, sin prescindir nunca de él. Sabía muy bien las tortuosas y fascinantes aventuras que el orden clásico podía deparar aún, y las irresistibles y a la vez letales promesas que todavía los dioses nos ofrecen, no solo en los bosques sino en cualquier cruce de esquinas de nuestras desencantadas ciudades. Todo ello habrá de revivirlo Cortázar con la voz de Jean Giono al volver a reescribir y traducir la Odisea:
¿Es que no hay ninfas heladas en el agua de las fuentes? Él mismo había tocado a una con los labios, cierta vez que bebía del agua verde (p. 30).
Fin y principio: el último cuento de Julio Cortázar incluido en sus Cuentos completos lleva el título de "Diario para un cuento". Ha sido tomado de Deshoras (1983) y rinde homenaje a otro célebre cuentista y notable traductor: Adolfo Bioy Casares. El personaje: un traductor de registros de nacimiento y patentes técnicas, pero también de cartas de amor de marinos por prostitutas y viceversa. Concluyamos, por ahora, escuchando sus palabras. De Bestiario a Deshoras no toda la vida traduciendo sino la vida bien traducida al idioma Cortázar.
Esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el gallego portero llegando a mi oficina con una foto de Evita y pidiéndome de manera nada amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las cuatro chinches para que no hubiera pretextos)... En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton (vol. 2, p. 494).
P.D. Cuando comenté con Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar e inolvidable traductora tanto de los cuentos de Faulkner como de Justine de Lawrence Durrell, algunos de estos avatares del Cortázar traductor, añadió que este había participado en el celebérrimo colectivo que revisó en Buenos aires la traducción del Ferdydurke de Gombrowicz, de 1947, publicada por Argos, sin haber logrado determi- nar nunca qué capítulo concreto había sido el que Cortázar supervisó. Delicioso enigma que consigno con gratitud.
Vomita cada cierto tiempo conejitos que debe esconder, pues disfruta temporalmente de un apartamento en la calle Suipacha que le ha prestado una amiga que está en París. A ella le escribe una larga carta, "Carta a una señorita en París", preocupado porque vomita más cone- jitos de los debidos –ya supera la cifra manejable de diez– y comprueba cómo estos comienzan a destrozar el apartamento. A roer los lomos de los libros y morder alfombras, muebles y cortinas. Al final presagia la muerte de los once conejitos contra el piso de la calle. Muertes que pasarán inadvertidas pues la gente se preocupará de otro cuerpo, el suyo, estrellado también desde el tercer piso.
El traductor imaginario se suicidará quizás pero el libro de André Gide: El inmoralista, saldrá publicado por la Editorial Argos de Buenos Aires el 7 de noviembre de 1947 con solapa de Guillermo de Torre, el cuñado de Borges que rechazó La hojarasca de Gabriel García Márquez cuando estaba en Losada.
La colección de Argos la dirigen, entre otros, José Luis Romero, el conocido medievalista e historiador de la ciudad latinoamericana, y Jorge Romero Brest, el polémico crítico de arte, fundador del Instituto di Tella en la calle Florida. El libro tiene 172 páginas y su traductor es el mismo autor del libro de cuentos: Julio Cortázar.
(Curiosidad: en la solapa posterior del libro de Gide se anuncia un libro de Henri Troyat: La araña, que nos remite una vez más al libro de cuentos, Bestiario, y a la misma página 30: allí se habla además de "un Troyat que no he traducido".)
La vinculación de Cortázar con Argos ya había dado fruto el 30 de septiembre de 1946: la traducción de las 210 páginas del Nacimiento de la Odisea del también francés Jean Giono. Esta traducción le depararía una sorpresa y una alegría. Al recordar en 1980 a Ezequiel Martínez Estrada la contó así:
Precisamente una librería y una traducción me pusieron por primera vez en contacto con don Ezequiel. Mi amigo Jorge D’Urbano, enton-ces gerente de la librería Viau, nos reunió en un café venciendo mi casi patológica resistencia a conocer escritores. Martínez Estrada acababa de leer mi traducción de Nacimiento de la Odisea, y quería decirme personalmente que le había gustado. Cuando se me pasó la primera emoción pude darme mejor cuenta de la cálida humani-dad que subyacía en la tremenda inteligencia y la vastísima cultura de ese hombre que se molestaba en felicitar expresamente a un joven traductor desconocido.
Y añade luego:
En las raras ocasiones en que lo encontré solo o en casa de algún amigo, el tema de la traducción llenó lo mejor de nuestro diálogo, porque a Martínez Estrada le fascinaban los problemas de ese extraño oficio fronterizo lleno al mismo tiempo de ambigüedades y de rigor. Yo aprovechaba para consultarle sobre dificultades momentáneas (en esos años estaba traduciendo a Gide, Chesterton, Walter de la Mare y Daniel Defoe, entre otros), y él no solamente se complacía en darme las mejores soluciones sino que cada una era un punto de partida para esos admirables buceos y sondeos que llenan lo mejor de sus obras y que en la conversación nacían sin esfuerzo, uno tras otro.
El hombre que se recibió de traductor público en julio de 1948, según le contó en una carta a Sergio Sergi, no solo se ganó el pan y el vino durante la mayor parte de su vida al trabajar para entidades como la Unesco (a la cual prefería, obvio, llamar Ionesco) o la Comisión de Energía Atómica en Viena que le daban libertad y recursos y le con-cedían, desde París, viajes a Montevideo, Viena, Roma o la India, donde compartió con Octavio Paz, según las variadas sedes de las diversas conferencias internacionales. También, como anotaba con humor, le concedía, papel, máquina y tiempo para redactar una escena de cronopios o un capítulo de Rayuela, tantas veces reescrita. Pero la otra vertiente de su trabajo como traductor –traductor literario– es también vasta y copiosa e incidió, sin lugar a dudas, en su trabajo como creador y ensa-yista. La sola enumeración es ya de por sí ilustrativa:
Daniel Defoe: Robinson Crusoe. Buenos Aires, Viau. Reeditado en dos volúmenes por Lumen de Barcelona en 1975 con el título de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe escritas por él mismo.
Walter de la Mare: Memorias de una enana. Buenos Aires, Nova, 1946. 454 páginas.
G.K. Chesterton: El hombre que sabía demasiado. Buenos Aires, Nova.
Alfred Stern: La filosofía existencial de Jean-Paul Sartre. Buenos Aires, Imán (editorial fundada entre otros por el filósofo italiano Rodolfo Mondolfo, autor de libros sobre los presocráticos y sobre Sócrates mismo).
Alfred Stern: Filosofía de la risa y el llanto. Buenos Aires, Imán.
André Gide: Así sea o la suerte está echada. Buenos Aires, Sudame-ricana, 1953.
Lord Houghton: Vida y cartas de John Keats. Buenos Aires, Imán, 1955. 313 páginas.
Edgar Allan Poe: Obras en prosa. 2 vols. Universidad de Puerto Rico. 1956. 2ª edición: 1969. Incluye biografía de Poe, estudio crítico y notas de Cortázar.
Marguerite Yourcenar: Memorias de Adriano. Buenos Aires, Sudame-ricana, 1955. 249 páginas. Colección Horizonte.
Si a esto añadimos los dos mencionados libros de Giono (1946) y Gide (1947) y la versión, aún no publicada, de Opio de Jean Cocteau, ten-dremos un vasto universo de versiones a partir del inglés y el francés. A lo cual resulta imprescindible añadir las hermosas recreaciones de la poesía de John Keats, iniciadas en 1946 con su trabajo sobre la "Oda a una urna griega" y ampliadas en ese formidable arte de diálogo dentro de la poesía que es su Imagen de John Keats (1952) que solo vería la luz en 1996. Biogra-fía, coloquio, autobiografía, crítica y ficción, extrapolación, homenaje y rastreo erudito. Ningún libro más entrañable que este Keats en la apropia-ción libérrima y gratificante con que Cortázar entendía su diálogo vivo con la literatura. Con ese "doble traidor" que era él mismo como traductor.
Así se definió a sí mismo en 1967, en "Tombeau de Mallarmé":
De los traidores refugiados consuetudinariamente en el oficio de la traducción, muchos de los que traducen poesía se me antojan avatares de ese Judas sofisticado que traiciona por inocencia y por amor, que abraza a su víctima entre olivos y antorchas, bajo signos de inmortalidad y de pasaje. Todos los recursos son buenos cuando en el fondo de la retorta alquímica brillará el oro del que habla Píndaro en la primera Olímpica; por eso se sabe de Judas alquimistas que no vacilan en esconder un grano de oro en el plomo, simular transmutación para el príncipe codicioso, mientras siguen buscándola y acaso hallándola.
Por ello, y al referirse al poema de Mallarmé que traduce, insiste en la arbitrariedad fecunda, en el ser fiel siendo infiel: "Sólo la forma más extrema de la paráfrasis podía rescatar en español el misterio de una poesía impenetrable a toda versión (verifíquenlo los escépticos)". Tal la inapreciable lección del Cortázar traductor.
II
Pero ese acto de verter lo ajeno en odres propios –el español también implica en quien lo hace un enriquecimiento, y una aprehen- sión de nuevos valores, que sacude sus esquemas. El Gide que descubre en África su condición homosexual y se esfuerza por una sinceridad sin resquicios bien podía transmitirle a Cortázar el duro aprendizaje de una libertad que se conquista cada día, en la moral y en la política, en la sexualidad y en el arte.
Sí, despiertos desde ahora, mis sentidos encontraban su propia historia, recomponían un pasado. ¡Vivían! ¡Vivían! No habían cesado nunca de vivir, y descubrían aun a través de mis años de estudio una vida latente y astuta (p. 45).
El Cortázar intelectual, europeizante y erudito desde los preso-cráticos y los trágicos griegos hasta Lovecraft y la ciencia ficción, y tan irónico sobre esa situación como lo patentiza en su cuento "Silvia", se abriría poco a poco también hacia una exploración existencialista-sensorial de un cuento como "El perseguidor" y pediría, ante una litera-tura tan atildada y fría como mucha de la latinoamericana de entonces, un descenso a tierra. Una impregnación de lo no dicho y oculto. Un tantear por nuevos caminos que rompan el esquematismo binario judeo-cristiano. Personajes como el Johnny de "El perseguidor" o el Oliveira de Rayuela tienen una torpeza y unas limitaciones que hacen más inten- sa su aventura metafísica y más irrisorias las coordenadas interpretativas de quienes los miran vivir sin ser capaces de seguirlos en sus riesgos y caídas.
Por ello la sangre y los esputos negros de esa joven pareja de tuberculosos, en la novela de Gide, bien pudieran darle a Cortázar, den- tro de la diáfana estructura de confesión de esta obra, ante el grupo de amigos, una vía de acceso al otro lado de las cosas. Lo reprimido, turbio y confuso de ese deseo que se hace por fin visible y de esas situaciones límites que ponen todo en cuestión, incluso en un racionalista carte- siano tan claro como Gide.
De otra parte el Gide que con tanta frecuencia cita Cortázar sobre la necesidad de no apoyarse en el impulso adquirido, de cortar y pasar a otra escena, de suspender lo consabido e internarse por inexploradas vías, determinaría mucho de su técnica de corte y montaje, de suspenso y asomo a otras perspectivas. De novela que reflexiona sobre sí misma, y se pone en duda, lo cual es tan evidente en Los monederos falsos (1925) como lo será en el Morelli de Rayuela (1963). Decía Gide en esa novela, donde un capítulo se titulaba por cierto: "El autor juzga a los personajes":
No es nunca durante mucho tiempo el mismo. No le atrae nada; pero nada es tan atractivo como su fuga. Le conoce usted desde hace demasiado poco tiempo para juzgarlo. Su ser se deshace y se rehace sin cesar. Cree uno asirle... y es Proteo. Toma la forma de lo que ama (Barcelona, Seix Barral, 1970, p. 206).
Como lo refrendaría luego en su teoría del camaleón, Cortázar encontraría en Gide y Cocteau esa disponibilidad hacia lo imprevisto. Ese afán de recorrer un París no consignado en las guías turísticas. Ese girasol en movimiento hacia nuevos soles y lunas desconocidas. Ser lo que se ama.
Los múltiples narradores de la obra de Gide, con sus diarios que se cruzan y se leen unos a otros, bien podrían proyectarse en los monó-logos abarcadores de Persio sobrevolando Los premios o en ese entramado de cruzadas lecturas que sustenta Rayuela. No la progresión lineal sino el collage de una caja donde uno escoge el capítulo que le atrae, o este señala a su receptor, en un abanico de posibilidades que bien puede llevar al circo, la patafísica, el manicomio y el hospital o el kibbutz inagotable del deseo. Como sucede, por cierto, con el traductor, al interrogarse por la mejor opción en lo literal estricto o en la feliz arbitrariedad que demanda la música del conjunto.
Pero al mismo tiempo esos planteamientos de una obra abierta también tenían en Gide un anverso: esa necesidad, explícita en su teatro, como en el monólogo dramático de Cortázar que es Los reyes, de poner a circular, con renovada sangre y perspectiva propia, todo el repertorio de la tradición clásica. De narrar de nuevo las míticas fábulas del origen, tan perceptibles en tantos de los poemas de Cortázar donde habla de Dafne y Menelao, los Dióscuros y Adriano, y en varios de sus cuentos.
Ese repertorio inexhausto que como bien lo mostró George Steiner en su libro sobre las Antígonas (1984) impulsó a tantos escritores próximos al mundo de Cortázar, trátese de Gide como de Sartre (su mujer, Aurora Bernárdez, tradujo La náusea, que Cortázar reseña en 1948), trátese de Cocteau como de Anouhil, hacer suyo un formidable arsenal mítico que se enciende e ilumina no solo ante lo dramático de una nueva realidad –los nazis al entrar en París– sino gracias también a un creador que los necesita para sí mismo. Para los fines, aún no claros del todo, de la propia obra en que se halla sumergido.
Por ello, al continuar con el personaje de Gide en El inmoralista, quien se obstina en lo peor, y disfruta los turbios placeres del cazador furtivo, en pos de esos rapaces niños africanos, que muy pronto serán apenas obesos funcionarios aburguesados, vemos cómo este se detiene ante las ruinas de Pesto y suelta su queja:
¡Ah, hubiese llorado ante estas piedras! La antigua belleza aparecía simple, perfecta, sonriente... abandonada. El arte se va de mí, lo sé. ¿Para hacer lugar a qué otra cosa? Ya no es más, como antes, una sonriente armonía... Ya no sé más a qué tenebroso dios sirvo. ¡Oh Dios nuevo, hazme conocer todavía razas nuevas, tipos imprevistos de hermosura! (p. 166).
Un pedido que bien podía prolongar la súplica de Rimbaud, mo- tivo del primer artículo de Cortázar en 1941, en pos de tierras incógnitas y razas rojas más fuertes. Ya no eran válidas ni la filología, como en el personaje de Gide, ni ese esteticismo cultural que también Cortázar repu-diaría, en un momento dado, sin prescindir nunca de él. Sabía muy bien las tortuosas y fascinantes aventuras que el orden clásico podía deparar aún, y las irresistibles y a la vez letales promesas que todavía los dioses nos ofrecen, no solo en los bosques sino en cualquier cruce de esquinas de nuestras desencantadas ciudades. Todo ello habrá de revivirlo Cortázar con la voz de Jean Giono al volver a reescribir y traducir la Odisea:
¿Es que no hay ninfas heladas en el agua de las fuentes? Él mismo había tocado a una con los labios, cierta vez que bebía del agua verde (p. 30).
Fin y principio: el último cuento de Julio Cortázar incluido en sus Cuentos completos lleva el título de "Diario para un cuento". Ha sido tomado de Deshoras (1983) y rinde homenaje a otro célebre cuentista y notable traductor: Adolfo Bioy Casares. El personaje: un traductor de registros de nacimiento y patentes técnicas, pero también de cartas de amor de marinos por prostitutas y viceversa. Concluyamos, por ahora, escuchando sus palabras. De Bestiario a Deshoras no toda la vida traduciendo sino la vida bien traducida al idioma Cortázar.
Esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el gallego portero llegando a mi oficina con una foto de Evita y pidiéndome de manera nada amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las cuatro chinches para que no hubiera pretextos)... En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton (vol. 2, p. 494).
P.D. Cuando comenté con Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar e inolvidable traductora tanto de los cuentos de Faulkner como de Justine de Lawrence Durrell, algunos de estos avatares del Cortázar traductor, añadió que este había participado en el celebérrimo colectivo que revisó en Buenos aires la traducción del Ferdydurke de Gombrowicz, de 1947, publicada por Argos, sin haber logrado determi- nar nunca qué capítulo concreto había sido el que Cortázar supervisó. Delicioso enigma que consigno con gratitud.
Juan Gustavo Cobo Borda
Guadalajara, febrero del 2004
Guadalajara, febrero del 2004
Las siguientes páginas son dignas de ser visitadas:
sábado, 21 de febrero de 2009
Ingrid Grudke en mis sueños
jueves, 19 de febrero de 2009
El diccionario de Norfolk
Una fina amalgama, mezcla de la más sólida erudición y la más sugerente prosa, nos presenta el (en aquella época) joven y principiante Norfolk con su opera prima El diccionario de Lempriére.
Con un lenguaje avasallador y dotado de las más excelsas cualidades narrativas, esta obra marcó el inicio de una carrera literaria prometedora, que desde ya se ha ido atestiguando exitosamente con el paso acumulativo de los años.
Pero como si el alto nivel lingüístico fuera poco, el autor nos sorprende aún más entretejiendo una historia fascinante que tiene como fondo a la famosa, pero poco explorada Compañía de las Indias Orientales, y un siniestro complot ideado por unos personajes ambiciosos, con el cual pretenden apoderarse de una vasta fortuna, mucho más grande que los tesoros de la cueva de Alí Baba. Rodeados de un hálito de locura, como si fueran afectados por fiebres tropicales, los personajes deambulan por sus seis centenares de páginas en medio de un trasfondo de violencia, intrigas, traiciones y asesinatos.
Tres generaciones de una misma familia son marcados por un sino trágico, orquestado por un enemigo descomunal, una bestia de varias cabezas, oculto en las catacumbas londinenses, y de donde emerge para llevar a cabo su abyecta maquinación, mediante ardides brutales y celadas fantasmagóricas. Norfolk nos lleva al siglo XVI para mostrarnos un mundo que creíamos conocer por las películas de cine, pero que surge transformado y revitalizado con su pluma. Un universo donde se conjugan la ilustración y el renacimiento con la escuela clásica griega.
Preparence para vivir la más grande experiencia literaria desde El nombre de la rosa. Un verdadero tributo a los libros de suspense, al mejor estilo de Conan-Doyle; con una técnica cinematográfica el autor nos conduce felizmente por una historia espléndida donde se aúnan forma y fondo de manera magistral a lo largo de una narración poderosa, que combina el romanticismo, el misterio y la fantasía.
Es posible que nos cueste al principio adentrarnos en el orbe creado por el autor, pero él no nos subestima y sabe que al final lograremos, si nos esforzamos, penetrar en los vericuetos de su narración y atenazar al minotauro, cual Teseo vagando por el laberinto insoslayable de la prosa norfolkiana.
Con un lenguaje avasallador y dotado de las más excelsas cualidades narrativas, esta obra marcó el inicio de una carrera literaria prometedora, que desde ya se ha ido atestiguando exitosamente con el paso acumulativo de los años.
Pero como si el alto nivel lingüístico fuera poco, el autor nos sorprende aún más entretejiendo una historia fascinante que tiene como fondo a la famosa, pero poco explorada Compañía de las Indias Orientales, y un siniestro complot ideado por unos personajes ambiciosos, con el cual pretenden apoderarse de una vasta fortuna, mucho más grande que los tesoros de la cueva de Alí Baba. Rodeados de un hálito de locura, como si fueran afectados por fiebres tropicales, los personajes deambulan por sus seis centenares de páginas en medio de un trasfondo de violencia, intrigas, traiciones y asesinatos.
Tres generaciones de una misma familia son marcados por un sino trágico, orquestado por un enemigo descomunal, una bestia de varias cabezas, oculto en las catacumbas londinenses, y de donde emerge para llevar a cabo su abyecta maquinación, mediante ardides brutales y celadas fantasmagóricas. Norfolk nos lleva al siglo XVI para mostrarnos un mundo que creíamos conocer por las películas de cine, pero que surge transformado y revitalizado con su pluma. Un universo donde se conjugan la ilustración y el renacimiento con la escuela clásica griega.
Preparence para vivir la más grande experiencia literaria desde El nombre de la rosa. Un verdadero tributo a los libros de suspense, al mejor estilo de Conan-Doyle; con una técnica cinematográfica el autor nos conduce felizmente por una historia espléndida donde se aúnan forma y fondo de manera magistral a lo largo de una narración poderosa, que combina el romanticismo, el misterio y la fantasía.
Es posible que nos cueste al principio adentrarnos en el orbe creado por el autor, pero él no nos subestima y sabe que al final lograremos, si nos esforzamos, penetrar en los vericuetos de su narración y atenazar al minotauro, cual Teseo vagando por el laberinto insoslayable de la prosa norfolkiana.
martes, 17 de febrero de 2009
Stefan Zweig, en un café vienés
El Café Central, situado en la planta baja del palacio Ferstel, en la Herrengasse, es uno de los establecimientos más célebres de Viena. En el interior del café dominan la visión columnas pálidas, de retama mustia, que rodean al piano; al fondo, se aprecian dos retratos de los emperadores que llenaron la vida de la ciudad antes de la gran guerra. Es un recuerdo indulgente de la gloria y la miseria de la Viena imperial, donde había reinado durante medio siglo el emperador Franz Joseph, o Francisco José, un hombre inclinado a las tareas burocráticas, y de quien se afirmaba que el único libro que había leido en su vida era el que recogía la Lista de oficiales del ejército. Pero cada época es recordada de forma diferente por sus protagonistas: en los días amargos del exilio, cuando Stefan Zweig era un apátrida que había huido del nazismo, rememoraba la plácida Viena burguesa, llena de vida en sus calles y en sus teatros, repleta de tertulias en los cafés donde se discutían con pasión las noticias de los diarios y las nuevas ideas, aunque la ciudad tenía también otros escenarios, más sórdidos, llenos de pobreza. A este Café Central venía Zweig.
Todo el café tiene ese tono amarillento, como si el humo del tabaco se hubiera enganchado para siempre en sus paredes. Lámparas de grandes brazos y seis copas de luz rompen la oscuridad de las tardes tranquilas de invierno. Los sofás son circulares, tapizados en rojo. Cuando se entra en el establecimiento, a la derecha, se encuentra en los asientos del rincón número cuatro a Robert Musil, o, al menos, su fotografía y su memoria. Al fondo, se recuerda a Franz Werfel, justo al lado de la mesa donde se sentaba Hugo von Hofmannsthal, el poeta que fascinó a los jóvenes de la generación de Zweig. En el centro del café, bajo los retratos de los emperadores (ese Franz Joseph I, que nació en 1830 y reinó hasta su muerte en 1916, y la singular Sissi, que entretenía sus ocios escribiendo poemas espiritistas), reinaba Karl Kraus, dominando todo el espacio y la puerta de entrada, para ver a quienes llegaban. Los cuadros del Café Central que recuerdan al emperador y la emperatriz son copias, reducidas, de los originales del Hofburg que fueron pintados en 1865 por Franz Xaver Winterhalter, un retratista alemán de moda en el siglo XIX.
Desde la entrada, hacia la izquierda, se ven los lugares donde se sentaban Adolf Loos, Leo Perutz, y un escritor olvidado, oportunista y miserable, llamado Franz Carl Heimito Ritter von Doderer, que llegó a ingresar en el partido nazi para promocionar su obra entre los alemanes. Sin embargo, no se indica donde se sentaba Stefan Zweig: tal vez los propietarios no consideren relevante su nombre, ni su obra. Tampoco aparece ninguna referencia a Trotski, que también frecuentó el establecimiento, y que, según Claudio Magris, se pasaba todo el día en el café. Los cafés vieneses, con su servicio gratuito de prensa diaria, austriaca y de otros países europeos, eran para Zweig una institución única en el mundo: ¡proporcionaban a los clientes hasta revistas literarias y artísticas! Allí charlaba Zweig con sus amigos, discutía con Rilke, con Hofmannsthal, con Wassermann. Otros, como Robert Musil, Franz Werfel, Milena Jesenská, Hermann Broch y Joseph Roth, frecuentaban también el Herrenhof, y aún Freud, Klimt, Kokoschka, Otto Wagner, pasaban largas horas en el Café Museum.
Puesto que no encontré a nuestro escritor en el Café Central, fui después hasta el número 14 de Schotteuring, para ver una placa. En ella, se indica que en ese edificio vino al mundo Stefan Zweig, el 28 de noviembre de 1881. El edificio es anodino, de color ocre claro, con cuatro plantas. En sus años de estudiante, Zweig vivió también en el número 4 de Frankeuberggasse. Era hijo de un rico empresario textil, judío, poseedor de una rigurosa ética burguesa, hasta el punto de que guardaba las distancias ante la alta aristocracia imperial, sabiéndose inferior en rango social, por mucho que coincidiesen en los mismos cafés. Pese a ser miembro de una familia judía, originaria de Moravia, Zweig no fue educado en la religión hebrea y, de hecho, no se preocupó de su condición hasta que la llegada de los nazis al poder marcó a fuego a los judíos.
Entre 1892 y 1900, Zweig estudió durante ocho años en el Wasa-Gymnasium, un liceo situado en el número 10 de Wasagasse, muy cerca de la Universidad y del Rathaus-Park, y donde, años después, colocaron una placa para recordar a su pupilo, pese a que el escritor lo calificó de “odiado instituto”. Todavía era un niño cuando el movimientro obrero vienés empezó a dar muestras de fortaleza: los socialistas, que horrorizaban a los buenos burgueses, eran señalados y denunciados como si fueran una partida de malhechores y terroristas sedientos de sangre, “como antes los jacobinos y después los bolcheviques”, según escribió Zweig al final de su vida. Viena empezaba a ser una de las capitales del movimiento obrero europeo, frecuentada antes de la gran guerra por revolucionarios y exiliados de todos los países. Junto a la libertad que se respiraba en los cafés vieneses convivía el miedo burgués y una moralidad timorata que llamaba a los burdeles “casas de tolerancia”, y creía pornográficas las novelas de Zola mientras prohibía tajantemente que las mujeres pronunciasen la palabra pantalones. Zweig recordaba, como ejemplo de esa actitud burguesa, el escándalo organizado por una tía suya que, en la noche de su boda, huyó a casa de sus padres horrorizada porque su marido había pretendido desnudarla, jurando que no quería volver a ver nunca más a semejante monstruo.
Zweig se doctoró en filosofía en la universidad de Viena. Después, viajó por Europa, y más tarde, entre 1909 y 1912, por la India (donde le causaron una gran impresión la miseria y la división de castas), Ceylán, las colonias francesas de Indochina, África; visitó Estados Unidos y Canadá: en Nueva York, para combatir el aburrimiento que le produjo la ciudad, Zweig jugó consigo mismo como si fuera un inmigrante desesperado en busca de trabajo. Incluso llegó hasta el canal de Panamá. Ya había publicado ensayos, poesía, algunas novelas y colaboraba en los periódicos.
Durante los años de la I Guerra Mundial, Zweig se vio obligado a exiliarse en Suiza, desde donde intervino con sus artículos en la vida cultural y política austríaca. La gran guerra trastornó su vida y la de todo el continente con el inflamado nacionalismo que se extendió por Europa, y, después, con la gran inflación en Alemania y Austria que llevaron años de miseria y estrecheces, incluso de hambre, para millones de personas. Hasta el burgués Zweig vio el fantasma del hambre. Los tres primeros años de la posguerra los pasó “enterrado en Salzburgo”, aunque pudo hacer algún viaje a Italia. En esa ciudad se casó con Friderike Maria Burger von Winternitz. En 1938 se divorció de ella y, poco después, se casó con Charlotte Elisabeth Altmann. Vivió en Salzburgo hasta la llegada de Hitler al poder en Alemania. Era ya un autor célebre, y de sus libros se vendían centenares de miles de ejemplares, como ocurrió con Momentos estelares de la humanidad.
Fui también a ver el número 17 de la Rathausstrasse, la casa donde vivió Zweig. Es un severo edificio burgués con cuatro columnas en la fachada y dos figuras sobre la entrada. Ocupa toda la manzana, aunque hay otra entrada en la misma calle. En las esquinas, dos atlantes soportan el peso de las galerías acristaladas, las tribunas desde donde hoy observan la vida inexistente de ese gris barrio de Viena. El interior, de blanco inmaculado, alberga en nuestros días un hotel, y en el hueco de la escalera puede verse el ascensor negro, con rejillas. Apenas unos cuadros abstractos, con frases del escritor, recuerdan a Stefan Zweig. Más tarde, entré en el café Schwarzenberg, uno de los más clásicos de Viena, para observar la entrada del hotel Imperial, donde se alojó Hitler, el causante de la desgracia de Zweig. Hoy, el archivo Zweig se encuentra en el Bezirksmuseum Josefstadt, en el número 18 de la Schmidgasse, aunque en el palacio Lobkowitz, muy cerca del Hofburg, se encuentran los manuscritos de poetas y escritores que Zweig coleccionó durante toda su vida y que donó cuando abandonó Austria para siempre.
En esa ciudad donde murieron Beethoven y Kafka (en el sanatorio de Kierling, donde todavía guardan algunos recuerdos del escritor), en que podía verse a Mahler dando un paseo; donde Wittgenstein empezó a pensar en los límites del mundo y Lukács se exilió después de haber sido ministro del gobierno comunista de Béla Kun; donde Hermann Broch fue encarcelado por su militancia contra el nazismo, Zweig encontró el gusto por la cultura que un intelectual burgués como él no podía dejar de apreciar. Los cafés bulliciosos, llenos de escritores y artistas; las lujosas casas del Ring, donde habían recalado Beethoven, Haydn y Mozart; la alegría de los teatros, el brillo de las mansiones burguesas y los palacios de la vieja nobleza, y, más lejos, fuera ya del círculo dorado del Ring y de la Viena medieval, las barriadas proletarias donde creció el movimiento obrero, todo iba a cambiar; la vida alegre de una ciudad a la que habían empezado a amordazar con la dictadura de Dollfuss, quedaría convertida definitivamente en un recuerdo cuando las tropas nazis entraron en Viena, pese a que la burguesía creyó que los buenos tiempos iban a seguir marcando su vida. Pero Viena ya era otra ciudad: buena parte de su población aclamó a la Wehrmacht, y, cuando se celebró el referéndum para sancionar la anexión a la Alemania nazi, apenas dos mil vieneses votaron en contra.
Su pasión por conocer el mundo llevó a Zweig a viajar por cuatro continentes; incluso visitó en 1928 la Unión Soviética, tan odiada por la burguesía, invitado a participar en la celebración del nacimiento de Tolstói. Allí, entre los sóviets, se apoderó de Zweig la admiración por la fiebre revolucionaria que estaba cambiado el país, el asombro por la mezcla de la vieja Rusia de los campesinos y la nueva potencia proletaria que quería llevar la modernidad a las ciudades, al campo, a la condición humana. Hizo amistad con Gorki, pudo ver los palacios de Leningrado, el Ermitage atestado de campesinos, obreros y soldados, que admiraban la riqueza artística que habían atesorado los zares y que ahora sabían suya, y que pisaban con sus viejas botas los antaño exclusivos salones de la nobleza zarista. Zweig estaba lejos de simpatizar con los comunistas, pero no pudo por menos que emocionarse con la fraternidad que mostraba el pueblo ruso, embarcado en una revolución de la que se mostraba orgulloso. Pese a una denuncia anónima que alguien le hizo llegar, y que le llevó a preguntarse sobre el excesivo control bolchevique y a dudar sobre la realidad que intentaba interpretar, Zweig no dudó en afirmar que fue en la Unión Soviética “donde sentí y experimenté, como en ningún otro momento de mi vida, la fuerza de la corriente de nuestra época.”
En los años treinta su vida cambió. No hace mucho se hicieron públicas las cartas que Zweig envió a Alfredo Cahn, un judío suizo que se había establecido en Argentina y que se convirtió en su agente literario. Se relacionaron durante los últimos diecisiete años de la vida del escritor: su última carta se la escribió a Cahn el día anterior a su suicidio. En ellas puede verse la evolución de Zweig, su sufrimiento, su desconfianza ante el futuro que se cernía sobre Europa. Porque Zweig fue consciente desde el primer momento de lo que el fascismo representaba. A partir de 1933, empezó a manifestar su rechazo al nazismo, aunque prefirió recluirse en su trabajo; desconfiaba de las intenciones de Hitler y del nazismo, cuando aún los nazis no habían proclamado todos sus objetivos, aunque su inquietud fue motivo de sarcásticos comentarios de otros intelectuales vieneses, como si Zweig fuera un alarmista que se preocupaba por asuntos que no tenían relevancia. Sin embargo, pese a su preocupación, el escritor creía que no había que pronunciarse públicamente, ni escribir al respecto: estimaba que llegaría el momento oportuno para hacerlo. Trabajaba entonces en su libro sobre Erasmo, a quien consideraba un símbolo humanista de todo lo que el nazismo quería destruir. Con esa obra, quiso hablar de la persecución de la justicia, de las costumbres civilizadas, de la razón y el pensamiento, que, pese a su destrucción, creyó que seguirían siendo una guía para el espíritu humano.
Ya en marzo de 1933 escribió a su corresponsal Alfredo Cahn que “ahora incluso debo evitar viajar a Alemania, porque la libertad de uno no está totalmente asegurada. Qué más necesito decirle cuando hoy a Bruno Walter ya no se le permite dar un concierto en Alemania, y se ha hecho un registro en casa de Albert Einstein para averiguar si ocultaba un arsenal. Ahora es preciso estar presente, y por eso he tenido que anular telegráficamente las conferencias que debía dar en Suecia y Noruega en marzo y abril.” En ese mismo 1933, Zweig envió una misiva a Thomas Mann (quien, en la gran guerra, había defendido la postura alemana), definiendo la sombra siniestra que se estaba apoderando de Alemania y amenazaba a Austria: “La mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido proscripta; las cloacas están abiertas y los hombres respiran su pestilencia como un perfume”. Pero las malas épocas a veces confunden a muchos: Zweig se dio cuenta de que la fuerza que adquirían Hitler y los nazis era una catástrofe, pero no pudo dejar de constatar que “los socialdemócratas no vieron su llegada al poder con tan malos ojos como habría sido de esperar, porque confiaban en que eliminaría a sus enemigos mortales, los comunistas, que tan enojosamente les pisaban los talones.”
En octubre de 1933, Zweig abandonó su casa de Salzburgo, preocupado por la evolución política. Austria no era Alemania, pero Berlín ya extendía sus garras hacia el pequeño país. Cuando volvió, al año siguiente, su casa fue registrada por la policía —que ya temía las consecuencias que tendrían para ella las exigencias y amenazas de los nazis austriacos y actuaba de forma parecida; una policía que en esos años ya obedecía, primero a Dollfuss, que fue asesinado por agentes nazis, y, después, al nuevo dictador fascista Schuschnigg, aunque la oposición de éste al Anschluss le costase ser encarcelado por Hitler cuando Austria fue ocupada por el Reich alemán— y Zweig se alarmó tanto por la deriva política que sufría su país que, dos días después del registro, abandonó Salzburgo para instalarse de forma permanente en Londres, aunque volvió a su país en viajes ocasionales, para visitar a su madre en Viena, por ejemplo.
Toda su vida, al menos como la había entendido hasta entonces, estaba a punto de terminar. Ya no regresó a su casa de Salzburgo, por donde habían recalado muchos de los más relevantes intelectuales de la Europa de entreguerras: desde Thomas Mann hasta Hofmannstahl, pasando por Ravel, Romain Rolland, H. G. Wells, Richard Strauss (que, para horror de Zweig, colaboraría después con los nazis hasta el punto de aceptar ser presidente de la Cámara de Música del Reich), Toscanini, Jakob Wassermann, Bela Bartók, James Joyce, Alban Berg, Paul Valéry, Franz Werfel, y desde donde mantuvo amistad con muchos otros, como André Gide y Roger Martin du Gard.
Dejó atrás Salzburgo y Viena, de donde, como dejó anotado en sus memorias, tuvo “que huir como un criminal”. Sus obras fueron prohibidas en Alemania y en Austria y se convirtió en un autor proscrito. En febrero de 1934, Dollfuss reprimió la huelga general y la revuelta obrera que había estallado en Viena: las calles que rodean las viviendas obreras de Karl-Marx-Hof se llenaron de sangre. Ese mismo año, Zweig se instaló en Londres, donde vivió hasta 1940, y, después, en París, Nueva York e incluso en América del sur, para finalmente establecerse en Petrópolis, cerca de Río de Janeiro.
Zweig desdeñaba la política, aunque fue ella la que marcó su destino, circunstancia que compartió con muchos otros intelectuales burgueses, para quienes no había otro camino que separar la literatura de la vida, de la política, del acontecer histórico, como si eso fuera posible. La firme crítica de Zweig contra los nacionalismos está presente en toda su obra, y, en esos años amargos, constata la persecución política que el nazismo emprende contra la izquierda, contra los hebreos, aunque ello no le llevará a identificarse con los círculos sionistas y nacionalistas judíos.
Zweig se hizo célebre con sus biografías, de María Antonieta, María Estuardo, Fouché, y otras. Conferenciante, ensayista, dramaturgo, trabajó con Richard Strauss, y pese a su notoriedad, no aceptó nunca galardones ni distinciones oficiales: estaba escindido entre su condición de escritor famoso y su gusto por la discreción, casi el anonimato. Pese a ello, mantuvo una estrecha amistad con otras celebridades de su época, como Romain Rolland, Sigmund Freud y Émile Verhaeren. Zweig consideró siempre a Rolland (el escritor que había conmovido las conciencias en 1914 con su “Au-dessus de la mêlée”, y a quien Lenin había pedido, sin éxito, que le acompañase en el tren precintado que iba a llevarlo a la Rusia prerevolucionaria) como un ejemplo de compromiso ético, como la voz que clamó contra la guerra y contra los nacionalismos que ensangrentaron Europa.
Zweig era un escritor burgués, aunque en nuestros días no se utilice esa definición, tan precisa; un hombre que vivió en una ciudad que, por un momento, pareció un espejismo en medio de los conflictos europeos. Viena era una capital imperial, católica, majestuosa y lasciva, amante del orden y de la precisión de los funcionarios imperiales, tan puntillosos que hasta organizaban la prostitución de niñas para que los hijos de la burguesía se iniciasen en la sexualidad. Los vieneses, enamorados del teatro, aclamaban a sus autores, frecuentaban los salones de música y la ópera, en ese mundo de ayer que terminó con el estallido de la gran guerra y que, aunque pareció recuperarse tras la desaparición del Imperio austrohúngaro, enseguida cayó en las garras del austrofascismo de Dollfuss y de Schuschnigg, para finalmente aclamar a Hitler. La Viena imperial fue el escenario de la juventud de Zwig: cuando se consumó el atentado de Sarajevo, Zweig tenía poco más de treinta años, y en el cuarto de siglo que le restaba por vivir vería la destrucción del imperio, la marcha Radetzky sonando en la Rembrandtstrasse, la creación de un pequeño país austríaco alrededor de una Viena que había perdido ya la batalla para siempre frente a Berlín, y el nacimiento de la pesadilla nazi.
Huyó de Austria, marchándose a Londres; después, a Estados Unidos y, finalmente, a Brasil. La propaganda que embotaba las conciencias —que pretendía hacer creer que Hitler apenas quería reunir bajo la bandera del Reich a los alemanes de algunos países fronterizos y que, cuando sus deseos fueran satisfechos, en muestra de gratitud, se dedicaría a exterminar a los comunistas— influyó en muchos gobiernos y en una parte significativa de la burguesía británica, francesa y de otros países europeos. Las malas noticias perseguían al escritor. Cuando llegó a Pernambuco, leyó en los diarios los cables que daban cuenta de los bombardeos fascistas sobre Barcelona, durante la guerra civil española. Zweig vio el “peligro que amenazaba desde China hasta más allá del Ebro y del Manzanares” y estaba alarmado por Austria, porque pensaba que de su destino dependía el futuro de Europa. De hecho, la última vez que visitó Viena, la ciudad donde había nacido, se despidió para siempre, en silencio, de sus calles, de sus cafés, de sus recuerdos perdidos en ella, seguro de que no volvería nunca más. Sabía que el odio se había apoderado de la vida de sus compatriotas, forzados a padecer a los nazis, a soportar la crueldad de los esbirros de las SA, y, no mucho después, le llegó la capitulación de Francia y Gran Bretaña ante Hitler, en Munich; la ignominia, como la calificó Zweig, de la entrega de Checoslovaquia a los nazis. Todavía, mientras estaba en Bath, no lejos de Londres, oyó, en 1939, la noticia de que Hitler había invadido Polonia. Creyó que era el final. Y, para él, casi lo era.
Quedaban lejos los días en que frecuentaba los cafés vieneses, esos “clubs democráticos” como él mismo los denominaba en los años en que podía leer en ellos los periódicos de media Europa por el precio de una taza de café. En 1940, Zweig había visto triunfar al nazismo y llegar “la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”. Su mundo ya no existía; aquel territorio en que Franz Werfel había cantado por la fraternidad humana y contra los “charlatanes de la guerra”, y donde Berta von Suttner había extendido el ideal irenista, se estaba convirtiendo en un desolado páramo donde la paz y la libertad estaban siendo sacrificadas. En sus últimos años Zweig sufría con su condición de exiliado, aunque no por ello cayó en la nostalgia del nacionalismo: “es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre”, escribió poco antes de morir, lejanos ya los días en que discutía con sus amigos en un café vienés. En 1942, se suicidó junto con su mujer, inyectándose veronal, cuando parecía que Hitler iba a apoderarse del mundo: la Wehrmacht había llegado hasta las puertas de Moscú. Nada había afectado tanto a Zweig como ver a las tropas nazis desfilando por París, vencedoras del mundo. Había visto “la más terrible derrota de la razón”, y no tuvo fuerzas para seguir adelante, sin sospechar que, apenas unos meses después, la victoria de Stalingrado iniciaría el camino para derrotar al nazismo, para recuperar la razón y la libertad.
Higinio Polo
Barriodelcarmen.net
Higinio Polo
Licenciado en Geografía e Historia, y Doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Barcelona. Ha publicado numerosos trabajos y ensayos sobre cuestiones políticas y culturales, y colabora habitualmente en medios como la revista El Viejo Topo, los periódicos Mundo Obrero, Rebelión y otros, tanto convencionales como digitales.Entre sus libros se cuentan la investigación Los últimos días de la Barcelona republicana, las novelas Al acabar la tarde, en Singapur; Vientre de nácar, y El caso Blondstein, así como los ensayos Irán: memorias del paraíso; USA: el Estado delincuente, y Retratos (de interior). Su obra más reciente es Dashiell Hammett. Novela negra y caza de brujas en Hollywood.
Licenciado en Geografía e Historia, y Doctor en Historia contemporánea por la Universidad de Barcelona. Ha publicado numerosos trabajos y ensayos sobre cuestiones políticas y culturales, y colabora habitualmente en medios como la revista El Viejo Topo, los periódicos Mundo Obrero, Rebelión y otros, tanto convencionales como digitales.Entre sus libros se cuentan la investigación Los últimos días de la Barcelona republicana, las novelas Al acabar la tarde, en Singapur; Vientre de nácar, y El caso Blondstein, así como los ensayos Irán: memorias del paraíso; USA: el Estado delincuente, y Retratos (de interior). Su obra más reciente es Dashiell Hammett. Novela negra y caza de brujas en Hollywood.
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